…Un trabajo artesanal que implica mucha paciencia, atención y compasión; pero, sobre todo, mucha fe.
Hace un par de semanas tuve la gracia de acompañar, por primera vez en mi vida como jesuita, los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola. Mi superior era el director de dicha tanda de ejercitantes y tuvo a bien invitarnos, yo acepté gustoso, pero también con cierto temor y temblor. Sentía gusto porque ser acompañante de Ejercicios me permitiría, indignamente, ser testigo de primera mano de lo que el buen Dios puede hacer con quienes le buscan y se dejan encontrar por Él. No obstante, también sentía miedo porque no quería ser un impedimento y estorbar en el encuentro del “Criador con su criatura y de esta con su Criador y Señor” [EE, 15].
Poco a poco me dejé llevar por la experiencia y, por gracia, decidí fluir con el silencio. Sin descuidar mis clases en línea y mis obligaciones como escolar jesuita, fui percibiendo que la cosa no estaba en mí y no dependía del todo de mí, sino enteramente del Señor Jesús. Comprendí que el acompañante en Ejercicios solo es un testigo fiel, creyente y lleno de esperanza que, en un ejercicio de amor, está dispuesto a contemplar, tocar, palpar y sentir la hermosura de la delicada acción del Señor en la vida de tantas personas que lo buscan “como la cierva sedienta busca corrientes de agua” (Salmo 41).
Caí en la cuenta de la enorme necesidad de escucha que tienen muchas personas, pues me parece que, en un mundo plagado de publicidad de ofertas, de llamativos espectaculares, de vacíos discursos políticos, de noticias catastróficas y de vana palabrería, hay una urgente necesidad de callar, de guardar silencio y disponerse a escuchar verdaderamente al hermano que viene acongojado a abrirnos su corazón. En el transcurso de los días iba entendiendo que, más que una palabra de vida de parte mía, las personas necesitaban a un hermano dispuesto a escucharlas a pie descalzo y con un corazón reverente. Muchas veces, cuando las personas salían de la sala de entrevistas, me quedaba pensando, “¡yo debería, sin más, escuchar de rodillas a toda esta gente!
Creo que el poder escuchar a otra persona es un gran regalo, pero también una grave responsabilidad y, aunque es verdad que no soy más que un novato en estos temas, también es cierto que no se necesita ser muy docto para darse cuenta, a todas luces, de la necesidad de escucha que hay en nuestra Iglesia. Estoy profundamente convencido de que escuchar es un trabajo artesanal que implica mucha paciencia, atención y compasión; pero, sobre todo, mucha fe. Una grande fe para de verdad creer en aquello que Jesús nos dice en el Evangelio: “Mi Padre trabaja siempre, y yo también trabajo” (Jn 5,17). Un trabajo constante y continuo, pequeño e imperceptible que va tejiendo relaciones de comunión y desenredados hilos de confusión. Por medio de la escucha el Espíritu Santo va hilando fino, con sutileza y exactitud, las confundidas hebras de pensamientos, palabras y sentimientos que todos llevamos dentro y que, al poderlos conferir con otro que nos escucha, somos capaces de darnos cuenta y ubicar nuestros hilos para seguir bordando nuestra propia vida al modo del Jesús, pobre y humilde.
La primera preferencia apostólica de la Compañía de Jesús ha sido definida como “mostrar el camino hacia Dios mediante los Ejercicios Espirituales y el discernimiento”. Esta preferencia apostólica nace de haber contemplado en nuestro mundo la latente necesidad de reconciliación y consolación. En este mundo tan amado nuestro es donde deseo ayudar a otros a percibir el aroma de bondad que aún nos perfuma, la suavidad de la ternura que siempre nos abraza y la belleza que día a día se sigue recreando ante nuestros ojos. No siempre está la cosa en hacer mucho o en hablar mucho… muchas veces basta callar, dejar los protagonismos y disponerse a escuchar mucho; y ahí, en esa música callada, percibir la sencilla voz de Cristo que nos susurra al oído: “Mira que yo hago nuevas todas las cosas” (Ap 21,5). MSJ