El 11 de septiembre no es solo un día para recordar lo que ocurrió en 1973; es también una oportunidad para reflexionar sobre el Chile de hoy.
Hoy, 11 de septiembre de 2024, conmemoramos 51 años del golpe militar que cambió para siempre la historia de Chile. Fue un día oscuro en el que las fuerzas de derecha, respaldadas por sectores conservadores y las élites familiares, decidieron derrocar a un gobierno elegido democráticamente. Ese golpe de Estado, que comenzó con el bombardeo al Palacio de La Moneda, no fue solo un cambio de gobierno; fue el inicio de una transformación radical del país, una que muchos comparan con los efectos devastadores de una bomba atómica. La radiación de ese acto violento ha perdurado por más de medio siglo, fragmentando a Chile en formas que todavía son palpables.
En estos 51 años, las cicatrices del golpe siguen abiertas. Chile permanece dividido entre quienes apoyaron o siguen apoyando el proyecto de la Unidad Popular, con sus promesas de justicia social y cambios estructurales, y aquellos que defienden el golpe militar como una supuesta “salvación” del país frente al “marxismo”. Este segundo grupo, que incluye tanto a civiles como a militares, sigue sosteniendo que el ascenso de Augusto Pinochet y la dictadura que le siguió fueron necesarios para “salvar” a Chile.
Es notable que, a lo largo de todo este tiempo, casi no ha habido desertores entre aquellos que colaboraron con la dictadura, especialmente entre los civiles. Estos últimos jugaron un papel crucial en la reestructuración del país, un proceso que muchos consideran más bien una refundación a partir de la violencia. Los civiles, junto con los militares, diseñaron y ejecutaron un proyecto que cambió por completo la economía, la política y la sociedad chilena. Sin embargo, a pesar de las décadas transcurridas, pocos de ellos han mostrado arrepentimiento, y menos aún han asumido responsabilidad por las atrocidades cometidas.
El legado del golpe de 1973 no solo se mide en términos de violaciones de derechos humanos, aunque estas son, por supuesto, de una magnitud inmensa. También se refleja en la persistente polarización de nuestra sociedad. Si bien las formas de esta polarización han cambiado con el tiempo, las élites políticas y económicas siguen divididas de manera profunda. La derecha y la centro-derecha, en todas sus variantes, se aferran al legado del golpe y a la dictadura, defendiendo el modelo económico que surgió de esa época. Por otro lado, la izquierda, en sus múltiples expresiones, continúa luchando por una sociedad más justa y equitativa, aunque muchas veces lo hace desde una posición de fragmentación interna.
Uno de los grandes interrogantes que surge al conmemorar estos 51 años, es qué hemos aprendido, o si hemos aprendido algo en absoluto. A pesar de todo el sufrimiento, de las vidas perdidas y de las familias destrozadas, parece que hay sectores en Chile que no han cambiado de opinión, que no han reconsiderado sus posturas. Entre estos sectores se encuentran, sobre todo, los empresarios que se beneficiaron del modelo económico impuesto durante la dictadura. Para ellos, el golpe fue un mal necesario que permitió la implementación de un sistema económico que, si bien los ha favorecido, ha dejado a muchos otros chilenos atrás.
Uno de los grandes interrogantes que surge al conmemorar estos 51 años, es qué hemos aprendido.
Mientras tanto, las víctimas directas de la dictadura siguen esperando justicia. Muchos familiares de detenidos desaparecidos ya han muerto sin haber encontrado los restos de sus seres queridos. Los militares que participaron en la represión no han revelado lo que saben sobre el destino de estas personas, y los civiles que jugaron un papel en la dictadura han optado por un pacto de silencio. Incluso durante la transición a la democracia, cuando había una oportunidad para enfrentar el pasado, se eligió una transición pactada que dejó muchas cuentas sin saldar. Esta “transición pactada”, como se la ha llamado, fue en muchos sentidos un “borrón y cuenta nueva” que permitió que muchos responsables de crímenes de lesa humanidad escaparan de la justicia.
A 51 años del golpe, Chile sigue siendo un país fragmentado, tanto política como socialmente. Nuestra economía, orientada hacia la exportación de materias primas con escaso valor agregado, refleja esta fragmentación. Seguimos siendo un país con grandes desigualdades, donde la concentración del poder económico y político en Santiago deja a las regiones en un estado de abandono y subdesarrollo. La industrialización ha sido prácticamente inexistente en las últimas décadas, y la capacidad productiva del país se ha visto reducida a su mínima expresión.
En este contexto, el 11 de septiembre no es solo un día para recordar lo que ocurrió en 1973; es también una oportunidad para reflexionar sobre el Chile de hoy. Un Chile donde los efectos de ese golpe siguen vivos en nuestra economía, en nuestras políticas y, sobre todo, en nuestras divisiones. Un Chile donde aún se debate, a menudo con la misma intensidad que hace 50 años, sobre el significado de la democracia, la justicia y el progreso.
Es relevante preguntarnos si hemos hecho lo suficiente para sanar las heridas de nuestro pasado, o si, por el contrario, seguimos siendo prisioneros de ellas. Mientras algunos sectores se aferran al legado de la dictadura, otros luchan por construir un país que sea verdaderamente inclusivo, donde todos tengan la oportunidad de vivir con dignidad. Pero para que esto sea posible, es necesario un compromiso sincero con la verdad y la justicia, un compromiso que hasta ahora ha sido esquivo.
Al conmemorar este nuevo aniversario del golpe, debemos recordar no solo a las víctimas, sino también las lecciones que, como sociedad, aún tenemos pendientes. Porque el 11 de septiembre de 1973 no es solo un episodio de nuestro pasado; es un acontecimiento cuyas consecuencias seguimos viviendo día a día. Y hasta que no enfrentemos estas consecuencias con la seriedad que merecen, Chile seguirá siendo un país dividido, incapaz de cerrar las heridas de su historia.
Imagen: Pexels.