Comentario a la película “Una serena pasión” (“A quiet passion”), de Terence Davies (Gran Bretaña y Bélgica, 2016).
Escribió Borges sobre Emily Dickinson: “No hay, que yo sepa, una vida más apasionada y más solitaria que la de esta mujer. Prefirió soñar el amor y acaso imaginarlo y temerlo”. Lo dice en el prólogo al libro Poemas, con traducción de la también poeta Silvina Ocampo. Pasión y serenidad, como enlaza el título de la película que ahora vemos, suena contradictorio, sobre todo para nuestro carácter latino.
¿Puede alguien vivir con mantenida quietud sus inquietudes? Pues, no siempre. Emily Dickinson (1830-1886) tuvo alteraciones, berrinches, hizo alguno que otro pequeño escándalo con su pequeña libertad de pensamiento, pero, por lo general, de manera casi controlada, respetuosa y circunscrita a la paz hogareña, de la que era obsesivamente devota. En toda su vida solo viajó al internado de señoritas distante 16 kilómetros, que dejó antes de recibirse, y a un oftalmólogo en Boston, apenas dos visitas, faltando a la tercera. Ella prefería quedarse en su casa natal fuera del pueblo, allá en Amherst, Massachusetts. El hogar, el jardincito, el bosque cercano, los pocos parientes, su habitación, eran su único mundo. Eso y los breves y numerosos poemas que escribía por las noches, que encuadernaba en librillos cosidos a mano y a nadie mostraba. Su hermana los encontró recién al volver del cementerio (“Más de mil piezas manuscritas, casi todas muy breves y extrañamente intensas”, dice Borges, agregando algo que lo identifica: “Además de la escritura fugaz de cosas inmortales, profesó el hábito de la lenta lectura y la reflexión”). Más tarde, la cuñada, un presbítero y otra escritora dieron a conocer ese tesoro.
De a poco, esa mujercita que en vida solo había publicado tres títulos en forma anónima, empezó a ser ubicada entre los padres fundadores de la literatura norteamericana, a la par de Henry David Thoreau, Ralph Waldo Emerson, Walth Withman; algo que ella no se hubiera permitido.
El exquisito director Terence Davies ha viajado más, pero toda su vida alimenta el recuerdo de su hogar en Liverpool, su madre y sus hermanas. Es un recuerdo cariñoso y triste, vinculado a la pobreza de posguerra, la soledad de su alma sensible y los prejuicios de su época, no tan lejana de la nuestra. Lo apreciamos en su obra autobiográfica: tres cortos (Children, Madonna and Child y Death and Transfiguration), dos largos que acá en Argentina estrenó, si mal no recordamos, el desaparecido canal Bravo de cable (Voces distantes y El largo día termina), y, más cerca, el documental Of Time and the City, donde incluye algunos versos de Emily Dickinson. Por supuesto, ha hecho también algunas obras sobre vidas ajenas, muy pocas, pero siempre con el mismo estilo de refinada, pesarosa melancolía. Cada uno a su modo, las películas del poeta inglés y los versos de la poeta de New England cultivan el éxtasis melancólico de los pequeños momentos y la íntima angustia de saber que todo ha de perderse.
Como dijimos, él ya puso algo de ella en su documental Of Time and the City. Ahora se pone entero en la representación de aquel mundo, y en la captación del alma cariñosa y dolorida de aquella mujer. Lo hace de modo calmo, respetando tiempos y mentalidades de una época que ya pocos comprenden. Lo filma en el mismo pueblo de Amherst, incluso en el frente y alrededores de aquella casa natal que hoy es museo. Los interiores se reprodujeron en un estudio belga. Lo ayudan Florian Hoffmeister, director de fotografía, y otros artistas como ellos (admirable la escena en un estudio de fotografía, donde, mediante un morphing empleado con gran sutileza, vamos apreciando el paso del tiempo en el rostro de los personajes principales). En especial lo ayudan Cynthia Nixon, aquí admirablemente transformada, el ya veterano Keith Carradine (el padre severo y paciente), Jennifer Ehle (la hermana), Annette Badland (la tía graciosa); un elenco excelente.
La historia incluye unas breves y educadas discusiones sobre asuntos de aquel entonces, y algunos episodios dolorosos para los afectos de la escritora, como el ocasional comportamiento indebido del hermano, o un amor imposible, más intelectual que carnal. Queda afuera la actividad del padre, que era juez y luego congresista. También quedan afuera las primas, no mucho más. Esas pequeñas licencias no molestan demasiado. En cambio, molesta un poco la mala traducción de algunos versos en los subtítulos. No sacan de clima, pero impiden un mayor deleite. Por suerte los interesados pueden consolarse leyendo en internet la selección del poeta colombiano Hernán Vargascarreño, agrupada en edición bilingüe bajo el título ¿Quién mora en estas oscuridades?, muy recomendable. O buscando en librerías de viejo el antedicho Poemas o alguna otra recopilación de versos de Emily Dickinson. Un tesoro que el cine nos impulsa a descubrir.
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Fuente: www.revistacriterio.com.ar