Sr. Director:
La carta del papa Francisco trae brisa fresca al enrarecido ambiente católico chileno. Su reconocimiento de que la pérdida de confianza en la Iglesia se debe a «nuestros errores» abre cuestionamientos que podrían convertir la crisis en una oportunidad. Digo que solo «una brisa», porque falta mucho para que se abra el cielo. Me pregunto qué debiera pasar para ello. Me parece que una buena interpretación del reconocimiento a la existencia de «abusos de consciencia y de poder» abre una ventana, justamente, hacia lo que puede ser nuclear en la crisis eclesiástica: el uso y abuso del poder.
¿Cuáles son los nudos que habría que desatar para que el poder de la Iglesia no fuera abusivo? Es una pregunta que la teoría política se ha formulado desde antiguo y que la democracia intenta responder.
La Iglesia no es un poder propiamente político, pero ejerce una autoridad equivalente y, además, con implicancias trascendentes. Históricamente ella no solo ha permitido, sino también favorecido —incluso, teológicamente—, que sus autoridades ejerzan un poder absoluto y sus representantes adquieran un carácter sacralizado. Eso se presta y está, sin duda, detrás de los abusos, no solo sexuales. Toda autoridad que no tiene contrapesos y chequeos tiende a abusar de ella. Y eso ha sucedido en la Iglesia chilena también en el manejo de las instituciones en las cuales ejerce el poder. Pienso en la discriminación en los colegios católicos, incluso en la Pontificia Universidad Católica, donde también se han replicado formas de ejercicio del poder clerical de manera poco transparente.
Cambios que permitirían que la brisa soplara con más fuerza exigen revisar la estructura de poder. Debemos aceptar que han sido laicos los que han abierto la ventana para que penetre la brisa: ¿no es ese pueblo de Dios, entonces, al que debiera también darse poder? Si el poder autoritario ha sido culturalmente más propio del carácter masculino, ¿no será el momento de equilibrar su ejercicio también con participación de mujeres? Si los obispos no dan el ancho, ¿no habría que preguntarse quiénes y cómo los eligen?
Por otro lado, si en un mundo donde falta todo menos información, ¿por qué al Papa le ha faltado en forma «veraz y equilibrada»? Es, entonces, la hora de preguntarse no solo sobre quiénes le informan sino sobre sus canales formales de información. Si las conferencias episcopales auscultaran como corresponde el sentir católico en sus países, ¿para qué deben existir nuncios, que más bien parecen embajadores de un poder ausente y lejano?
Es difícil imaginar a Jesús favoreciendo los sistemas de autoridad que hacen crisis hoy en la Iglesia.
Ana María Stuven