V Domingo de Pascua. Mientras no vivamos el amor, no es cierto que ley alguna podrá cambiar la sociedad.
Hechos de los Apóstoles 14, 21-27: “Contaban a la comunidad lo que había hecho Dios por medio de ellos”.
Salmo 144: “Bendeciré al Señor eternamente. Aleluya”.
Apocalipsis 21, 1-5: “Descendía del Cielo, la ciudad santa, la nueva Jerusalén”.
San Juan 13, 31-33. 34-35: “Un mandamiento nuevo les doy: que se amen los unos a los otros”.
El libro del Apocalipsis nos presenta en una visión el mundo en que vivimos. Mientras casi todos se refieren a este libro como catastrófico y sus textos han sido utilizados como base de películas y novelas de terror y de miedo, hoy nos presenta su verdadero objetivo: dar esperanza, pero una esperanza real, que supere los graves problemas que enfrenta la comunidad: persecución, deserciones, divisiones, pobrezas y dificultades. Todo lo narra con símbolos e imágenes. Y nos lanza a mirar hacia el futuro, proponiéndonos la imagen de un cielo nuevo y una tierra nueva (Ap 21, 1-5).
Alienta nuestra esperanza esta magnífica visión de “un cielo nuevo y una tierra nueva”, como la gran meta de nuestros esfuerzos por transformar las realidades de muerte que nos rodean y redimir al mundo con la fuerza vital arrolladora del Resucitado. Una nueva realidad de justicia, paz y amor fraterno habrá de traer “la nueva Jerusalén que descendía del cielo enviada por Dios y engalanada como una novia”. Es la esperanza maravillosa que podemos enarbolar frente a los pesimistas y profetas de la muerte y del desaliento que amenazan con una destrucción inexorable del mundo y ridiculizan la posibilidad de construir un mundo mejor.
Si hasta parecen sueños de niños las propuestas del Apocalipsis, pero están sustentadas en las promesas de la Nueva Alianza que Cristo ha sellado con su pasión y su triunfo sobre la muerte. “Esta es la morada de Dios con los hombres —señala un entusiasmado Juan—; acampará entre ellos. Serán su pueblo, y Dios estará con ellos. Enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor. Porque el primer mundo ha pasado. El que estaba sentado sobre el trono dijo: Ahora hago el universo nuevo”.
El Evangelio nos propone las bases sobre las que hay que construir estos cielos nuevos y esta tierra nueva. Cuando Cristo está ya para despedirse entrega a los discípulos su testamento espiritual: el gran mandato del amor como signo visible de la adhesión de sus discípulos a Él, y de la vivencia real y afectiva de la fraternidad. Es el sueño de Jesús, su forma de construir, y es la forma que quiere construyan sus discípulos. El mundo podrá identificar de qué comunidad se trata si los discípulos guardan entre sí este mandato del amor. Jesús rescata la Ley, pero pide se cumpla en el amor; quien ama demuestra que está cumpliendo con los demás preceptos de la Ley. Es posible que en la comunidad primitiva se hubiera discutido cuál debía ser su distintivo propio e inequívoco. Para eso apelan a las palabras mismas de Jesús. En un mundo cargado de egoísmo, de envidias, rencores y odios, la comunidad está llamada a dar testimonio de otra realidad completamente nueva y distinta: el testimonio del amor. Allí están las bases sobre las que se puede construir una nueva sociedad. Mientras no vivamos el amor, no es cierto que ley alguna podrá cambiar la sociedad.
Cuando nuestros políticos, sobre todo en campañas, hacen propuestas que parecen novedosas, siempre se quedan cortos porque no está en la base el amor y el respeto mutuo. No es ese amor romántico y dulzón de los novios adolescentes. Es el verdadero compromiso de entrega a los demás en la medida en que lo propone Jesús. Así como él amó. Amar hasta dar la vida. Es el amor de pareja que sabe superar las naturales diferencias; es el amor de padres que no crían hijos con la ilusión de después pasarles la factura en cuidados de ancianidad; es el amor al prójimo donde se tiene en cuenta a todos y cada uno, y no se miran las propias conveniencias. Así, sí se podrá construir una ciudad nueva. Así podremos ilusionarnos en construir el Reino que Jesús propone y por el cual dio la vida.
Desgraciadamente los cristianos nos quedamos cortos. Tenemos un gran programa, pero poco lo realizamos. Una de las principales causas por las que tantos cristianos abandonan la Iglesia radica justamente en la falta de un testimonio mucho más abierto y decidido respecto del amor. Con mucha frecuencia nuestras comunidades son verdaderos campos de batalla donde nos enfrentamos unos contra otros; donde no reconocemos en el otro la imagen de Dios. Y eso afecta la fe y la buena voluntad de muchos creyentes.
Y no se pretende que en nuestras comunidades no haya discusiones o que no se dé espacio a la diferencia. Eso es precisamente lo que hace grande a una comunidad, su capacidad de amar a los diferentes y de integrar superando el conflicto; que es capaz de crear un ambiente de discernimiento, de acrisolamiento de la fe y de las convicciones más profundas respecto del Evangelio. En el conflicto —llevado en términos de respeto y amor cristiano mutuo— aprendemos justamente el valor de la tolerancia, del respeto a la diversidad, y el mejoramiento de nuestra manera de entender y practicar el amor. Del conflicto así entendido —inevitable donde hay más de una persona—, es posible hacer el espacio para construir y crecer. Para ello hacen falta la fe, la apertura al cambio y, sobre todo, la disposición de ser llenados por la fuerza viva de Jesús. Solo en esa medida nuestra vida humana y cristiana va adquiriendo cada vez mayor sentido y va convirtiéndose en testimonio auténtico de evangelización.
Además, si seguimos el estilo de Jesús, tendríamos que tener en cuenta de un modo muy especial a todos los menos favorecidos, los más pobres, los más necesitados. Porque a veces parece que se gobierna solo para favorecer a los más poderosos o con miedo a disgustarlos. O que se está más atento a destruir y ridiculizar al adversario, que a ofrecer propuestas que entusiasmen y contagien a los ciudadanos en la construcción de una comunidad mejor.
Cada uno de nosotros, como cristianos, hoy nos tenemos que cuestionar sobre nuestra actitud frente a la construcción el Reino. Aunque el Apocalipsis dice que la ciudad descendía del cielo, de ninguna manera nos propone la pasividad e indiferencia como camino del futuro. Al contrario, una vez constatadas las dificultades y problemas, tanto internos como externos, nos lanza a que, confiando en Cristo resucitado, pongamos todo nuestro empeño en buscar ese mundo donde “ya no habrá muerte ni duelo, ni penas ni llantos porque ya todo lo antiguo terminó”. Ciertamente la paz es un regalo de Dios, pero implica el trabajo intenso y confiado del hombre. La Ciudad Santa es empeño y don. Se requiere para construirla oración y sudor en el esfuerzo.
¿Cómo vivimos el mandamiento del amor entre nosotros? ¿Cómo damos testimonio de este amor en la familia, en el trabajo, en la construcción de la sociedad? ¿Cómo estamos construyendo esa “nueva ciudad”, esa nueva sociedad?
Señor, enséñanos a superar nuestros egoísmos y nuestro individualismo, abre nuestro corazón al hermano e impúlsanos a construir “los cielos nuevos y la tierra” en medio de nosotros, prenda de la Jerusalén celestial. Amén.
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Fuente: https://es.zenit.org