Sr. Director:
El texto constitucional a plebiscitar el 4 de septiembre guardó silencio hacia los partidos. Eso es lamentable, pues desconoce las importantes funciones que cumplen. No existe una democracia sin partidos, como es el escenario imaginado por el texto de la propuesta constitucional.
Es bien sabido el mal estado en que se encuentran los partidos en el mundo. Existe una abundante bibliografía sobre ello. El diagnóstico es conocido, sobresaliendo su alejamiento de la sociedad, pues solo una parte de la ciudadanía concurre a las elecciones, participa en su organización y en sus actividades, todo lo cual tiene amplios efectos. La democracia no es propiamente el gobierno por el pueblo, sino el de una parte de este. Más aún, los ciudadanos dejan de ser participantes y se convierten en espectadores. Además, una menor participación refuerza las desigualdades económicas. Los que menos participan se encuentran en los sectores populares, sin tener poder para influir en el contenido de la agenda pública. Esta es dominada por quienes más votan y eligen más representantes: los estratos de ingresos medios y altos. Por último, no menos importante, lo anterior traba la organización vertical del Estado. La dispersión de la autoridad en regiones y comunas, guiada por dinámicas centrífugas, debe ser compensada por dinámicas centrípetas que le den coherencia y eficacia. Esta función corresponde a los partidos, junto con los grupos de interés.
El mal estado de los partidos es aún más grave en Chile. Mensaje ha estado preocupado de ello desde hace años. He compartido esta preocupación y he escrito al respecto en Mensaje en más de una oportunidad, desde hace más de una década («Partidos en Chile: debilidad y crisis», Mensaje N° 580, julio 2009; «¿Hacia una democracia sin partidos?», Mensaje N°662, septiembre 2017).
El mal estado de los partidos fue el principal argumento empleado por los legisladores durante la tramitación de la Ley N° 21.216, de 24 de marzo de 2020. Su objetivo fue «permitir la conformación de pactos electorales de independientes y garantizar la paridad de género» en la elección de los convencionales. Se buscaba ampliar la participación a través de candidaturas independientes.
Esta ley reprodujo la postura contra los partidos de la Constitución de 1980 (art.18, inc.1), que consagró «la plena igualdad entre los independientes y los miembros de partidos políticos tanto en la presentación de candidaturas como en su participación en los procesos (electorales y plebiscitarios)».
La ley incentivó una explosión de candidaturas independientes, con más de noventa convencionales que no pertenecían a partidos. Sin embargo, fracasó en su objetivo de incentivar la participación, la cual cayó. La elección de convencionales convocó a 43,4% del electorado (6.184.594 votantes), una caída de más de siete puntos porcentuales respecto del plebiscito de entrada de 2020 (7.589.082).
La experiencia de la Convención Constitucional tampoco fue positiva para incorporar mejores convencionales que los de los partidos, pues muchos de los «independientes» no lo eran respecto de la democracia, sino que adversarios de ella. Ellos se encuentran en la tecnocracia y en el populismo, sobre lo cual ha advertido certeramente, entre otros autores, Daniele Caramani.
Cualquiera sea el resultado del plebiscito de salida, se deberá reconocer constitucionalmente las esenciales funciones de los partidos en la democracia representativa y, simultáneamente, luchar por tener menos y mejores partidos.
Carlos Huneeus