¿Nunca has oído esa expresión? Los conversos son aquellos que llegan a la fe después de estar alejados, o de no tenerla. El converso por excelencia sería Saulo de Tarso, que de un momento a otro pasa de perseguidor de los cristianos a Apóstol apasionado. En el mundo cristiano evangélico está todo ese ámbito de los renacidos que, a partir de alguna experiencia espiritual, se sienten llamados a un nuevo bautismo, una nueva vida, una nueva etapa. Y también va habiendo conversos en el mundo católico. Gente que, tras vivir alejados de la fe, por distintos caminos —a menudo tras tocar fondo o sentir el vacío de otros ámbitos— tienen alguna experiencia que les lleva a abrazar la práctica religiosa. Pues bien, a mí algunos de estos conversos me dan más miedo que confianza. No todos, por supuesto, pero es muy frecuente entre estos perfiles encontrarte personas que pasan de un extremo al otro y se sienten como Saulo reencarnado, llegan enarbolando certezas inamovibles y látigos amenazantes con los que cuestionan la fe del resto. Ellos son los verdaderos creyentes y el resto los tibios. Ellos son los apasionados por Cristo, y los demás estamos entregados al mundo. Ellos son los fieles al magisterio, y los demás solo contemporizamos con la sociedad. Ellos son los libres y tú el prisionero.
A veces me dan ganas de contestarles que el tiempo es un buen regulador de las temperaturas de dentro, y que se den unos años para ir creciendo en misericordia y bajando en amenazas. Que se den un tiempo para ir comprendiendo que la conversión no es una falsa perfección que enmascara los pies de barro, sino la comprensión de que todo el camino será irse dejando tocar y sanar por el Dios que, en Jesús, nos invitó a buscar el Reino de Dios y su justicia, y en su Espíritu hoy, nos llama a hacer real el Padre Nuestro, vivir las bienaventuranzas y trabajar por la paz.
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Fuente: https://pastoralsj.org