Puede afirmarse sin temores que la vida, en términos absolutos, ha mejorado abrumadoramente en los últimos años, y ello gracias a la globalización. Esto no implica caer en la ideología progresista ni se pretende con ello decir que es posible engendrar el cielo en la Tierra. La globalización no es una realidad sobrenatural, evidentemente.
En tiempos en que las ideas políticas se debaten casi con la misma pasión con que se discutían los temas teológicos en el antiguo imperio bizantino, esgrimir y defender opiniones que van en contra de la tiranía light de lo políticamente correcto implica convertirse en una especie de “hereje secular”. En lo que atañe a la globalización, el pensamiento único obliga a mirar este maravilloso (sí, he escrito “maravilloso”) proceso con el ceño fruncido. El relato dominante consiste en adoptar una posición de sospecha cuando no dé clara oposición al proceso globalizador. Según este paradigma, la globalización habría sido un fracaso estrepitoso: prometió lo que no pudo cumplir. Se suponía que la globalización iba a reducir la pobreza y la desigualdad y, sin embargo, estas variables no han dejado de aumentar durante los últimos lustros. La cantinela no es nueva. Ya en el año 2002, el Nobel de economía Joseph Stiglitz —miembro de gran influencia en la Academia Pontificia de Ciencias Sociales— publicaba una pequeña obra titulada El malestar en la globalización. El principal mensaje de aquel libro señalaba que la globalización en sí no era un problema, aunque el modo en que se estaba gestionando debía reverse completamente. Posteriormente, Stiglitz fue incluso más lejos. En Rewriting the Rules of the American Economy (2015) propuso medidas para mitigar y “sosegar” el proceso globalizador. Quienes osan criticar estas propuestas desalentadoras de la globalización suelen ser etiquetados como “fundamentalistas de mercado”. Por su parte, quienes emiten voces de alarma ante la globalización gozarían de cierta aura de superioridad moral. Al fin y al cabo, parece ser que son ellos a los únicos a los que les preocuparía impulsar una globalización “con rostro más humano”. ¿Quién podría ser tan desalmado para oponerse a algo tan noble?
Por tanto, ante el fenómeno de la globalización, sería obligado adoptar una posición de pretendida mesura. Se juega así con las típicas frases que apelan a una pseudo-virtud del justo medio. No se quiere ser ni un pesimista acérrimo ni un optimista ingenuo. Se dice entonces que la globalización “tiene sus luces y sus sombras”, casi a partes iguales; se dice también que la globalización no es la panacea que vaya a resolver todos los problemas humanos. Por lo tanto, la globalización debe ser regulada y gestionada por la acción gubernamental; y aquí entran las peticiones para dotar de más poderes y prerrogativas a los organismos internacionales (FMI, BM, ONU), cuando no de alentar los pasos hacia una especie de gobierno mundial, único ámbito desde el que se podría esperar cierto control eficaz del proceso globalizador. Todo esto para nuestro bien, obviamente… y el de los más desfavorecidos.
Sin embargo, la realidad es bastante más compleja que lo que los planteos maniqueos y pretendidamente mesurados nos quieren hacer creer. A pesar de todos los desafíos y problemas presentes, lo cierto es que nunca antes en la historia de la humanidad los seres humanos han gozado de los niveles de vida que se viven en la actualidad. Según el informe Poverty and Shared Prosperity 2016, del Banco Mundial, en menos de veinticinco años las cifras globales absolutas de miseria —personas que viven en situación de pobreza extrema con menos de 1,90 dólares diarios— han caído más de la mitad, pasando de 1.850 millones de pobres en el año 1990 a 767 millones en el año 2013. La cifra es incluso más impactante si se tiene en cuenta, además, el exponencial aumento de la población ocurrido en los últimos decenios (se ha casi duplicado en los últimos 30 años). En efecto, mientras que el 35% de la población del planeta vivía bajo niveles de pobreza extrema en el año 1990, este porcentaje representa en el año 2013 el 10,5%. Dicho de manera simple: el planeta pasó de tener 1 de cada 3 habitantes viviendo en la pobreza extrema en el año 1990, a tener 1 de cada 10 en esta dramática situación en 2013. De hecho, la información más reciente del Banco Mundial (2015), ya ubica esta cifra por debajo del 10%. Pero se podría decir que el nivel de ingresos utilizado para determinar estas estadísticas es una variable limitada y de ningún modo la más relevante, ya que dice muy poco respecto de la calidad de vida de los seres humanos. Sin embargo, el análisis más amplio de distintas variables muestra que todas estas apuntan en la misma dirección. El analfabetismo, por ejemplo, ha caído del 40% en los años ‘70 a algo menos del 15% en la actualidad. En la actualidad el 50% de la población adulta mundial tiene un título educativo equivalente a la formación secundaria; en los años ‘70 esa cifra era del 15%. Es decir, en muy poco tiempo se ha más que triplicado el número de personas con estudios. Y no se trata de un simple dato estadístico “frío”, una simple formalidad educativa. Los que se preocupan por “el rostro humano” de la globalización sabrán identificar con facilidad lo que esto representa en término de opciones vitales para el progreso personal, las implicancias de la creación de nuevo capital humano, y el fortalecimiento de las perspectivas vitales a las que abre la educación. Por otra parte, según cifras de la OMS, la esperanza de vida se ha incrementado en torno a los cinco años, en todas las zonas del planeta. Además, en la actualidad, el 96% de los niños superan la edad de los cinco años. En los años ‘70 esta cifra era del 80%. Nuevamente, puede parecer un aumento no muy importante. Pero piénsese en la cantidad de vidas que no se han quebrado ante la aterradora y dolorosa experiencia —tal vez la más trágica— de perder un hijo. Globalización de rostro humano. No me quiero extender en las tremendas mejoras en las condiciones sanitarias y en las estadísticas vinculadas al combate y tratamiento de enfermedades, que van en la misma línea.
A pesar de las apabullantes estadísticas, la globalización, entendida como la extensión a escala planetaria de la libertad social y económica, sigue siendo presentada como una realidad ambivalente. Defender la globalización implica ser etiquetado como una especie de “fundamentalista de mercado” o un desalmado neoliberal. La globalización es casi la nueva bestia negra señalada por el populismo en sus vertientes de derecha o de izquierda que tanto se está extendiendo entre los países desarrollados. El pensamiento único obliga a mirar con sospecha a quienes hacen una defensa encendida de la globalización. No deja de ser sintomático que economistas como el citado Stiglitz —conocido referente intelectual de ideas socialdemócratas o socialistas— termine coincidiendo con el diagnóstico que hacen de la globalización los nuevos populismos de derecha en Europa y los Estados Unidos.
El discurso de izquierda identifica la globalización con un proceso en el que las oligarquías del primer mundo consolidan sus cuotas de riqueza y bienestar al precio de diezmar vastas regiones del globo. Allí estarían ellos, los políticos sensatos, para solucionar el desaguisado, tomarían medidas para controlar los excesos y lograr que “el pueblo” (esa categoría tan políticamente maleable y tan funcional a los intereses de parte) sea el que se beneficie de aquí en adelante. El populismo de derecha teje un discurso similar, aunque señalando otros buenos y otros malos, que serían los extranjeros, que están fuera de la jurisdicción del Estado nación. El extranjero es la figura amenazante que, fruto de la globalización, se presenta como una especie de potencial invasor que pondría en peligro el nivel de vida y el bienestar alcanzado por una comunidad.
Aunque las razones por las que se carga contra la globalización puedan diferir desde ambos extremos del arco ideológico, coinciden en demandar mayor control y aumento de las limitaciones a la libre movilidad de personas, capitales, bienes y servicios. Muchos de los diagnósticos lúgubres sobre la situación actual suelen estar sesgados por esta postura ideológica de fondo. De aquí parte ese deseo, estadísticamente inexacto, de poner prácticamente en pie de igualdad las luces y las sombras de la globalización. De hecho, la relación entre los bienes que supone la globalización y los dramas que quedan por superar, en términos de magnitudes “lumínicas”, bien podría describirse metafóricamente de modo más ajustado como la relación que existe entre la potencia lumínica del sol y la presencia de manchas solares en este. Pero claro, esta imagen no daría muchos bríos retóricos para exigir mayores niveles de restricción a la libertad humana en aras de una nueva expansión del intervencionismo gubernamental.
Puede afirmarse sin temores que la vida, en términos absolutos, ha mejorado abrumadoramente en los últimos años, y ello gracias a la globalización. Esto no implica caer en la ideología progresista ni se pretende con ello decir que es posible engendrar el cielo en la Tierra. La globalización no es una realidad sobrenatural, evidentemente. Sin embargo, tampoco hace falta dirigir una mirada torva para con ello defender la perentoria necesidad de un orden moral que dote de sentido a estas realidades. De hecho, la vida y el bienestar de millones de personas sobre el planeta dependen de que la libertad económica y una genuina globalización sigan consolidándose y avanzando por todos los rincones del planeta.
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Fuente: www.revistacriterio.com.ar