Cómo nuestras heridas se abren una y otra vez a causa de la cultura de la negación y de la des-responsabilización por la paz social. Entrevista con la psicóloga Premio Nacional de Humanidades 2017 para el proyecto “70 mensajes para el futuro”.
La línea de trabajo e investigación de Elizabeth Lira Kornfeld, psicóloga y Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales 2017, penetra como un bisturí en la historia de Chile para evidenciar cómo la ausencia de sanciones efectivas a crímenes y delitos han calado en las individualidades, en la calidad de las relaciones interpersonales y cívicas que nos organizan, y en el descrédito de la democracia y de la autoridad.
Como psicóloga, observa con preocupación cómo una de las consecuencias de todo lo anterior es el desapego y la des-responsabilización de muchos por el destino del país. Como investigadora, está convencida del papel a que están llamados los intelectuales chilenos, para mostrar a través de su conocimiento profesional el costo de determinadas acciones y la necesidad de asumir responsabilidad por la paz social y la convivencia política.
Su fructífera carrera la ha llevado a asesorar a distintas instancias latinoamericanas de reparación para las víctimas de las dictaduras en Latinoamérica. Entre sus numerosas publicaciones —varias, junto al académico Brian Loveman— se incluye un arduo proyecto de investigación sobre la reconciliación política en Chile, que abarca desde 1810 hasta 2002. En los últimos años su trabajo se ha centrado en el análisis del rol de la Justicia y el Poder Judicial en relación con los conflictos políticos en nuestro país.
—En su “trilogía” sobre la reconciliación política, usted ha estudiado lo que ha ocurrido en nuestro país entre 1814 y el año 2002. ¿Cuáles han sido sus principales conclusiones?
El objetivo de nuestra investigación fue estudiar los conflictos políticos y las maneras como se tramitaban y resolvían históricamente en Chile. Nos encontramos con que, en nombre de “la unidad de la familia chilena”, las élites políticas tramitaron amnistías, más o menos inclusivas, con la intención de lograr la supresión del conflicto, desapareciendo las víctimas, los victimarios y los delitos. Ese intento de borrar y olvidar ha sido ilusorio, pues cada cierto tiempo reaparecen los conflictos porque sus causas permanecieron intocadas. Algunas masacres del siglo XX, como la ocurrida en Ranquil (1934), en que murieron 150 campesinos o tal vez más, o la matanza del Seguro Obrero (1938), que sucedió frente al palacio de La Moneda, tuvieron efectos que se dieron por superados en muy poco tiempo, indultando y amnistiando a los acusados. Casi siempre el discurso oficial enfatizaba la importancia de dar por superado el conflicto en nombre de altos valores. Se buscaba instalar el olvido jurídico de lo ocurrido y seguir adelante. Pero el olvido jurídico no equivale exactamente a perdonar, lo cual es un proceso moral y personal. En ese sentido, nuestro trabajo mostró que la construcción de la reconciliación política muchas veces establecía la verdad de los hechos; sin embargo, los acuerdos políticos pragmáticos suspendían la acción judicial, permitiendo una paz coyuntural. Esta modalidad, utilizada desde el siglo XIX, descartaba abordar las causas y consecuencias de los conflictos, permaneciendo latentes y reencendiéndose en cualquier momento. Por eso los libros hablan de “las cenizas del olvido”.
LOS DERECHOS HUMANOS, JOSÉ ALDUNATE S.J. Y PATRICIO AYLWIN
—La verdad ha sido considerada un pilar fundamental en los procesos de transición política, especialmente en las últimas décadas, después de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y de la reacción ante las atrocidades cometidas por el nazismo. El conocimiento de la verdad hace necesaria la justicia, la validación de parámetros morales que orienten la vida en sociedad, y el reconocimiento y reparación de las víctimas. Hoy sabemos que es fundamental reconocer política y moralmente que lo que ocurrió estuvo mal, que causó daño a las personas y a la convivencia en la sociedad, y que se debe asegurar la voluntad política de que nunca más va a suceder. Son los principios de Naciones Unidas para la paz social.
Añade que “en nuestra historia, hasta la década de los noventa, los acuerdos fueron pragmáticos y sin tomar en consideración a las víctimas. El padre José Aldunate S.J. había reflexionado sobre la reconciliación política y proponía reconocer y reparar a las víctimas, señalando que habían sufrido dolores e injusticias, instalando en la discusión pública la noción de que había que hacerse cargo del pasado y sus efectos sobre las personas. El presidente Patricio Aylwin desde el inicio de su gobierno tomó diversas medidas para reconocer lo ocurrido y promover la reconciliación política. Cuando dio cuenta al país del informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación sobre muertos y desaparecidos por causas políticas, pidió perdón a las víctimas en nombre del Estado, algo que no estaba en la pragmática política de Chile”.
“José Aldunate S.J. subrayaba la necesidad de un proceso de conversión como condición de la reconciliación. La reconciliación política, a su juicio, tenía requisitos morales muy exigentes. El arrepentimiento de los victimarios era indispensable. Pero, en ese momento, en la sociedad chilena coexistían y se expresaban diversas visiones sobre la reconciliación política, desde las que consideraban condiciones interpersonales, psicológicas y morales hasta la impunidad compartida como requisito fundamental. Esas visiones contradictorias se expresaban en proposiciones y resistencias para ampliar la amnistía de 1978, y se enfrentaban a las exigencias de justicia de las víctimas y sus familiares. Por eso nos pareció importante investigar y comprender en la historia política de Chile las fórmulas de reconciliación política, descubriendo cómo los acuerdos de reconciliación a lo largo de la historia eran en verdad acuerdos de impunidad, es decir, no obstante la verdad de los hechos de violencia y abuso, la paz se garantizaba al asegurar que los responsables serían amnistiados y todo queda en nada”.
—La encrucijada histórica y política de la transición hizo de la reconciliación un tema crucial.
La necesidad de reconciliación era importante y muchas voces apelaban en su nombre para asegurar la impunidad. Pero la ruta del perdón y la conversión para lograrla era una perspectiva posible para muy pocos. La ruta de los acuerdos pragmáticos y de la impunidad dejaba a muchos conformes, ¡menos a las víctimas, menos a las víctimas! Desde el inicio de la dictadura, los abogados de las víctimas con el apoyo de las iglesias a través del Comité de la Paz, primero, y de la Vicaría de la Solidaridad después, habían transitado por la vía judicial para dejar constancia de lo ocurrido, defender a los acusados en los consejos de guerra y en los juicios, dar seguimiento a casos de desaparición forzada en juicios que se llevaron en distintos tribunales, sin mayores resultados.
EL PODER JUDICIAL Y LAS AMNISTÍAS
En los últimos años el trabajo de investigación de Elizabeth Lira se ha centrado en el análisis del rol de la justicia y el Poder Judicial en relación con los conflictos políticos en Chile. Junto al académico Brian Loveman, publicó una trilogía sobre el “Poder Judicial y Conflictos Políticos”, que analiza desde 1925 hasta 1990.
—En su primer discurso como presidente, Patricio Aylwin criticó duramente al Poder Judicial por no haber utilizado todas las herramientas de que disponía para proteger los derechos de las personas. ¿Qué papel jugaron entonces los jueces?
Nuestro estudio se centró en el análisis de las sentencias. Cómo se reconstituyen los hechos, quiénes son las víctimas y quiénes son sancionados y cómo. Durante muchos años, dictadas las amnistías, se cerraban los casos, casi antes de abrirlos, como ocurrió con la amnistía del año 1978. Hay que señalar que los jueces en regiones y en provincias tenían espacio de libertad muy limitados. La investigación misma tenía consecuencias no solo sobre los eventuales responsables y las víctimas, sino que sobre el propio juez, su familia y su carrera. Que los jueces hicieran su trabajo en condiciones de amenaza implicaba exigirle conductas heroicas. Hubo algunos casos heroicos, sin duda, y creo que su sola conducta generó la posibilidad de que otros vieran que era posible cumplir con un deber muy complejo en condiciones difíciles.
En ese sentido, creo que ahora hay más jueces, y diría que hasta generaciones de jueces, que han tomado muy en serio la responsabilidad política que tienen con la paz social. La acción del juez es muy decisiva para poder restablecer el orden de las cosas y restablecer hasta cierto punto “el bien” y “el mal” en el marco de la ley. Creo que hemos mejorado en muchos sentidos, pero no tenemos visión de conjunto como sociedad.
LA AMNISTÍA Y LA VERDAD
Elizabeth Lira fue miembro de la Mesa de Diálogo (1990-2000), de la Comisión de Prisión Política y Tortura (2003-2005) y de la Comisión Asesora Presidencial para la calificación de detenidos desaparecidos, Ejecutados Políticos y Víctimas de Prisión Política y Tortura (2010-2011).
—El presidente Patricio Aylwin entendió que la necesidad de verdad era un punto crítico y que, independientemente de si al final se aplicara la amnistía, se debía investigar lo ocurrido. Esta visión impedía que los hechos fueran suprimidos e ignorados, como se había conseguido a lo largo de la historia con “los olvidos jurídicos”. La respuesta de las Fuerzas Armadas y también del Poder Judicial al informe de la Comisión Rettig no fue desmentirlo. No se dijo que su contenido era falso, pero se rechazó el informe argumentando que no se había tomado en cuenta el contexto y las condiciones políticas que justificarían el secuestro, la tortura y la ejecución de personas. El contexto internacional de la Guerra Fría duró hasta el fin de la dictadura. La visión sobre la seguridad nacional definía nítidamente a los “enemigos” sin cuestionarse su exterminio. Por eso fue muy importante que en el año 2003 el comandante en jefe del Ejército, el general Juan Emilio Cheyre, subrayara las consecuencias del cambio de visión. No más enemigos, sino adversarios.
—Usted también ha investigado lo que ha ocurrido en nuestra historia con las acusaciones constitucionales contra presidentes de la República, ministros de Estado y ministros de la Corte Suprema.
Si uno analiza nuestra historia, las acusaciones constitucionales han sido herramientas de resistencia frente al poder político, pero también recursos de las oposiciones políticas para afectar la gobernabilidad. La acusación de 1868 fue contra Manuel Montt, quien era presidente de la Corte Suprema en este momento, pero los cargos se hicieron en relación con su responsabilidad como Presidente de la República. En 1891 y en 1933 las acusaciones contra la Corte Suprema se fundaron en casos concretos, pero no tuvieron consecuencias, con excepción de la acusación de 1992, cuyo resultado fue la destitución de un ministro de la Corte Suprema. Las acusaciones constitucionales contra ministros de gobierno fueron recurrentes durante el periodo de Salvador Allende, pero la Constitución de 1925 permitía su designación en otro ministerio, aunque fuesen destituidos del cargo que ejercían. La Constitución de 1980 prohibió los enroques. Por eso, los casos de destitución impiden el ejercicio de cargos públicos por cinco años. Fue el caso de Yasna Provoste, que fue destituida como ministra de Educación en 2008. Pero la acusación constitucional contra Augusto Pinochet en 1998 como comandante en jefe del Ejército se realizó según esos procesos se habían dado a lo largo de la historia. Se presentaron los cargos, pero los acuerdos políticos en nombre de la paz social concluyeron en una votación mayoritaria de rechazo a la acusación. Así y todo, lo que permiten las acusaciones es poner por escrito, exponer públicamente y dar cuenta de lo que ocurre, y obligan legalmente a un juicio en conciencia, que en muchos casos es decidida más bien por acuerdos políticos coyunturales.
—¿Algo está cambiado, o sigue igual a pesar de todo lo que hemos vivido como sociedad?
Sí. Hoy existen más formas de control social, que tienen que ver con las redes sociales y con toda la disponibilidad de fotos e imágenes que llevan a muchos a ser testigos presenciales de hechos que ocurren a distancia. Pero, en general, la gente no denuncia ante un tribunal. Se ha extendido la práctica de las llamadas “funas”, que hacen sentir que algo no quedó impune socialmente, pero no está suficientemente internalizado en las personas que lo mejor es una sanción judicial que permita ejemplarmente hacer desistir a otros de seguir esa línea. El problema con las “funas”, además, es la falta de fundamento, y que se puede acusar a una persona de algo falso o algo verdadero de la misma forma.
LA RAÍZ DE LA CORRUPCIÓN
—¿Qué debería preocuparnos del presente?
Yo creo que la polarización y la radicalidad con que se desconoce al otro como un sujeto legítimo. Hoy muchas personas, estigmatizadas o invisibilizadas por su condición social o por ser minorías, se han hecho visibles, se han organizado y han denunciado. Pero, en paralelo, ha ido surgiendo una gran intolerancia para aceptar la autoridad legítima de los gobernantes y es cada vez más común desafiarla o ridiculizarla. Y, en la medida en que la autoridad es deslegitimada y las personas son deslegitimadas, el desafío de respetarnos unos a otros para poder existir y coexistir en una convivencia pacífica en sociedad, es cada vez mayor.
—¿Cómo salimos de esto? Porque parece un zapato chino…
Hemos escrito en nuestra historia distintas formas de discriminación, clasismo, racismo y represión. Son cuestiones que todavía existen y se viven y son hasta materia de chistes en caricaturas de conductas clasistas, racistas y excluyentes. Yo creo que en la medida en que el foco sea excluir o estigmatizar al otro, estamos en problemas serios que se anclan en este pasado que tenemos.
—¿Quiénes tendrían herramientas para cambiar esto? Estamos frente a una Iglesia deslegitimada… O sea, ¿el Poder Judicial podría hacerlo?
El Poder Judicial tiene un rol relevante, pero durante muchos años no parecía tener un rol efectivamente independiente. Creo que la Iglesia vive una erosión muy profunda, agravada por los casos de abusos sexuales, pero su pérdida de voz y reconocimiento comenzó mucho antes, en los años noventa, cuando puso el foco en las conductas interpersonales y de algún modo transmitió la idea que los problemas sociales, políticos y de justicia social no eran prioritarios.
—¿En qué tiene usted esperanza?
En el trabajo de todos nosotros, tratando de construir propuestas a pesar de las funas, a pesar de las denigraciones. Hoy estamos viviendo un momento muy crítico porque las demandas de las personas, que aparecieron nítidamente en el estallido social, son terriblemente legítimas pero muy disruptivas en la percepción, especialmente, de los grupos en el poder. Las exigencias actuales implican cambiar y pensar cómo colaborar para encontrar juntos respuestas compartidas y legítimas, lo que es una tarea difícil. Tenemos que revisar cómo se construyen formas más eficaces de resolución de los conflictos políticos, cómo se reconocen a las víctimas y cómo se resuelven las consecuencias (y las causas) de los conflictos, y cómo esto se construye en un horizonte de convivencia en paz y aceptación de las diferencias.
—Finalmente, ¿qué mensaje dejaría para las generaciones futuras?
Yo creo que el mensaje es que todos somos responsables del curso de la sociedad; no es un tema ni de las autoridades, ni de la Iglesia, ni de las universidades, ni de las instituciones. Tenemos que invertir las categorías con las cuales hoy día funcionamos en términos de relaciones y hacernos responsables de nuestros actos y decisiones. Esto es algo muy complejo porque estamos educando para no hacerse responsables, insertos en una cultura donde se valora al “vivo”, al que sorprenden in fraganti y miente y niega. Se ha promovido más la viveza que el conocimiento; más la astucia que la responsabilidad. Ahí radica la corrupción, porque se valora el éxito y el dinero rápido por sobre el trabajo y la honestidad. Eso viene pasando desde el siglo XIX y pasa entre personas con responsabilidades públicas y privadas, también en las policías, entre niños, adultos y viejos. Es lo que vimos durante toda la dictadura, cuando muchos dijeron “yo no fui, yo no estuve, yo no sabía, yo no supe”. Esa fórmula para sortear problemas está muy mal. No permite construir una noción de comunidad humana de la que somos responsables, tanto en relación con las injusticias acumuladas que nos dividen como con el proceso de resolverlas en paz. MSJ
_________________________
Elizabeth Lira Kornfeld es psicóloga, Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales 2017; co fundadora y directora del Instituto Latinoamericano de Salud Mental y Derechos Humanos (ILAS) entre 1988 y 1994; miembro de la Mesa de Diálogo (1990-2000), y de las Comisión de Prisión Política y Tortura (2003-2005) y de la Comisión Asesora Presidencial para la calificación de detenidos desaparecidos, Ejecutados Políticos y Víctimas de Prisión Política y Tortura (2010-2011), autora de numerosos libros, varios de ellos junto al académico Brian Loveman. / Fotografía: Universidad Alberto Hurtado.