La presencia de nuestros difuntos en lo cotidiano

¿Se puede decir algo acerca de la presencia de los difuntos, nuestros muertos, en medio del proceso de duelo e, incluso, después de ello?

El hecho de la muerte es, sin duda alguna, un misterio inexorable y profundo para el ser humano. Todos/as han experimentado, directa o indirectamente, la muerte: en la pérdida de un familiar, de un/a amigo/a, de una mascota, en alguien que ha perdido a un ser querido. Incluso, para el sociólogo polaco Zygmunt Bauman, en Miedo líquido (2013), el hecho de la muerte puede ser metafórico, a saber, la exclusión social (pp. 37-74). Es un hecho que, desde la antigüedad, ha sido motivo de reflexiones y estudios hasta hoy.

Sin embargo, ¿se puede decir algo acerca de la presencia de los difuntos, nuestros muertos, en medio del proceso de duelo e, incluso, después de ello? En reiteradas ocasiones, las familias e, incluso, tradiciones religiosas como el día de muertos en México o las visitas al Cementerio en el día de Todos los Santos en Chile, aluden a una presencialidad de los muertos. Es decir, de una u otra manera, en medio de dicha ausencia de sus cuerpos, persiste una nueva presencia espiritual de los difuntos, sostenida —según la filósofa francesa Françoise Dastur, en su ensayo La muerte (2008)— como supervivencia espectral en la memoria colectiva (p. 36). Esta idea se contrasta un poco con la idea más tradicional de la vida después de la muerte según la tradición cristiana, en que el/la difunto/a permanece en la presencia de la Gloria de Dios, goza del descanso eterno e, incluso, en el imaginario popular es un estado alejado en un más allá etéreo, donde el sufrimiento, la hambruna, la sed, la preocupación, entre otros, ya no son necesarias. Es una espiritualidad del alma, que yace en la eternidad. Por ende, frases como “él/ella no se ha ido; sigue presente”, “nos da señales”, “siento que todavía sigue aquí”, pareciesen que son expresiones, quizás fútiles, de un anhelo de presencia en medio de dicha ausencia. Pero, ¿ello es así? ¿Cómo responder a aquella intuición humana, aunque sea precaria, que otorga destellos de consuelo a quienes les pesa el yugo de la ausencia de un ser querido? ¿Tiene algo que decir la reflexión teológica?

Más que otorgar soluciones paranormales —muchas veces superfluas o complejas de fundamentar— o retomar ideas clave a partir de la teoría de un estado intermedio entre la muerte del individuo y el Juicio universal, me atrevo a pensar en la raigambre antropológica de la presencia de los muertos y su dimensión bíblico-teológica. ¿Por qué se intuye que existe una presencialidad de nuestros difuntos? Se dan distintos signos que, de alguna manera, reavivan a nuestros muertos: similitud de gestos corporales y palabras con un tono de voz particular, nuevas actitudes vitales que se basan en el modo de vida que tenía el difunto (ej.: una persona introvertida puede volverse sociable), el recuerdo de acontecimientos con el difunto que marcaron la historia particular (ej.: festividades, momentos significativos), entre otros. Sin duda alguna, no es la corporalidad del difunto la que expresa esta presencialidad, sino más bien la corporalidad de otro que, justamente, compartió su historia con el difunto en vida. Es por eso que la memoria por nuestros muertos tiene un papel crucial para traerlos nuevamente a la vida, en cierto sentido. El literato chileno Raúl Zurita, en su artículo “Poesía y resistencia” (2020), dice que “hablar es hacer presente a los muertos. Un lenguaje antes que nada es un acto de amor […] y nos sobrepasa infinitamente porque es la única resurrección que nos muestra el mundo” (p. 191). La memoria, en ciertos casos, se somatiza y vuelve a hacer presentes a quienes hemos perdido. Recordarlos es, para R. Zurita, una forma de resurrección. ¿Acaso no es familiar este fenómeno con los relatos de los encuentros con el Resucitado?

La memoria por nuestros muertos tiene un papel crucial para traerlos nuevamente a la vida.

En los evangelios, se puede reconocer la tumba vacía como la ausencia del cuerpo de Jesús de Nazaret y, por ende, la ausencia de su persona no solo en vida, sino también como difunto (Mc 16,6; Mt 28,6; Lc 24,2.6.12; Jn 20,2.5-8). Pero, los encuentros con el Resucitado manifiestan una presencialidad nueva que supone esta ausencia corporal. Es tan radical esta nueva presencialidad que los discípulos y discípulas de Jesús no lo reconocen (Lc 24, 15-16; Jn 21,4), piensan que es un espíritu (Lc 24,37-39), es confundido por el encargado del huerto (Jn 20,14-15), ni, pese a los testigos, creen de buenas a primera en su presencia (Mc 16,11; Mt 28,17; Jn 20,25). No es a Jesús quien ven de inmediato; es otro cuerpo, distinto, extraño, pero, al hablarles, hacer gestos (como partir el pan, pronunciar la bendición y repartirlo como en Lc 24,30) e incluso permitirles que le toquen (Lc 24,39; Jn 20,17.27), reconocen que es el cuerpo de Jesús, es decir, él mismo, su persona viviente, la que pervive en los recuerdos y experiencias de los discípulos antes de su muerte (cf. Lc 24,32).

¿Acaso no es el ejercicio de hacer memoria conjunta lo que permite reconocer en un extraño o lo distinto aquella presencialidad nueva del difunto ya ausente? O en otros términos, ¿acaso no siguen vivos de cierta manera nuestros difuntos al recordarlos y corporalizar su historia? Pero ello, ¿no significaría el eventual olvido a la nada cuando no haya nadie quien haga memoria? El relato teológico va incluso más allá de los límites. Jesús resucitado no solo se hace presente y es reconocido por la memoria de sus discípulos/as. Sobre todo, Él está vivo porque Dios no lo ha olvidado y le ama. El Espíritu divino hace presente radicalmente a Jesús, quien yacía muerto, porque hace memoria amorosa y dolorosa de Él. Es una memoria que traspasa los límites de la memoria humana, porque es el mismo Dios quien no ha olvidado y abandonado al que realmente murió injustamente, trayéndolo realmente a la vida nueva. En ese sentido, ¿acaso ese Dios también recuerda a todos/as quienes han muerto? Y a su vez, mediante el consuelo, ¿no hace presente a quien ha muerto entre los vivos que lo recuerdan y lo aman? Es por medio de Jesús de Nazaret, el Cristo (Mesías), en que todos/as los/as difuntos/as son recordados/as y sostenidos/as en la memoria divina, haciéndose presente en quienes aún viven recordándoles, llorándoles y agradeciéndoles. El teólogo protestante alemán Jürgen Moltmann, en su Venida de Dios (2004), dice: “En Cristo se da una permanente presencia de los muertos con nosotros, los vivos. Nos une la esperanza común en el futuro de la vida eterna y de la nueva creación. Es verdad que todavía no se nos ha manifestado qué es lo que nosotros hemos de ser —y lo que ellos han de ser—, pero cuando él se manifieste, lo veremos tal cual es y seremos semejantes a él (1 Jn 3,2), y yo añado: nos veremos unos a otros, tal como hemos de ser entonces en la omnipresencia de Dios” (p.150).

Ciertamente, todas estas reflexiones teológicas son meramente provisorias y, sobre todo, incipientes. No pretenden sostener o contradecir una doctrina en particular ni realizar una lectura exhaustiva de los textos sagrados. Más bien, estos pensamientos pretenden suscitar una reflexión teológica frente a la extrañeza, la emocionalidad y la nueva relacionalidad entre el difunto y los vivos en su proceso de duelo, desde la esperanza en el Resucitado.

* En memoria de mi abuelo, Humberto Hernán Contreras Martínez, fallecido hace poco más de dos meses, y de todos/as los/as difuntos/as de nuestras historias.


Imagen: Pexels.

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