La tentación del buenismo

El deseo de quedar bien por encima de todo, aunque esto no transforme ni un milímetro la realidad y acabe vaciando las palabras de contenido.

Esto ocurre en muchas dimensiones de la vida, pero en la Iglesia especialmente. Es el vicio de ser buenos. Es la típica reunión en la que alguien desbarra bastante y nadie se atreve a reaccionar por miedo a que se sienta mal. La persona está desubicada por diferentes motivos y sigue participando de la dinámica colectiva, y todos saben que no es su lugar, pero el responsable no se atreve a abrir la boca. La actividad que no gusta a nadie pero ese mismo nadie no se atreve a decir nada por no herir la sensibilidad. El concurso donde ganan todos, porque no tenemos el valor de decir que solo uno puede ser el mejor. Es la tensión entre el buenismo e intentar ser buenos.

Debemos partir recordando que la bondad está asociada a la verdad. No renuncia a la profundidad y al sentido común, y sabe que a veces decir las cosas es una buena forma de ayudar, a las personas y al colectivo. La bondad piensa en el otro, de verdad, con discernimiento.

Debemos partir recordando que la bondad está asociada a la verdad. No renuncia a la profundidad y al sentido común.

En cambio, el buenismo se puede convertir en refugio de cobardes —donde todos nos sentimos cómodos—, y donde, por miedo a decir las cosas, no intervenimos, y reducimos nuestra bondad a buenas palabras sin ser capaces de ver más allá. Una educación mal entendida donde el buenista siempre sale bien parado —a corto plazo— y normalmente los otros acaban quedando mal. Preferimos quedar bien y tener la conciencia tranquila, y así nos deslizamos por la pendiente del infantilismo sin discernimiento alguno. El buenismo, no es otra cosa, que el deseo de quedar bien por encima de todo, aunque esto no transforme ni un milímetro la realidad y acabe vaciando las palabras de contenido. Creer que pensamos en el otro, cuando en el fondo lo que queremos es eludir problemas.

Que el buenismo esté presente en la Iglesia es un signo de nuestro deseo de ser buenas personas. Lo contrario sería preocupante. Pero la realidad es que no es un don del Espíritu Santo, tampoco un atributo de Dios, porque si queremos cambiar el mundo y la Iglesia necesitamos buenas dosis de audacia, de sana misericordia, de saber decir las cosas y, por supuesto, de verdad.


Fuente: https://pastoralsj.org / Imagen: Pexels.

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