La escritura transita por un territorio, por una espacialidad que no está fijada de antemano, sino que va produciéndose a través de la irrupción de la letra como espacio de decir el mundo.
I.
Habitar la escritura supone el reconocimiento de nuestro lenguaje como instrumento limitado. Al ser limitado se escribe en la perspectiva del palimpsesto, es decir, de entender que las capas de escritura serán continuas, con espacios en blanco, puntos y comas y silencios abiertos.
II.
Habitar la escritura tiene que ver con los libros que hemos leído, con las experiencias-otras que han ido conformando el mapa personal y compartido. El mapa es una ficción. Tiene que ver con los relatos que hemos ido construyendo y contado a lo largo del tiempo. Como bien expresa Pablo Chiuminatto y Valentina Rosales (2019), “los mapas, al igual que los mitos, ofrecen explicaciones y organizan la realidad, y si bien proponen descripciones que tranquilizan —pues proveen caminos que parecen conectar entre sí las rutas del universo—, también estimulan a hacer nuevas preguntas, a ponerlos a prueba, a cuestionar el terreno que representan”. Por ello la habitación de lo escrito trabaja desde las ficciones, desde los relatos y bifurcaciones que el papel propone ante el movimiento del lápiz.
III.
La escritura tiene la incertidumbre como signo. No se escribe en una sola línea como dice la poeta Florencia Smiths (2017). Pretender una uniformidad escritural es pura fantasía. Esa incertidumbre activa, lo que Steiner (2007) llamó la “tristeza del pensamiento”, esa conciencia de que lo ya escrito es provisional, es limitado y que debe estar en constante revisión. Por eso habitar la escritura es también habitar la intemperie. Como escribió Roland Barthes en los Fragmentos de un discurso amoroso (2014): “Soy a la vez demasiado grande y demasiado débil para la escritura; estoy a su vera, porque es siempre concisa, violenta, indiferente al yo infantil que las solicita”.
Habitar la escritura es también habitar la intemperie.
IV.
Habitar la escritura es habitar el cuerpo. El cuerpo es superficie de inscripción de una representación como la denomina David Le Breton (2021). La escritura, con ello, transita por un territorio, por una espacialidad que no está fijada de antemano, sino que va produciéndose a través de la irrupción de la letra como espacio de decir el mundo. El espacio corporal y el espacio de la escritura tienen en común el lugar del intervalo, del hiato, a través del cual se escapa el decir de la escritura. Con ello el habitar la escritura supone considerar cómo ese espacio del habitar está abierto. Me gusta lo que dice Alain Badiou a propósito de la filosofía: “En el vacío abierto por la brecha o el intervalo entre esas dos ficciones [la argumentación y la exposición] la filosofía capta las verdades”. Por ello el mismo Badiou (2013) dice que irrumpe un “vacío activo”.
Con ello la espacialidad habitada de la escritura narra el juego de la imaginación de nuevos territorios. Como lo indica Barthes (2022) la escritura sirve “para contribuir a agrietar el sistema simbólico de nuestra sociedad [y] para producir sentidos nuevos”.
V.
Me gusta la idea del umbral. Mientras escribo este quinto punto suena “Inventemos un país”, de Nano Stern. El umbral es el pórtico, la entrada, el cruce, una diferencia marcada por un tránsito. La escritura que nos permite habitar-nos es un umbral. Creo que somos en el umbral de la escritura, en la diferencia de trazos, en el trayecto del decir, en el pasaje hacia ese país inventado llamado escritura.
Inventar la escritura, inventar el decir, inventar el soplo creativo del lápiz sobre la hoja en blanco, invitar como habitar y habitar como invención. Por ello la escritura es fascinante, como la califica Marguerite Duras (2014), de esa fascinación que es ejercida en nosotros. La fascinación por la otra orilla, por la tierra prometida imaginada en Ur, en nuestro propio y enigmático Ur. Fascinación y deseo como piedras basales de la habitación que llamamos escritura.
Imagen: Pexels.