¡Está bien por hoy!

Aquí dentro, en este terreno de lo íntimo y lo más verdadero que tengo, afloran imborrables huellas de Dios. Muchos días me duermo sonriendo.

Ya va siendo hora de acostarse, al fin he cerrado la puerta de mi habitación, y mientras me desvisto siento como si fuera quitándome los problemas y ajetreos de hoy. Comienzo a bajar la persiana. Es uno de los mejores momentos del día, pues siento como si cerrara el kiosco de mi vida. Es el momento de terminar, se cierra el mostrador hasta mañana. Es como un grito a la ciudad —según lo fuerte que uno baje la persiana—, ¡ya está bien por hoy!

Y al fin a la cama. Llegó el momento de recogimiento por excelencia. Llevo todo el día pendiente de los demás y de lo que hay “ahí fuera”. Tras poner el despertador, momento de amarga lucidez y realismo, me acurruco en mi cama y apago la luz. Ahora lo de “fuera” va perdiendo importancia. Ahí ya no hay nada que me tenga que preocupar —al menos hasta mañana—, y es cuando, poco a poco, mi atención se vuelve hacia lugares normalmente desatendidos.

Puedo afirmar que no son más de cuatro o cinco minutos los que tardaré en dormirme —nunca he podido ser consciente para apagar el cronómetro—, pero quizá sea este tiempo privilegiado el mejor momento para estar realmente atento a lo que pasa por mi vida. De golpe, a oscuras, mientras el corazón y la respiración se acompasan de forma tranquila, comienzan a surgir sentimientos y sensaciones que solo la práctica nos ayuda a ordenar. A veces pienso que hemos perdido la capacidad de escuchar la resonancia de la vida. Por eso me gusta dejar que en el reposo y el silencio surjan por su peso los sentimientos que durante el día han estado soterrados. Afloran sutilmente, hay que saber mirarlos, son como susurros que pasarían fácilmente desapercibidos.

A veces pienso que hemos perdido la capacidad de escuchar la resonancia de la vida.

Es posible que sea el único momento tranquilo del día donde puedo repasar, hacer memoria y sobre todo aprender para lo que vendrá. Es el tiempo lúcido donde se delata y desvela la presencia de Dios en los acontecimientos más cotidianos. Parece que cuanto más solo y sosegado estoy, más fuerte e intensa se hace su presencia, y más claro me resulta descubrir su paso por mi día. Entonces aparecen heridas, decepciones y débiles desilusiones… con la práctica llego a poder seguirles la pista, lo que ayuda si uno se quiere tomar en serio la vida. También aparece la sensación de compañía, agradecimiento, entrega, ilusión y vida a borbotones. No puedo evitar sentir que aquí dentro, en este terreno de lo íntimo y lo más verdadero que tengo, afloran imborrables huellas de Dios. Muchos días me duermo sonriendo.


Fuente: https://pastoralsj.org / Imagen: Pexels.

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