Un desafío para nuestra democracia es la democratización de los grupos de poder e influencia en el sistema político vigente.
La política a veces propone situaciones paradójicas que pueden parecer contradictorias a primera vista. Un fenómeno notable es cómo los individuos que llegan a formar parte de la élite dirigente logran sus puestos denunciando las injusticias y deficiencias del mismo sistema que los elige. Este ciclo de críticas y ascenso al poder, sin embargo, a menudo culmina en cambios marginales que no afectan la situación de poder de estos nuevos dirigentes.
En el caso chileno, podemos observar esta paradoja en múltiples ocasiones. Un claro ejemplo es la trayectoria de la Concertación de Partidos por la Democracia, coalición que gobernó el país desde el fin de la dictadura de Pinochet hasta el 2010. Este grupo político surgió como una respuesta a las injusticias y abusos del régimen militar, prometiendo una transformación profunda y el restablecimiento de la democracia. Sin embargo, una vez en el poder, las reformas que implementaron fueron, en muchos casos, limitadas. Las estructuras económicas y sociales establecidas durante la dictadura, como el modelo neoliberal, se mantuvieron en gran medida intactas. Las privatizaciones y la desregulación económica continuaron, perpetuando las desigualdades que habían criticado tan vehementemente.
Otro ejemplo reciente es el ascenso de figuras políticas como el actual presidente Gabriel Boric, quien se posicionó como un líder de la renovación y cambio a través de su participación en las protestas estudiantiles de 2011. Boric y otros líderes estudiantiles criticaron fuertemente el sistema educativo chileno, denunciando la privatización y la mercantilización de la educación. Sin embargo, tras su elección como presidente, las expectativas de cambios estructurales profundos se han visto moderadas por la necesidad de negociar con un Congreso fragmentado y la resistencia de diversos actores políticos y económicos que buscan preservar sus intereses.
Algunas veces incluso uno podría incluso pensar que se “sobre actúa” para parecer como “políticos responsables” o como “estadistas”. Ejemplos de esta situación se ven en la actuación del actual gobierno respecto de la situación y reivindicaciones de los pueblos originarios, especialmente del pueblo mapuche. En la campaña se prometió “solucionar el problema” e ir más allá de la propuesta que tiene su origen en la “política del nuevo trato” del presidente Aylwin, y terminó siendo el gobierno el que “institucionalizó” la militarización del conflicto a través de la aplicación del “estado de excepción constitucional” en la macro zona sur que ya lleva más de dos años aplicado de manera consecutiva (mayo 2022), o leyes como la ley “anti-toma” que criminaliza una forma de búsqueda de solución habitacional popular que viene de los años 1950 o antes en nuestra historia chilena y que, de refilón, se provee de una nueva herramienta jurídica para usar en el conflicto mapuche.
La paradoja radica en que el acceso al poder a menudo requiere la adopción de una retórica de cambio y transformación, pero una vez alcanzado el poder, los líderes se enfrentan a las limitaciones y compromisos necesarios para mantener sus posiciones y gobernabilidad. Los cambios estructurales profundos pueden amenazar los intereses establecidos y generar una oposición significativa, lo que lleva a los dirigentes a optar por reformas más graduales y marginales.
La paradoja radica en que el acceso al poder a menudo requiere la adopción de una retórica de cambio y transformación, pero una vez alcanzado el poder, los líderes se enfrentan a las limitaciones y compromisos necesarios para mantener sus posiciones y gobernabilidad.
Esta dinámica refleja una tensión intrínseca en la política: la promesa de cambio como medio para alcanzar el poder y la preservación del poder como barrera para cambios radicales. En última instancia, los políticos que critican el sistema para ascender terminan convirtiéndose en sus defensores moderados, perpetuando un ciclo en el que las transformaciones profundas quedan relegadas en favor de la estabilidad y la continuidad.
Otro elemento que podría influir en los procesos políticos chilenos tiene que ver con la elitización de lo que se llama “clase política”. Nuestros y nuestras dirigentes políticos son parte de un “ethos” social, económico y cultural que los sitúa en el espacio de los grupos favorecidos de nuestra sociedad. Tenemos estos días los ejemplos de la tramitación en el parlamento de la ley de notarios o los cuestionamientos a los nombramientos de los y las jueces del poder judicial.
Nos parece, en este contexto, que un desafío para nuestra democracia es la democratización de los grupos de poder e influencia en el sistema político vigente, es decir, que pueda haber fuerzas políticas y sociales que sean representantes de grupos diferentes a los que ahora proveen de personas para los distintos cargos de poder y gestión que son necesarios para el funcionamiento del Estado.
Imagen: tvvoodoo, FreeImages.