El modo de organizar la economía que ha predominado hasta ahora —el modo que triunfó sobre los pueblos originarios en los que la propiedad privada no existió o fue subordinada a la colectiva— exige crecer para consumir y consumir para crecer.
El panorama es trágico. El calentamiento medioambiental pone al ser humano en peligro de extinción. Hay buenas razones para pensar que la COP25 (Conferencia de las Partes para el Cambio Climático de las Naciones Unidas), llega tarde. Si esperamos que la calidad de vida de la humanidad mejore por parejo, mientras más seamos y más elevemos los estándares de bienestar, el calor retenido en la atmósfera sobrepasará con creces el aumento en 2 grados promedio, límite que permitiría hipotéticamente superar la catástrofe.
¿Qué hacer? El problema es de tal magnitud que no se puede pedir a la economía la solución. No queremos, por de pronto, que sean los economistas los que digan cuál es tal solución. Menos aún los economistas que han sido formados para perfeccionar el modelo de desarrollo culpable de la debacle. Pero, vistas las cosas desde el ángulo meramente económico, parece evidente que la humanidad llega a un callejón sin salida: consume y muere o no consume y muere también. Pues, el modo de organizar la economía que ha predominado hasta ahora —el modo que triunfó sobre los pueblos originarios en los que la propiedad privada no existió o fue subordinada a la colectiva— exige crecer para consumir y consumir para crecer.
¿Qué hacer? No es la primera vez que la humanidad se encuentra ante un acabo mundi. Pensemos en las pestes europeas que en algunos lugares mataron a las dos terceras partes de la población; en la disminución en 95% de la población del Caribe al cumplirse cincuenta años de la llegada de Colón; en los pueblos originarios de la Patagonia cazados como animales, hoy extinguidos. Pero esta es la primera vez que la humanidad como tal, ricos y despojados, enfrenta la posibilidad de ser devorada por el monstruo que ella misma creó. Inventó un dragón llamado capitalismo capaz de comerse la cola y todo lo demás.
¿Qué hacer? Pongámonos en el peor de los escenarios: la temperatura media del planeta aumenta sin parar, los témpanos se deshielan, las tierras bajan se anegan, las sequías en algunas zonas se hacen crónicas y, en otras, los ciclones arrasan con pueblos y plantíos; las poblaciones sobrevivientes migran despavoridas, revientan las fronteras y vuelven las guerras. Rota la armonía ecológica, el planeta fracasa por varios factores. ¿Qué podrá pedírsele, en este escenario, a los países, a los políticos o a la ONU? Se los culpará, ¿pero se conseguirá algo? ¿Qué, si ya no podrán hacer nada?
¿Qué hacer? Si, llegado el momento, y puede que este ya lo sea, de que el planeta no tenga futuro, queda una última posibilidad, la radical, no la política, la personal: decidir cómo morir. Es ya ahora que, nuevamente bajo el respecto económico, cabe consumir o compartir: “consumir menos y compartir más”. “No”, dirá uno de los economistas que poco les ha importado, por ejemplo, la suerte del pueblo mapuche. Los mapuche tienen otra cosmovisión, otra manera de concebir la propiedad. Nuestro economista explicará: “No se puede al mismo tiempo consumir y compartir, porque el consumo depende del crecimiento y el crecimiento del consumo”. Él apostará nuevamente por el consumo, alienado por el mito del progreso.
“Consumir menos y compartir más”, no es solución para el problema político global. Es una alternativa ética al nivel de lo personal y de lo interpersonal. Es, podría decirse, una elección por un estilo de vida sobrio y comunitarista. Es, incluso más, una cuestión de creencia. Nadie puede asegurar que el ser humano se realiza verdaderamente cuando solidariza con los demás. Unos lo creen, otros no. No se puede decir, por cierto, que es irracional compartir, pero tampoco puede se puede demostrar, antropológicamente hablando, que compartir sea en última instancia la razón del ser de la humanidad. Pero hay gente que cree que compartir tiene un valor eterno, que se saca el pan de la boca, lo parte y lo comparte. No hablo de imposibles. Esta gente existe, vive con menos y hace feliz a los demás.
Es muy difícil imaginar que esta convicción antropológica pueda constituir un principio de organización macroeconómico. Los sistemas son éticamente inimputables. Pero, además, la versión neoliberal del capitalismo que conocemos es hoy casi imposible de contrarrestar. Si este es el motor del progreso del mundo en que vivimos —no quiero asustar a nadie, pero las cifras están allí—, lo que tenemos delante es una muerte colectiva. Si esta muerte ha de ser también personal, lo único que quedará en pie serán aquellos que creen que compartir es más importante que consumir, y lo practiquen. Insisto: esta es una opción ética que depende de una concepción antropológica del ser humano. En lo inmediato, si los solidarios no salen ganando, es completamente seguro al menos que mejorarán la vida de su prójimo.
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