La unificación alemana terminó con la división europea provocada por Hitler y Stalin, con consecuencias que hoy se observan en los valores y el sistema de partidos.
Nunca antes una conferencia de prensa había tenido consecuencias políticas tan importantes como la realizada al final de la tarde del 9 de noviembre de 1989 en Berlín oriental, cuando un funcionario de la oficina de prensa del Gobierno de la República Democrática Alemana (RDA), Günter Schabowski —sin estar debidamente informado de los pormenores de la decisión previamente acordada por el Comité Central del Partido Comunista—, anunció la eliminación de la exigencia del pasaporte y de la visa para los ciudadanos de ese país que quisieran visitar la República Federal de Alemania (RFA)(1). Enseguida, fue sorprendido por dos preguntas inesperadas. La primera, del italiano Riccardo Ehrman: desde cuándo regiría la nueva disposición; la respuesta fue que era “de efecto inmediato”. Como aludió a la RFA, el periodista alemán occidental Peter Brinkmann, del diario Bild, consultó si también incluía a Berlín Occidental, separada por un muro desde 1961 y con un estatus internacional especial, con soldados de la Unión Soviética en los pasos fronterizos. La respuesta fue “sí”.
Su difusión por las agencias internacionales y por los medios de comunicación alemanes en los noticiarios de esa noche llevó a miles de alemanes orientales a cruzar en las horas siguientes a Berlín Occidental, produciendo de hecho la destrucción política del Muro, seguida después por su destrucción física. Este había significado no solo la división de Alemania, sino también la de Europa, separando los países comunistas y las democracias por una “cortina de hierro”, como dijo Winston Churchill.
La caída del Muro estremeció al régimen comunista de la RDA y provocó una explosión de demandas de democratización, así como la emigración masiva a la RFA de alemanes orientales, especialmente jóvenes. De las exigencias iniciales de participación política (“wir sind das Volk”, “somos el pueblo”), pronto avanzaron a las de unidad nacional (“wir sind ein Volk”, “somos un pueblo”). En ese clima, las autoridades no midieron la fuerza de la movilización generalizada que se produjo y creyeron que podrían mantener el control del país con los mecanismos tradicionales de coerción, mediante las fuerzas de seguridad y los militares. Tampoco observaron los profundos cambios producidos en Polonia y Hungría —que habían avanzado decididamente hacia una democracia parlamentaria— ni las transformaciones registradas desde 1985 en la Unión Soviética bajo la presidencia de Mijail Gorbachov, el secretario general de Partido Comunista que impulsó una política de liberalización, la perestroika, con relaciones más estrechas con Europa occidental y Estados Unidos, y con el reconocimiento de la autonomía de los países de Europa del Este. Esa falta de análisis explica su pasividad ante los cambios europeos de la segunda mitad de los años ’80, en una actitud muy diferente a la que tuvieron frente a las expresiones ciudadanas en Hungría en 1956 y en Checoslovaquia en 1968, que fueron violentamente detenidas por una intervención militar soviética.
Antes del primer aniversario de la caída del Muro, Alemania celebraba la unificación el 3 de octubre de 1990, en un acto frente al Reichstag, en Berlín, con presencia de las principales personalidades de los partidos, ninguna de las cuales jamás había imaginado ver ese acontecimiento político.
UNA CAÍDA IMPREVISTA
La caída del Muro sorprendió a analistas y a políticos alemanes(2), convencidos de las fortalezas políticas y económicas de la RDA. Exactamente un mes antes, el 9 de octubre, bajo la presidencia de Erich Honecker, el partido único, SED, había conmemorado sus cuarenta años de vida y sus altos dirigentes se vanagloriaban de haber alcanzado el socialismo y el desarrollo. Hubo actos de masas para celebrar este hecho, destinados a mostrar que el régimen tenía un amplio apoyo popular y a restar importancia a las manifestaciones de protesta realizadas el mes anterior en la ciudad de Leipzig, cuando miles de personas exigieron derechos políticos, convocadas por pastores de la iglesia evangélica y algunos intelectuales. En los actos oficiales participó Gorbachov, quien, viendo el contraste entre las expectativas de los alemanes orientales y la indiferencia de los dirigentes, afirmó que “quien llega muy tarde, es castigado por la vida”. Pero fueron palabras ignoradas por Honecker(3).
Después del 9 de octubre, las expresiones públicas a favor de la libertad se expandieron a otras ciudades —en Leipzig se realizaban cada lunes—, creciendo en todo el país una protesta civil, como una ola difícil de contener pacíficamente(4).
Las autoridades de la RFA no previeron la caída del Muro. El canciller federal Helmut Kohl (Unión Demócrata Cristiana, CDU, 1982-1998) recibió la noticia en Polonia, durante una cena que le daba el Primer Ministro de ese país. Suspendió su visita oficial y regresó de inmediato a Alemania. Su Gobierno miró con cautela el desarrollo de los hechos, sin todavía plantearse la unificación porque ello requería superar difíciles condiciones internacionales, comenzando con lograr el acuerdo de la Unión Soviética. Había una gran desconfianza en los gobernantes de Europa Occidental —con la excepción de España— acerca de una Alemania unida, temiéndose el resurgimiento del nacionalismo y de las tendencias expansionistas que condujeron a las dos guerras mundiales del siglo XX. Kohl recordaba que los primeros llamados telefónicos de felicitación que recibió por la caída del Muro no fueron de los democratacristianos de Italia, Bélgica y Holanda, ni tampoco del Presidente o Primer Ministro de Francia, sino del jefe del Gobierno de España, Felipe González (Partido Socialista Obrero Español, PSOE), quien le manifestó pleno apoyo a la unificación(5). El mandatario de Francia, Francois Mitterrand, socialista, había expresado que quería tanto a los alemanes que prefería que hubiera dos Estados; por eso visitó la RDA en noviembre de ese año, convencido de que su Gobierno comunista daría estabilidad al país con reformas políticas. La primera ministra conservadora de Gran Bretaña, Margaret Thatcher, no escondía su desconfianza hacia los alemanes y su escasa simpatía hacia Kohl, la que era correspondida por este.
El Canciller alemán improvisó una respuesta política a esta nueva situación ante el Bundestag el 28 de noviembre —un plan de doce puntos—, sin plantear la unificación, sino un Estado confederado. Su asesor internacional, Horst Teltschik, cuenta que en esos días Kohl veía que la unidad se alcanzaría en un plazo de entre cinco y diez años(6). Incluso en mayo de 1990, cuando el presidente estadounidense George Bush visitó Alemania, las autoridades germanas no veían cercana esa posibilidad, siendo alentados por los norteamericanos a buscarla de manera decidida(7). Solo cuando Kohl visitó Moscú en julio de 1990, sosteniendo intensas conversaciones con Gorbachov en su casa de veraneo en el Cáucaso —continuadas luego en la visita de este a Bonn algunas semanas después—, vio que la unidad era posible porque la Unión Soviética estaba de acuerdo.
El Canciller observó entonces espacio para actuar y lo aprovechó en forma brillante. Interpretó la aspiración de la población de la RDA y logró el apoyo de los Gobiernos estadounidense y europeos, asegurando desde un principio que la unidad de Alemania implicaba superar la división de Europa y que su país profundizaría su integración a esta, incluyendo la pertenencia a la alianza atlántica.
OSTPOLITIK, VISIÓN ESTRATÉGICA DE WILLY BRANDT
La caída del Muro de Berlín no fue un desenlace fortuito ni un accidente en el desarrollo de las relaciones entre la RDA y la RFA. Se explica en buena medida en la continuidad de la política exterior de este último país, conocida como Ostpolitik, iniciada por el canciller federal Willy Brandt (Partido Socialdemócrata, SPD, 1969-1974) y continuada por sus sucesores, Helmut Schmidt (SPD, 1974 1982) y Helmut Kohl. Buscaba establecer nuevas relaciones con la Unión Soviética, la RDA y Polonia, más allá de las diferencias ideológicas y la responsabilidad de la Unión Soviética en la división de Alemania.
Brandt estaba convencido de que la unidad se alcanzaría con el esfuerzo de los alemanes y con el acuerdo con la Unión Soviética y no de la mano de los Estados Unidos. Llegó a este convencimiento debido a la pasividad mostrada por el Gobierno de John F. Kennedy al levantarse el Muro, en agosto de 1961, cuando él era el alcalde de Berlín. Esta política fue resumida en pocas palabras por Egon Bahr, su principal asesor en política exterior: Wandel durch Annährung (“Cambio a través del acercamiento”), que significaba crear relaciones de interdependencia que, al final, permitieron que la Unión Soviética cediera a la demanda alemana.
Respecto de la RDA, la Ostpolitik implicó, entre otras cosas, atender al drama humano constituido por la separación forzosa de miles de familias, haciendo posible que se pudieran visitar al menos por unas horas. También abarcó acuerdos culturales y económicos, con el otorgamiento de enormes créditos para apoyar el desarrollo de su economía. Ello tuvo costos políticos para el Partido Socialdemócrata porque no se tocó el problema de las violaciones a los derechos humanos cometidas por la RDA, que los democratacristianos le enrostraron en los años ’70 cuando estaba en la oposición, acusando a sus dirigentes de tener doble estándar al condenar las dictaduras de derecha, como la de Augusto Pinochet en Chile, y guardar silencio hacia las de izquierda, como las de la RDA y la Unión Soviética.
La Ostpolitk también implicó el desarrollo de relaciones políticas y económicas con Polonia para superar las profundas heridas provocadas por la sangrienta ocupación de las tropas alemanas en la II Guerra Mundial, especialmente por su acción contra la población judía. La voluntad de reconciliación fue expresada de manera impresionante por Brandt al arrodillarse en su visita de 1970 ante el monumento que recordaba a los miles de judíos asesinados por las tropas alemanas en el gueto de Varsovia. Fue una decisión audaz, no preparada por ese Canciller, según él cuenta en sus memorias, y se trató de un gesto controvertido en la RFA pues una minoría de 41% estuvo de acuerdo y un 48% lo consideró exagerado(8).
LA DEMOCRATIZACIÓN EN POLONIA Y HUNGRÍA
La unificación alemana se explica no solo por factores internos de la RDA y la Ostpolitik, sino también por los profundos cambios políticos producidos en los países comunistas, principalmente en Polonia y Hungría. Los trabajadores polacos habían demostrado fuerza y autonomía en los años ’70, culminando con las huelgas en los astilleros del Báltico en agosto de 1980, organizadas por el movimiento sindical autónomo Solidaridad, cuya acción obligó al Gobierno a acoger sus reivindicaciones económicas y de libertad sindical. Durante largos dieciséis meses, Polonia vivió una situación revolucionaria que debilitó severamente al Partido Comunista. A fines de 1981, bajo la fuerte presión de la Unión Soviética, el Gobierno polaco decidió destruir a Solidaridad, imponiendo el estado de guerra. Pero no pudo evitar que la mayoría de la población siguiera en la oposición y exigiera, de manera implícita y silenciosa, avanzar a la democracia. El Gobierno del general Wojciech Jaruzelski, aunque encarceló a miles de dirigentes, sindicalistas e integrantes de las organizaciones de oposición, debió resignarse a negociar una solución política y esta condujo, en junio de 1989, a las primeras elecciones competitivas. En ellas los comunistas sufrieron una severa derrota, siendo nombrado Primer Ministro uno de los principales asesores de Solidaridad, Tadeusz Mazowiecki.
También hubo importantes cambios en Hungría. Allí, el Partido Comunista había mantenido una considerable autonomía de la Unión Soviética y una cercana relación con sus colectividades homólogas de Europa occidental, especialmente con el Partido Comunista Italiano, bajo el liderazgo de Enrico Berlinger. En mayo de 1988, esa colectividad húngara se había renovado profundamente, destituyendo a los dirigentes históricos. Asumió la dirección de ella y del Gobierno una nueva generación de políticos decididos a avanzar hacia una democracia parlamentaria. Este grupo dio un paso fundamental en esta dirección un año más tarde, cuando el Gobierno rehabilitó a Imre Nagy(9). Ya en junio de 1988, se avanzó hacia la democratización húngara cuando se acordó con Austria derribar la frontera entre los dos países, una significativa parte la “cortina de hierro”, representando con ello la voluntad de terminar con la división de Europa.
Hungría dio un importantísimo respaldo a las demandas de libertad de los alemanes orientales en el verano de 1989 al negarse a cumplir un tratado bilateral que exigía la expulsión a la RDA de aquellos ciudadanos que se negaban a abandonar el país. En ese entonces, miles permanecían en territorio húngaro, tras regresar de sus vacaciones en el Mar Negro, porque querían emigrar a la RFA. Varios centenares se refugiaron en la embajada alemana occidental en Budapest. La mencionada frontera se abrió el 11 de septiembre de 1989 para permitir que viajaran en trenes especiales enviados por el Gobierno federal(10).
LAS DIFICULTADES DE LA UNIDAD ECONÓMICA
La unificación no requirió solo un extraordinario esfuerzo diplomático del canciller Kohl y su ministro de Relaciones Exteriores, Hans-Dieter-Genscher (Partido Democrático Libre, FDP), sino también planteó enormes esfuerzos de política interna porque implicaba hacer posible la unidad en lo económico y en lo político. Lo primero requería desmantelar un sistema de planificación centralizada —con una economía estatal que, a diferencia de Polonia y Hungría, no dejó espacios a la iniciativa privada— para instaurar una economía social de mercado y establecer las instituciones democráticas en un país que había vivido durante más de seis décadas bajo dictaduras: las de Hitler (1933-1945) y del régimen de la RDA (1949 1989).
El cambio económico tenía una altísima complejidad y requirió un esfuerzo gigantesco por parte del lado occidental de Alemania. La economía de la RDA tenía pies de barro; sus industrias tenían tecnología anticuada y eran inviables para competir en el mercado internacional, y sus altísimos costos ambientales eran inaceptables para los estándares de la RFA. Como no existían pequeños empresarios, la transformación se apoyó en las empresas de la RFA, que no se desplazaron a los territorios de la RDA sin antes exigir enormes subsidios fiscales. El establecimiento de la economía social de mercado en la ex RDA fue posible por la decidida intervención del Estado, sin esperar que el mercado hiciera milagros, pues los privados no se movilizaron. El Gobierno federal impulsó masivos proyectos de inversión en infraestructura, comunicaciones y educación, junto con amplias subvenciones a inversionistas privados que, pese a ello, siguieron muy recelosos de instalarse allí.
En la actualidad, la zona alemana oriental ha alcanzado los niveles de la parte occidental en términos de infraestructura, vivienda, comunicaciones y calidad de vida, y con altísimos costos para financiar, por ejemplo, las jubilaciones de los trabajadores de la ex RDA.
Pese a todo esto, un considerable sector de la población está insatisfecho con estos bienes materiales y mantiene una cierta nostalgia con el pasado de la RDA, que le daba algunas seguridades, como pleno empleo, servicios públicos gratuitos en salud y educación, aunque una deficiente calidad de vida. Esto demuestra que el cambio de régimen político es un proceso difícil y también requiere entregar bienes inmateriales que sean valorados por la población.
LEGADOS AUTORITARIOS
La construcción democrática fue también muy difícil debido a los poderosos legados autoritarios. Estos provienen incluso de antes del régimen nazi, pues el territorio de la RDA correspondía a la antigua Prusia, cuya historia se caracterizó por el expansionismo y por haberse mantenido fuera del proceso democratizador de Europa Occidental, con un sistema electoral desigual en el que el voto de los obreros valía un tercio. Su elite estuvo dominada por la aristocracia terrateniente (los junker), que ocupó las principales posiciones de autoridad en la administración pública, la Justicia y el Ejército, y a la que se le atribuye responsabilidad en la toma del poder de Hitler en 1933 en razón de que lo apoyaron en forma decisiva.
Max Weber escribió un famoso libro sobre el impacto de la religión en las creencias y las actitudes económicas, describiendo a los católicos como menos interesados en el crecimiento y el lucro, a diferencia de calvinistas y luteranos que sí lo serían. Menos atención ha habido a las relaciones entre religión y política, con excepción de los estudios electorales, que cobran relevancia en los distintos desarrollos en la RDA y Polonia.
Mientras la Iglesia protestante mantuvo una actitud pasiva ante la dominación comunista de la RDA, la Iglesia católica la resistió en Polonia, ocupando con inteligencia y pragmatismo los amplios espacios de libertad logrados durante siglos. Se reconoce por todos los observadores que esta —especialmente después de que uno de sus cardenales, Karol Wojtyla, fuera elegido papa en 1978, como Juan Pablo II— tuvo un rol determinante en su democratización, estimulándola también en los demás países comunistas, con la excepción de la RDA. Antes, el catolicismo alemán había mostrado la fortaleza de sus convicciones al oponerse al nacional socialismo durante la república de Weimar, pero la población protestante se dejó seducir por la demagogia de los nazis, ayudándoles a ser el principal partido en 1932, ubicándose en la antesala del poder.
La RDA no permitió espacios de pluralismo como los que se dieron en Polonia y que fueron útiles para apoyar la construcción de la democracia, con una población que mayoritariamente adhería a la influyente Iglesia católica. Los alemanes orientales eran básicamente protestantes, con una Iglesia débil cuyos obispos buscaron la coexistencia con las autoridades. El régimen autoritario fue rígido y estricto, con un amplio y complejo sistema de control de la población, que incluyó una masiva red de informantes (Stasi) que penetró en las familias, en la que el marido podía espiar a la esposa o el hijo a sus padres. El sistema educacional, fuertemente dominado por el marxismo, aplicó en sus contenidos la tesis de que la religión era el opio del pueblo, buscando construir una sociedad atea.
Estas condiciones tuvieron consecuencias en los valores. Un 22% de la población de la ex RDA en el año 2001 se declara atea, en contraste con solo 4% en la parte occidental, el 1% en Estados Unidos y 12% en Francia. Un 37% de los alemanes orientales tuvieron un hogar no religioso, mientras solo un 11% reconoce esa condición en la parte occidental. En términos más amplios, tres cuartas parte de las familias de la ex RDA no tuvieron socialización religiosa; apenas un tercio en la parte occidental(11).
La construcción de la democracia era compleja porque no se trataba solo de impulsar una eficaz gestión del Gobierno y definir acertadas políticas públicas para expandir la economía social de mercado a la ex RDA a través de una compleja red de instituciones estatales y paraestatales, desde el federalismo a un poderoso banco central autónomo. También se debía construir partidos, promover grupos de interés y el desarrollo de las asociaciones voluntarias, que habían sido muy influyentes en la antigua RFA. Y, además, como los Gobiernos son elegidos en elecciones, se debía ganar la confianza popular, no solo con bienes materiales, sino también políticos, para lo cual el liderazgo es fundamental. En consecuencia, se debía actuar simultáneamente en dos escenarios: al interior del Gobierno y la administración, y ante los ciudadanos, en las calles, plazas y recintos cerrados para comunicarse con la población de la ex RDA.
CAMBIOS EN EL SISTEMA DE PARTIDOS
La unificación alemana tuvo consecuencias en el sistema partidista, pues ha surgido un quinto partido, el PDS, que reunió a ex comunistas, y se ha debilitado el apoyo electoral de los dos principales, el democratacristiano y el socialdemócrata. Tal escenario ha complicado la formación de los Gobiernos y ha hecho más difícil su capacidad decisoria para resolver problemas complejos. La CDU vio debilitado el enorme poder electoral que tuvo en la RFA al haber alcanzado, junto a la Unión Social Cristiana, CSU, de Baviera, un 50,2% en las elecciones de 1957. Su debilitamiento es en gran medida consecuencia de la menor votación obtenida en vista de las singularidades culturales y políticas de la población de la ex RDA. En las recientes elecciones de septiembre de 2009, alcanzó el 33,8%, similar al porcentaje de 2005, cuando fue de 35%.
La socialdemocracia alemana se ha debilitado aún más por la competencia del PDS en la izquierda, que logró entrar al Bundestag en las elecciones de 1990. Superó la barrera del 5% tras ganar varios escaños directos en la ex RDA, convirtiéndose en el partido opositor al Gobierno y al sistema económico establecido en la RFA. El debilitamiento socialdemócrata también se explica por la ruptura provocada por Oskar Lafontaine, ex presidente del SPD y candidato a canciller federal en 1990, quien ahora se alejó de esta colectividad y constituyó una nueva(12), quitándole votos en la parte occidental de Alemania. El partido de Lafontaine se fusionó con el PDS, formando otro referente: Die Linke (La Izquierda). En los comicios federales del año 2009, el SPD vio desplomada su votación al 23%, es decir, una caída de once puntos en comparación al año 2005. Mientras, La Izquierda alcanzó 11% de los votos y tuvo un caudal electoral muy superior en la parte oriental alemana —32,4% en Sachsen-Anhalt—, situándose como el principal partido. El SPD quedó allí en un tercer lugar(13).
La unificación de Alemania cerraba la división del país y de Europa provocada medio siglo antes por el régimen de Hitler y estimulada luego por el de Stalin en la Unión Soviética. La nueva unidad fue posible por múltiples factores que hemos tratado de resumir, externos principalmente, entre los que destaca la revolución de los trabajadores del Báltico de Polonia, en 1980, y la política impulsada por Gorbachov en la Unión Soviética, además de factores internos. Estos están constituidos por la perseverancia de los alemanes occidentales de buscar la unificación, un objetivo de su política exterior y de sus partidos desde el surgimiento de la RFA en 1949, por el rápido resurgimiento de la oposición en la RDA en 1989 y el notable desempeño del canciller federal Helmut Kohl, quien supo actuar con extraordinaria habilidad en un escenario muy complejo, rompiendo desconfianzas históricas en gobernantes europeos, y movilizando a los alemanes orientales hacia la unificación. El 9 de noviembre de 1989 fue un “momento estelar de la humanidad” (Stefan Zweig) y Kohl mostró una enorme capacidad de liderazgo y estuvo a la altura de ese instante excepcional. MSJ
(1) Solo uno de cada cuatro alemanes orientales tenía pasaporte y la visa demoraba, en promedio, cuatro semanas.
(2) A mediados de 1989 se publicó un libro con artículos de los principales politólogos y economistas alemanes occidentales expertos en la RDA, sin que ninguno predijera que esta se desplomaría ese mismo año.
(3) Garton Ash, Timothy: In Europe´s Name: Germany and the Divided Continent. Londres, Vintage, 1993, p. 344.
(4) Maier, Charles S., “Civil Resistance and Civil Society: Lessons from the Collapse of the German Democratic Republic in 1989”, en Adam Roberts y Timothy Garton Ash (eds.), Civil Resistance and Power Politics: The Experience of Non-violent Action from Gandhi to the Present, Oxford University Press, 2009, pp. 260-276.
(5) En la audiencia que —en un gesto de amistad hacia el presidente Patricio Aylwin— me dio cuando llegué a Alemania como embajador de Chile, el canciller Helmut Kohl se explayó muy críticamente acerca de la situación de los partidos DC de Europa, especialmente el de España, que consideró como una “vergüenza” (Schande), afirmando que si él fuera español, habría votado por Felipe González.
(6) Teltschik, Horst: 329 Tage. Innenansichten der Einigung. Berlín, Siedler Verlag, 1991, p. 52.
(7) Zelikow, Philip y Rice, Condolezza: Germany Unified and Europe Transformed. A Study in Statecraft. Cambridge: Harvard University Press, 1995, p. 31.
(8) Stern, Fritz: Five Germanys I have known. Nueva York, Farrar, Strauss y Giroux, 2006, p. 266.
(9) Primer ministro destituido por la ocupación soviética en 1956 luego de haber impulsado una política de liberalización; fue condenado a muerte y ejecutado después de un proceso judicial calificado de ilegal.
(10) Son muy interesantes las memorias del ministro de Relaciones Exteriores de Hungría: Horn, Gyula, Freiheit die ich meine. Erinnerungen des ungarischen Aussenministers, der den Eisenhen Vorhang öffnete (La libertad que yo entiendo. Las memorias del ministro de Relaciones Exteriores húngaro que abrió la cortina de hierro). Hamburgo, Hoffmand und Campe, 1991.
(11) Los datos los hemos tomado de Spieker, Manfred, “Gespaltenes Missionsland. Zur Lage des christlichen Glaubens im wiedervereinigten Deutschland”, en: Vogel, Berhand (ed.) Religion und Politik. Ergennisse und Analysen einer Umfrage, Freiburg, Herder, 2003, pp. 92-126.
(12) Fue la Alternativa Electoral por el Trabajo y la Justicia Social (WASG).
(13) En dos Länder de la ex RDA, Die Linke superó al SPD, Mecklenburg-Vorpommern, 29% y 16,6%, respectivamente, y Turingia, 28,8% y 17,6%, respectivamente.
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Fuente: Artículo publicado en Revista Mensaje n° 584, noviembre de 2009.