Hoy, más que nunca, necesitamos instituciones que nos anclen, no para perpetuar lo que ya no sirve, sino para construir colectivamente aquello que aún no existe.
Carlos Peña nos lanza una advertencia que retumba en los pasillos de la modernidad líquida: el colapso de las instituciones no solo nos deja sin brújula, sino que nos arroja a un mar de intolerancia y anomia. En su reflexión, expuesta en CNN Chile (lunes 18 de noviembre), el rector de la Universidad Diego Portales señala cómo la caída de las grandes agencias de socialización —la escuela, la universidad, la familia— deja a las generaciones actuales a merced de su propia subjetividad, un terreno fértil para el desencanto. Pero lo que Peña no dice, o tal vez no quiere decir, es que este socavamiento institucional tiene como telón de fondo la expansión del mercado, ese voraz titán alimentado por la contrarrevolución neoliberal de los 70 y las políticas de la Concertación de los 90 y 2000.
Aquí es donde la paradoja comienza a tejer su red. Porque si bien el neoliberalismo fue el gran dinamitero de las instituciones, no lo hizo solo. Hubo un coro de voces, muchas de ellas procedentes de la crítica anti-institucional radical de los años 60 y 70, que abrieron la puerta a esta embestida. Era un grito legítimo contra las estructuras opresoras heredadas del pasado, un clamor por modos de vida más libres y auténticos. Pero, en algún punto, este cuestionamiento se convirtió en cómplice involuntario de la mercantilización desenfrenada.
Si bien el neoliberalismo fue el gran dinamitero de las instituciones, no lo hizo solo.
El problema no es menor, porque mientras el mercado avanzaba como un ejército invisible, la izquierda, seducida por las causas identitarias y culturales, abandonaba las trincheras laborales e institucionales. Como bien señala el filósofo marxista Santiago Alba Rico, en este giro se perdió algo esencial: la capacidad de articular un proyecto político que sea revolucionario en lo económico, reformista en lo institucional y conservador en lo antropológico. ¿Qué quedó en su lugar? Una izquierda fragmentada, incapaz de plantar cara al capitalismo en su terreno más sólido: las relaciones laborales y el tejido institucional.
La caída de las instituciones no es solo un síntoma, es un diagnóstico de la época. Peña tiene razón al advertir que sin ellas la sociedad se desmorona en anomia, pero también es cierto que no podemos limitar esta discusión a la nostalgia por las viejas formas. Necesitamos repensar las instituciones, no como jaulas de hierro, sino como espacios de contención, mediación y resistencia. Eso implica recuperar tradiciones de pensamiento político que la izquierda ha descuidado por demasiado tiempo, dejando que autores reaccionarios tomen el control de la narrativa.
El desafío es inmenso, pero también urgente. Porque si algo nos enseñaron los años 60 y 70, es que la crítica, sin una visión constructiva, puede convertirse en un boomerang. Y hoy, más que nunca, necesitamos instituciones que nos anclen, no para perpetuar lo que ya no sirve, sino para construir colectivamente aquello que aún no existe.
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