Esto de dialogar y comunicarse parece ser hoy muy necesario. Para superar las desconfianzas que existen entre nosotros, para “desdramatizar” los acontecimientos nacionales, se hace indispensable poseer “la gracia de hablar”.
Ignacio toda su vida fue un peregrino. Hacemos esta afirmación fundada no solo porque desde su conversión deseó viajar a Jerusalén, aunque al final terminó en Roma, y porque sus andanzas incluyeron tierras inglesas, españolas, italianas y de Flandes, permaneciendo además un buen trecho en París, estudiando en la universidad. Ignacio fue un peregrino en muchos otros sentidos. Fue haciendo “camino al andar” también en aspectos interiores de su persona. De ahí la certeza que tenía de que Dios lo trataba “de la misma manera que trata un maestro de escuela a un niño, enseñándole”(1).
Ignacio tuvo como primera actitud, luego de su conversión, una tendencia a la soledad y a prescindir del apoyo de los demás. En Loyola pensaba meterse a la Cartuja de Sevilla y, cuando estaba por embarcarse a Tierra Santa, no aceptó ningún compañero, ya “que toda su cosa era tener a solo Dios por refugio”(2). Fue todo un peregrinaje interior, con repercusión en lo exterior, ir evolucionando desde la disfrutada soledad a una intensa vida apostólica usando como principal instrumento de ella el hablar con personas. No fue algo innato que saliera de él. Más bien lo fue aprendiendo y moldeando. De las largas conversaciones con Dios, que sí solía tener, se fue gestando el paso siguiente de la conversación con personas. Durante su estancia en Manresa “conversaba algunas veces con personas espirituales, las cuales le tenían crédito y deseaban conversarle; porque, aunque no tenía conocimiento de cosas espirituales, todavía en su hablar mostraba mucho hervor y mucha voluntad de ir adelante en el servicio de Dios”. “Ultra de sus siete horas de oración, se ocupaba en ayudar algunas almas, que allí le venían a buscar, en cosas espirituales”(3).
El hombre solitario y silencioso de los comienzos fue luego aceptando invitaciones que le hacían algunos a comer, pero con la costumbre de nunca hablar en la mesa si no fuese responder brevemente, escuchando lo que se hablaba y luego, a partir de algunas cosas que ahí se decían, acabada la comida, referirse a Dios. Cuando los dominicos de Salamanca lo “retienen” en el convento y le preguntan acerca de lo que predicaba, él responde: “Nosotros no predicamos, sino con algunos familiarmente hablamos cosas de Dios, como después de comer con algunas personas que nos llaman”(4). Poco a poco con las conversaciones fue comunicándose a niveles más profundos con hombres de la talla de Pedro Fabro y Francisco Javier. Los Ejercicios Espirituales fueron un medio excelente para ello, ya que estos pueden considerarse como un manual para conversar con Dios y con las personas(5).
Esto de dialogar y comunicarse parece ser hoy muy necesario. Para superar las desconfianzas que existen entre nosotros, para “desdramatizar” los acontecimientos nacionales (palabra muy en boga hoy entre los políticos), se hace indispensable poseer “la gracia de hablar”. ¿Cómo hacerlo en los vagones atiborrados del Metro en que cada uno va conectado con lo suyo? ¿Cómo hacerlo cuando los extranjeros que nos visitan consideran que los chilenos somos excesivamente educados y solemos decir las cosas que los otros quieren oír, en vez de darle respuestas más ciertas o veraces? Pareciera que al conversar tendemos a “dorar la píldora” con halagos y buenas palabras, llevándolo todo a pequeño (“vamos a un asadito”, “tomémonos una cervecita o un vinito”), abordando los temas serios de forma jocosa (“mi abuela está súper enferma, se está probando el pijama de palo”), siendo poco directos y poco claros cuando no queremos hacer algo (“te confirmo después”, “hablemos en la semana”).
Ignacio es consciente de que para poseer la gracia de hablar no basta la simple espontaneidad, o la facilidad de palabra, o pronunciar sin más un discurso largo. Sus consejos son los siguientes: “Todos tengan especial cuidado de guardar con mucha diligencia las puertas de sus sentidos (en especial, los ojos y oídos y la lengua) de todo desorden y de mantenerse en la paz y verdadera humildad de su ánima… y cuando se ha de hablar, en la consideración y edificación de sus palabras, y en la modestia del rostro, y madureza en el andar, y todos sus movimientos, sin alguna señal de impaciencia o soberbia, en todo procurando y deseando dar ventajas a los otros, estimándolos en su ánima… y exteriormente teniéndoles el respeto y reverencia”(6). También recomienda hablar poco y no al principio; oír largo y de buen grado hasta que el otro haya acabado de hablar; terminar rápida y cortésmente; que, con alguien de temperamento irascible, evitar exaltarse y conversar con él en forma mesurada después de examinar las cosas; que hay que obrar entrando con la del otro y saliendo con la propia; que hay que disimular lo malo que pueda tener el interlocutor; que a los tristes siempre habrá que animarlos y consolarlos(7). MSJ
(*) San Ignacio en las Constituciones de la Compañía de Jesús, n° 157.
(1) Autobiografía, n° 27.
(2) Aut. n° 35.
(3) Aut. n° 21 y 26.
(4) Aut. n° 65.
(5) “Oír lo que hablan las personas… cómo hablan unos con otros… y refletir después para sacar provechos de sus palabras”, EE 107.
(6) Constituciones, n° 250.
(7) Carta de san Ignacio a sus compañeros Broet y Salmerón, septiembre de 1541.
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Fuente: Revista Mensaje n° 659, junio de 2017.