Sr. Director:
Cuando Constantino el Grande, a principios del siglo IV, estableció en Constantinopla la capital del Imperio romano, no hizo más que oficializar la degradación de Roma. Se inició con ello un centenario proceso que fue convirtiendo al obispo de esta urbe en un gobernante temporal. Este se fue trasformando en un Papa que era también el monarca absoluto de un Estado. Recordemos que a fines de la Edad Media los Estados Pontificios ya eran una realidad política. Hasta el día de hoy, el Pontífice es así un jefe de Estado universalmente reconocido como tal. La evolución involucrada en ese proceso hizo de la Iglesia la matriz de toda una civilización y le permitió alcanzar cumbres de poder e influencia inimaginables. Hubo épocas en que sus cardenales gobernaron directamente los mayores imperios del mundo.
En los tiempos que corren, la Iglesia católica ha entrado en una crisis profunda; se muestra anacrónica ante la tarea de enfrentar profundísimos cambios sociales. El clero se descompone perceptiblemente en una convivencia social en la que se exalta la sensualidad en forma agresiva. El cristianismo arrastra una herencia machista que lo aleja de una sociedad empeñada en alcanzar una igualdad de géneros sin precedentes. Los esfuerzos de la Iglesia por evolucionar en trascendentales temas valóricos han transmitido señales más confusas que iluminadoras. Eso no debe extrañar porque todos estamos advertidos de que existen en la curia grandes divisiones internas y una lucha por la hegemonía que perjudica a la institución, que —más que nunca— debiera transmitir certezas a un mundo hundiéndose en el relativismo.
Pero nada dificulta más el retorno a las certidumbres, que el hecho de que muchos de sus fieles esperen que los conflictos que derivan de la estructura de la Iglesia-Estado sean solucionados desde arriba. La descomposición del clero está marcada por castigos que han alcanzado hasta a sus más altas autoridades. Lo que ocurre en Chile no es más que un buen ejemplo de ello.
Para superar estos graves problemas, la Iglesia tendrá que considerar el regreso a sus orígenes, donde en realidad está toda su fuerza: el mensaje de Cristo y esa promesa de que «los cielos y la tierra pasaran, pero mi palabra no pasará». Entretanto, lo seguro es que hasta en el Vaticano habrá muchos que están pensando que en realidad la herencia de Constantino fue la trampa del Demonio.
Orlando Sáenz Rojas