La autora de ‘El infinito en un junco’ señala que “todo lo que hemos sido y lo que hemos sentido se esfumaría para las generaciones posteriores si no tuviéramos ese testigo mudo, pequeño y menudo, pero extraordinariamente eficaz, que es el libro”.
La escritora Irene Vallejo estudió filología clásica en la Universidad de Zaragoza y en la Universidad de Florencia. Ha sido una divulgadora del mundo clásico, una gran estudiosa que ha publicado varias obras, novelas y también relatos para niños. Su último libro, El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo, un ensayo de más de cuatrocientas páginas, ha sido un fenómeno de ventas, de traducciones y de premios.
La entrevistamos desde Chile una mañana invernal, mientras una oleada de calor recorría su tierra. Muy en el tono de los tiempos que corren, fue una conversación transoceánica “para intercambiar sensaciones y complicidades lectoras”, como ella misma definiría.
—El Infinito en un junco es un viaje a la alegría de leer. Has conquistado muchos lectores a través de un decir nuevo. Te has atrevido a unir historias, a mezclar lo culto con lo popular y le has dado cabida también a la oralidad. ¿Cómo lo has logrado?
He intentado reproducir las circunstancias, las atmósferas en las que yo me prendé de la literatura cuando era una niña y convivían para mí los tebeos, los comics, los cuentos que me contaban mis padres antes de dormir, mis primeras aproximaciones a los libros que yo, por aquel entonces, no era capaz de descifrar todavía, pero ya me fascinaban. Y, cuando abría sus páginas, no sabía explicarme ese extraño prodigio de que aquellas hileras como de insectos, de hormigas que atravesaban las páginas con sus curiosas formas alineadas pudieran contener los relatos maravillosos que luego los adultos eran capaces de extraer de allí. He intentado en El infinito en un junco mantener esa mirada infantil asombrada ante algo que hoy en día consideramos habitual, corriente, cotidiano, como es vivir rodeados de libros, pero que tiene una larga historia detrás. Y en el fondo es la culminación de un largo viaje, de una aventura milenaria y de un logro colectivo.
—¿Con qué claves de tu biografía te quedaste para hacer este libro?
Hay muchas claves importantes de mi propia biografía, que voy haciendo aparecer y desaparecer en El infinito en un junco. No me considero en absoluto la protagonista, sino solo una más de esa familia de enamorados de los libros que a lo largo de los siglos han buscado protección en ellos y, después, los han protegido por gratitud. Y he ido evocando la historia de la oralidad en mi vida, cuando mi madre contaba aquellos relatos antes de dormir, lo que significó en mi infancia el contacto con la fantasía y, sobre todo, con los mitos y las leyendas de la antigüedad greco-latina. Otra clave es el episodio de acoso escolar en mi infancia, cuando sufrí hostilidad y ataques por, entre otras cosas, la pasión sincera que yo sentía por el aprendizaje y por el saber, que a mis compañeros les parecía una forma de adular a los profesores. Y he recorrido también las ciudades, Florencia y Oxford, donde yo pude aproximarme por primera vez a los manuscritos de pergamino y los pude tocar, sentir, escuchar, gozar, porque esa sería la palabra. Y bueno, momentos, recuerdos familiares, instantes en relación también con mi hijo pequeño: toda una vida pautada por los libros, por la lectura, por todas esas voces que me han acompañado y que yo creo que también me han modelado. Porque cada libro es una capa, un barniz, una forma de mirar, una lente que se añade y que ya nunca te vuelve a abandonar una vez que has mirado el mundo a través de él.
UN TESTIGO MUDO Y EFICAZ
—La memoria es relevante y los libros tutelan el pensamiento y, de alguna manera, también influencian y tensionan un poco a la sociedad. ¿Cómo lograste plasmar esta relación de la memoria con el libro?
Al estudiar la oralidad, descubrí cómo la memoria es frágil, porque en el fondo puede contener solo un limitado número de relatos, de conocimientos, de experiencias. Y aunque nuestros antepasados previos a la escritura podían memorizar textos, poemas completos que hoy casi nadie entre nosotros sería capaz de repetir, estaban siempre asediados por las asechanzas del olvido. Cuántas buenas ideas, cuántos momentos, cuántos versos, cuántos cantos se habrán perdido cuando ha muerto la última persona que los recordaba o que era capaz de interpretarlos y de evocarlos. Entonces, realmente la creación, la ciencia son importantes, pero no podrían existir, no tendrían sentido, si no fuéramos capaces de perpetuar sus hallazgos. Y ahí es donde interviene el libro, que se convierte en nuestro mayor triunfo en la lucha contra el olvido y contra la destrucción, porque todo lo que hemos sido y lo que hemos sentido se esfumaría para las generaciones posteriores si no tuviéramos ese testigo mudo, pequeño y menudo, pero extraordinariamente eficaz, que es el libro. La memoria se nutre de la palabra escrita y lo hace antes de la invención de los libros, pues, como dice el refrán, “las palabras se las llevaba el viento”.
—En tu libro, señalas que en los versos homéricos no habla un individuo rebelde y bohemio que expresa su originalidad, sino una voz colectiva de la tribu. ¿Existe esa voz hoy?
Bueno, claro. Ahora, con los libros y con la escritura, la voz de la tradición coexiste con una polifonía de voces singulares e individualizadas, lo cual tiene sus ventajas y sus desventajas. En el tiempo de la oralidad, en el tiempo de Homero, un mensaje contracorriente, un mensaje rebelde, innovador, transformador, tenía muy pocas posibilidades de sobrevivir. Porque el esfuerzo de la memoria se condensaba en aquello que expresaba el sentir generalizado. Los poemas homéricos son, en realidad, enciclopedias de la antigüedad, nos explican cómo pensaban aquellos griegos: cómo se debía luchar, cómo debían relacionarse con los superiores, con los inferiores, cómo se realizaba un sacrificio, cuál era la relación con los dioses, entre muchas otras cosas. Ahora no tenemos, creo yo, alguien que sea capaz de condensar, de esa misma manera nítida, cuál es un sentir general, un sentir colectivo, y tenemos muchas voces que intentan atraer la atención. Y a veces la polifonía puede volverse guirigay, alboroto, y tenemos la sensación de un ruido excesivo en internet, en las redes, y que nos faltan los discursos sólidos. La libertad y la posibilidad de intervenir en la conversación pública es fabulosa, es fascinante. Ha permitido que revoluciones que en su momento fracasaron tengan otras oportunidades en la historia, gracias a los libros. Y eso lo hemos vivido desde los filósofos como Sócrates, que fue condenado y ejecutado, pero después sus palabras le sobrevivieron. Y, por supuesto, están Jesús y muchos otros que en su momento sufrieron represalias, pero sus palabras, sus discursos, gracias a los libros, han sobrevivido y han seguido nutriendo a la humanidad. Ahora, un discurso compite con muchos otros discursos y a veces parece que hemos perdido la brújula. Por eso creo que es importante mantenernos en contacto con siglos de sabiduría: sin idealizarla, sin pensar que es perfecta ni que presenta un ideal incuestionable de vida. Pero sí es cierto que, para mí, los clásicos son esos libros que han pasado de generación en generación, y que han sido imprescindibles para muchas personas a lo largo del tiempo. Y eso les confiere una solidez, una raigambre que no tienen los discursos muchas veces improvisados, o precipitados que abundan en este tiempo.
LAS HUMANIDADES
—¿Hay algún escritor o alguna persona, un humanista, alguien hoy a quien tú consideres que es una persona que está aportando a la humanidad?
Serían muchos, pero me viene ahora a la mente Nuccio Ordine, que es un pensador italiano que ha defendido y abandera la causa de las humanidades. Y creo que es muy importante. Él es una persona que ha tenido un gran influjo, porque realmente están muy desprestigiadas, orilladas y cuestionadas las antiguas humanidades que tanto bien nos han traído, y que tan necesarias son en un momento como este en el que hemos recordado que, al final, en las situaciones realmente graves y duras, lo realmente esencial son los cuidados. También, el ser capaz de reaccionar con humanidad, cuando se produce una gran crisis como la que nos ha sobrevenido. Entonces, creo que más que nunca ahora nos hacen falta las humanidades, la filosofía, el pensamiento, la espiritualidad, el saber histórico, porque también nos alertan de los errores que hemos cometido y nos ayudan a no incurrir nuevamente en ellos. Y todo ese saber, que hoy puede parecer antiguo pero que todavía despierta en nosotros ecos muy profundos, nos puede ayudar a contrarrestar las tendencias más deshumanizadoras que hay en el mundo contemporáneo.
—Fuiste una gran apasionada en tu labor de profesora, de docente. ¿Cómo transformar la lectura en una pasión?
Yo creo que las pasiones no pueden ser obligatorias, no pueden ser impuestas. Y también es relevante asumir que no todo el mundo va a disfrutar de la lectura, que esa actividad necesita de ciertas cualidades y propensiones, o rasgos de carácter que no tiene toda la gente. Me parece que es fantástico que los libros estén disponibles para todo aquel que los busque, pero no deberían convertirse nunca en una imposición. Creo muy importante respetar la libertad de los lectores. Y cuando leo cuentos a mi hijo, le dejo que él elija qué leemos, y respeto sus deseos, aunque me gustaría compartir la mitología griega que a mí me apasiona. Creo que la lectura es muy beneficiosa, pero siempre y cuando la practiquemos desde el placer.
LAS MUJERES Y LA ACADEMIA
—Al recordar esos momentos placenteros de los que tú hablas, te quiero llevar a cuando te refieres a tus abuelas Pilar y Rosa en ese muy emocionante homenaje que te hizo la Universidad de Zaragoza. En el fondo, pienso que seguramente tú las citaste, porque ha costado mucho incorporar la sabiduría de la mujer en el universo de la palabra. ¿Te parece que se ha avanzado en este tema?
Creo que sí, que se ha avanzado muchísimo. De hecho, en las universidades las carreras literarias y las humanísticas —al menos en España— tienen una mayoría de profesoras e investigadoras mujeres, lo cual ya se traslada al canon literario. Hay una constante reconfiguración del canon para dar cabida a esas voces que habían sido ignoradas u olvidadas, o constantemente menospreciadas. Ha sido muy significativa esa incorporación de las mujeres a la docencia universitaria. Por eso precisamente evocaba yo a mis dos abuelas, que quisieron estudiar en la universidad y no pudieron: en parte, porque para las mujeres siempre fue más difícil; en parte, porque nuestra guerra civil se lo impidió y destrozó muchos trayectos vitales. Pero es muy importante que se reconozca la dimensión intelectual de las mujeres. La dimensión poética sí estaba más presente como creadoras, pero falta reconocerlas como educadoras, como intelectuales, como filósofas, como pensadoras, como pedagogas. Este es quizás el último territorio por conquistar. Por eso, en El infinito en un junco he dado tanta importancia a la investigación sobre las mujeres que dejaron su influjo en el mundo antiguo. Aspasia fue considerada por el propio Sócrates su maestra de oratoria y de elocuencia. O mujeres fascinantes como Hipatia, que fue una científica y maestra que murió precisamente por haberse dedicado a la enseñanza y por despertar muchas suspicacias, por la influencia pública que ejercía. Y Enheduanna, que fue la autora del primer texto con nombre propio de la historia. Entonces esas mujeres que han permanecido tan eclipsadas es importante incorporarlas, para que sepamos que esa tradición siempre existió. Por mucho que, una y otra vez, las mujeres hayan tenido la impresión de volver a empezar de nuevo, en realidad esa imagen era un espejismo porque habían perdido el contacto con las pioneras, con las predecesoras. Y eso es lo que desearía que no se volviera a perder de nuevo.
—El aporte crítico afecta a un espacio político. ¿Crees que en tu obra escrita has sembrado una inquietud hacia lo político?
Evidentemente, sí, porque tengo la concepción clásica ateniense de la política: la política es la polis, la comunidad, el conjunto de las personas que entretejemos la vida cotidiana. Y creo que a través de los libros y de las colaboraciones de prensa existe realmente una posibilidad de transformar o de reorientar el discurso público y llevarlo hacia temas que suelen estar olvidados o que gozan de menos reputación, pero en realidad son muy importantes para tanta gente. Y, precisamente cuando escribo artículos, siempre intento encontrar ese tipo de asuntos, esas cuestiones que políticamente o colectivamente me parecen muy significativas y que quizás no se les están dando el énfasis necesario. Porque muchas veces en el discurso público nos enzarzamos en cuestiones secundarias y estamos olvidando las más relevantes. Por ejemplo, el discurso del homenaje al hospital infantil de Zaragoza, donde cuidaron a mi hijo cuando era un niño, sí me parece un acto de implicación en la comunidad y de demostración de gratitud por algo maravilloso que creo que hemos construido, un lugar donde todos pueden ser atendidos, cuidados y sanados, no importa quiénes sean ni de dónde vengan ni cuál sea su origen. Y por eso para mí es muy importante señalar esas cosas y marcar, como se lee en El infinito en un junco, que hemos concebido crear una historia, una épica del conocimiento, que empezó perteneciendo a unos pocos privilegiados, aristócratas, escribas, y hoy estamos avanzando a pasos agigantados a garantizar la educación, las bibliotecas, a acercarnos al momento en el que en verdad sea accesible a quien sienta curiosidad y deseos de cultivarse. Y eso me parece tan importante que no deberíamos olvidarlo y no tendríamos que dejar de trabajar, para ampliarlo y hacer cada vez más real esa utopía. MSJ
_________________________
Irene Vallejo Moreu es filóloga y escritora española. Entre otros premios, ha recibido el Premio Nacional de Ensayo 2020 por su libro El infinito en un junco.