El descontento que en los últimos meses exhibieron nuestras sociedades es un llamado a la acción. Debe ser capitalizado como una oportunidad para lograr que la historia recurrente de desencantos no se vuelva a repetir.
El descontento que en los últimos meses exhibieron nuestras sociedades debe ser capitalizado para lograr que la historia recurrente de desencantos no se vuelva a repetir en Latinoamérica y el Caribe.
De acuerdo a los datos del Banco Mundial, entre el año 2000 y el 2019, el crecimiento anual de la región de América Latina y el Caribe fue en promedio de un 1.6%. A todas luces, este crecimiento es decepcionante, tanto si lo comparamos con el crecimiento de otras regiones —Asia del Este (4.8%), Europa y Asia Central (1.9%), Medio Oriente (2.9%), Asia del Sur (6.5%), África Sub Sahariana (3.5%)—, como si lo traducimos en términos per cápita donde la tasa sería del 0.56%, lo cual es insuficiente para conseguir una rápida mejora de vida para la población.
No debiera extrañar por ello que la década cerrara con protestas en varios países latinoamericanos, sobre todo si vemos estas protestas como una expresión de descontento por una economía que no crece lo suficiente para satisfacer las demandas y expectativas de las sociedades y por una brecha de desigualdad que si bien se ha venido cerrando en la última década todavía es excesivamente alta (NB América Latina y el Caribe tiene la tasa de desigualdad regional más alta).
Por ello, se puede concluir que las razones detrás de los estallidos siguen en buena medida presentes, y si no se toma nota de esta situación el riesgo es que nada cambie en la región y que la próxima década sea igualmente desafiante. Recorremos ya el primer año de ese futuro y parece necesario que los gobiernos de la región comiencen a trabajar en serio y cuanto antes en una agenda de crecimiento inclusivo. Es hora de dejar atrás el ciclo de desencantos, de construir sobre las muchas conquistas obtenidas en el pasado y de dar respuestas a las demandas de nuestras sociedades, que están elevando la vara de sus demandas. Reconocer esto como una prioridad es el primer paso para transformar lo que hoy parece un reto en una oportunidad de progreso.
El escaso crecimiento en América Latina obedece a distintas causas, tanto internas como externas. Analizarlas es fundamental. El Banco Mundial acaba de presentar su informe sobre las Perspectivas Económicas Mundiales (GEP, por sus siglas en inglés), una publicación semestral en que la institución divulga su análisis de la coyuntura macroeconómica internacional, incluidas las estimaciones de crecimiento económico para 2019 y las previsiones para 2020. El GEP se puede tomar como un termómetro que mide la salud de la economía a nivel local, regional y global. Repasar las tendencias mundiales puede servir para poner la situación económica de América Latina en contexto. Y hoy ese contexto nos está diciendo que, por ahora, la temperatura seguirá fría.
De acuerdo con el GEP, la situación global sigue siendo frágil. De hecho, el crecimiento anual global de 2019 (2.4%) ha sido el más bajo desde la crisis del 2008-09. Y si bien es cierto que en el 2020 se espera un crecimiento mayor (2.5%), la mejoría será muy modesta. Esta fragilidad se debe entre otras razones a la debilidad del comercio internacional y la inversión, y a una desaceleración de la productividad.
INVIERNO LATINOAMERICANO
¿Cómo se traduce este panorama global en la región de América Latina y el Caribe? En el contexto latinoamericano también se ha enfriado el crecimiento económico en 2019. Excluyendo a Venezuela —donde se estima que la economía se puede haber contraído un 35%— la región creció el año pasado apenas un 0.8% debido a la debilidad de la inversión y del consumo privado.
Es más, la desaceleración ha sido bastante homogénea tanto porque ha afectado a la mayor parte de los países latinoamericanos como porque ha tenido lugar en casi todos los sectores de la economía. Para este año esperamos una recuperación que de momento se proyecta en 1.8%. Pero claramente esta tasa de crecimiento no va a lograr que la brecha de renta per cápita entre los países de Latinoamérica y la de los países avanzados se empiece a cerrar. Otra vez, la preocupación es que, si no se la reescribe, esta historia se repita calcada dentro de una década.
MÁS ALLÁ DEL CRECIMIENTO
Es bien sabido que el crecimiento económico moderado limita las oportunidades económicas que se pueden generar para la población, y si esto ocurre, a lomos de lo observado en el 2019 cuando varios países experimentaron tensiones sociales, hay que tener presente los riesgos de la situación.
Pero también sabemos que los asuntos pendientes de América Latina van mucho más allá del crecimiento económico y tienen que ver con problemas estructurales que se deben resolver, como una desigualdad persistente o la necesidad de forjar los consensos necesarios para apoyar el crecimiento y la inclusión social en políticas de Estado inspiradas en una visión de largo plazo.
Estamos hablando de reformas que contribuyan a mejorar el clima de negocios y de esta manera atraer inversión privada que en Latinoamérica es marcadamente baja.
Estamos hablando de mejoras en educación, visto que más de la mitad de los chicos en cuarto curso no son capaces de entender un párrafo.
Y estamos hablando de mejoras en la gobernabilidad que ayuden a mejorar la seguridad jurídica.
Estas reformas no son fáciles por muchos motivos. El clima de negocios, en muchos casos, se ve afectado porque muchas compañías establecidas no ven el lado positivo de hacer reformas que faciliten la entrada en el mercado de nuevas empresas que puedan poner en riesgo su posición dominante. En el terreno educativo, además de la necesidad de perseverar durante muchos años para tener un impacto positivo, es bien sabido que la economía política de las reformas tendientes a mejorar la calidad del magisterio es complicada. Y no podemos ignorar las dificultades que incluso el gobierno más reformista encuentra para atacar los problemas de una gobernabilidad deficiente.
Ahora bien, podemos observar todos estos déficits, que son un denominador común de nuestros países, como elementos de una realidad inalterable y la semilla de futuras decepciones, o podemos verlos como el punto de partida de una discusión profunda para alcanzar acuerdos que son imperiosos.
Yo elijo esta última opción. Creo que el reto de lograr consensos amplios en políticas de estado, con la participación de todos los sectores de nuestras sociedades, en un diálogo abierto y participativo en el que todas las voces sean escuchadas, nos ofrece hoy la oportunidad de llegar a pactos sociales que sean la base para un crecimiento más vigoroso e inclusivo en nuestra región.
No es una tarea fácil, es cierto. En ese diálogo deben involucrarse la política, el empresariado, los trabajadores, las organizaciones de la sociedad civil y los muchos sectores que componen nuestras sociedades. Pero no hay otro camino posible si queremos evitar mirar hacia atrás dentro de diez años y ver con espanto que hemos dilapidado nuestros esfuerzos. El descontento que en los últimos meses exhibieron nuestras sociedades es un llamado a la acción. Debe ser capitalizado como una oportunidad para lograr que la historia recurrente de desencantos no se vuelva a repetir en Latinoamérica y el Caribe.
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Fuente: https://revistasic.gumilla.org