Jesús marcó una nueva relación del hombre con la divinidad, abrió la senda de una nueva religión.
Jesús marcó una nueva relación del hombre con la divinidad, abrió la senda de una nueva religión. Él hizo el primer signo del Reino que venía a anunciar, no en un lugar sagrado ni en un acto de culto u oración, sino en una fiesta de bodas (Jn 2) y en contra de lo que ciertos moralistas hoy podrían haberle aconsejado: por indicación de su madre, transformó el agua en vino y no al revés, haciendo que la fiesta humana continuara alegre y muy feliz. Poco después, rompiendo las convenciones de la época, junto a un pozo conversó con una mujer samaritana. Sus discípulos, que habían ido de compras, al regresar se extrañaron viéndolo hablar con esa mujer (Cf. Juan 4, 27). Pero lo más aleccionador para nosotros es que ella no solo era mujer y samaritana, sino que había tenido cinco maridos. Sin embargo, a esa mujer de tan dudosa reputación fue a la primera persona a la que el Señor le reveló que él era el mesías esperado y, rompiendo lo que un judío piadoso de entonces podía pensar, le anunció que llegaría un tiempo en que se adoraría al Padre en espíritu y en verdad… no necesariamente en un templo o en la montaña santa de Jerusalén (Jn 4, 23), porque el templo definitivo sería el corazón del hombre liberado por el Espíritu de Dios.
En estas palabras hay un punto de inflexión en la historia de la religiosidad humana. El hombre rodeado de misterio desde sus inicios buscó alivio a su debilidad en las divinidades, creó lugares sagrados y fabricó ídolos que le permitían tener a los dioses a su disposición. La religión de Israel, el pueblo descendiente de Abraham, marcó otro rumbo a esa búsqueda. Creyó en un único Dios, infinitamente superior, creador del universo, que vino a su encuentro y llamó al patriarca por su nombre, le dio una vocación y le hizo una promesa aliándose con su descendencia.
Posteriormente, ese Dios vino a liberar a ese pueblo de la esclavitud y le dictó un decálogo, una ley para el camino de la vida. Ese Dios era inasible y no se podía representar. Desgraciadamente, Israel sucumbió a la tentación humana: quiso asegurar y controlar la presencia divina, edificó un templo en su honor, generando un espacio sagrado e impenetrable a donde solo los sacerdotes podían entrar. El propio Hijo de Dios jamás pudo acceder al Sancta Sanctorum. La ley se convirtió en norma estrecha y fuente de servidumbre. El Dios liberador quedó prisionero.
Jesús enfrentó esa realidad, quiso que nosotros fuésemos el templo vivo de Dios. Por eso se convirtió en amenaza para los sacerdotes que lo acusaron y condenaron por querer destruir el templo. Es significativo que los evangelios digan que, al morir Jesús, se rasgó el velo del templo que ocultaba al Señor (Mt 27, 51; Mc 15, 38). En ese signo se rechaza una religión que separa a los hombres, que genera espacios sagrados y profanos. Para Jesús, todos somos hijos de Dios; las cosas son buenas y un reflejo del Creador, si se miran con ojos limpios y se usan bien. Es en el corazón del hombre donde se genera el mal. La Iglesia en su historia muchas veces sucumbió a la misma tentación de Israel… encerró a Dios en espacios sagrados, el sacerdocio se convirtió en poder, los ritos y la ley llegaron a enrejar al Hombre y al Dios liberador. El ser humano para vivir necesita normas, lugares de oración y signos, pero ellos pueden perder el sentido de encuentro liberador. El Concilio nos invita a entender la teología del templo enseñada por Jesús para una honda conversión de la Iglesia. MSJ