Laudato Si’: El deber cristiano hacia nuestra casa común

A cinco años de la publicación de la encíclica del Papa Francisco sobre el cuidado de la casa común, republicamos el artículo que el teólogo Román Guridi escribió en 2015 para nuestra revista, comentando lo esencial del documento.

No es primera vez que un Papa habla de ecología. Francisco reconoce este legado mencionando al comienzo de su nueva encíclica a sus tres predecesores y citando en ella abundantemente a Juan Pablo II y Benedicto XVI[1]. Con Laudato Si’, sin embargo, la reflexión magisterial sobre esta materia adquiere una importancia mayor y una sistematicidad nueva que vincula fuertemente la fe cristiana con la búsqueda y promoción de una ecología integral.

LIDERAZGO ESPIRITUAL Y MORAL

Con esta encíclica, Francisco responde a un llamado de liderazgo moral y espiritual esperado por muchos, en particular por grupos ambientalistas y comunidades científicas. Dichas organizaciones, al mismo tiempo que constatan los inmensos desafíos ecológicos que enfrentamos, reconocen que “la información” no basta. ¿Qué sucede que, a pesar de todos los antecedentes que poseemos sobre los males que ya nos aquejan y los anunciados desastres futuros, no somos capaces de emprender los cambios y transformaciones necesarias para aminorarlos o, derechamente, evitarlos? Pareciera que los desafíos ecológicos son la manifestación de una crisis más amplia, que involucra falta de visión ética, imaginación, carácter, voluntad política y liderazgo. Laudato Si’ se inscribe de ese modo en el registro de la anhelada inspiración espiritual y moral, que invita a un cambio de estilo de vida y a tomar decisiones políticas globales que, junto con impactar los sistemas de producción y consumo, redefinan lo que entendemos por desarrollo y el sentido del progreso.

A diferencia de Evangelii Gaudium, esta encíclica se dirige a todos los seres humanos y quiere promover un diálogo acerca de nuestra casa común. La invitación fundamental del texto puede ser dicha de muchas maneras: unirnos en la búsqueda de un desarrollo sostenible, integral y solidario (13, 18, 50)[2]; una solidaridad universal nueva (14); cambios de estilo de vida, producción y consumo (23, 206); nueva ética de las relaciones internacionales (51); nuevos liderazgos y sistema normativo (53-4); una revolución cultural que implique recuperar los valores y los grandes fines arrasados por un desenfreno megalómano (114); un consenso mundial que, por sobre los intereses nacionales, nos haga pensar en un solo mundo y en un proyecto común (164); acuerdos internacionales que se cumplan y marcos regulatorios globales para los “bienes comunes universales” (173-4); cambiar el modelo de desarrollo global y redefinir el progreso (194); nuevos hábitos (209); crear una “ciudadanía ecológica” (211); una cultura del cuidado que impregne toda la sociedad (231). El texto puede ser leído con provecho des- de distintas perspectivas, como, por ejemplo, la identificación de los desafíos ecológicos, sus causas y posibles soluciones, o la crítica al paradigma tecnocrático que ha permeado todas nuestras relaciones y ha secuestrado la política y la economía.

UN COMPROMISO INHERENTE A LA FE CRISTIANA

Este artículo se centra en una lectura teológica de la Encíclica. La pregunta central es: ¿por qué el compromiso ecológico no es algo accesorio u opcional, sino que inherente a la fe cristiana? (217) En otras palabras, ¿por qué los cristianos, más allá de nuestro deber como ciudadanos ante la inminencia de los problemas, debemos interesarnos y comprometernos en la promoción de lo que la encíclica llama una ecología integral? ¿Cuál es la argumentación teológica y las motivaciones religiosas que fundarían este deber?

Dos opciones clave enmarcan el desarrollo de la Encíclica. La primera es la definición de ecología como ecología integral[3]. Acertadamente, se afirma que la ecología no se reduce a la reflexión sobre el medio ambiente y que los desafíos ecológicos no se agotan en las problemáticas medioambientales. La ecología integral evidencia que son inseparables la preocupación por la naturaleza, la justicia con los pobres, el compromiso con la sociedad y la paz interior (10). Así, un verdadero planteo ecológico se convierte siempre en un planteo social que incorpora la justicia en las discusiones sobre el ambiente para escuchar tanto el clamor de la tierra como el clamor de los pobres (49, 53, 117). Si la ecología tiene que ver con la interacción de los individuos en y con sus entornos, entonces la ecología debe tomar en cuenta todas las dimensiones humanas de relacionalidad. No solo la interacción del ser humano con la naturaleza, sino también su relación con los demás y consigo mismo forman parte de la ecología. Es por eso que la ecología integral supone la ecología económica, cultural, social y personal. Como consecuencia, tanto la gama de los desafíos ecológicos como sus causas y posibles soluciones van más allá de los problemas medioambientales. Así se identifican como desafíos ecológicos, por ejemplo, no solo el cambio climático y la disminución de la biodiversidad, sino también el planeamiento urbano y la producción y distribución de alimentos.

La segunda opción clave es enfatizar la necesidad de un enfoque multidisciplinar no solo en la identificación de los desafíos ecológicos, sino también en el reconocimiento de sus causas y la búsqueda de soluciones. Es iluso pretender que los problemas ecológicos se resolverán solo con nuevas aplicaciones técnicas, sin consideraciones éticas ni cambios de fondo (60). Se requiere, por lo tanto, el concurso de diversos saberes como la filosofía y la ética social (110). Las ciencias empíricas no explican completamente la vida (199) y otras racionalidades y enfoques como, por ejemplo, las culturas aborígenes (146) y las tradiciones religiosas (7-9, 62) pueden aportar significativamente a la toma de conciencia de los desafíos ecológicos actuales, sus causas más profundas y también sus soluciones. Es en esta perspectiva que Francisco introduce el aporte que la fe en Jesucristo y la tradición cristiana ofrecen a este diálogo multidisciplinar. La Iglesia católica no pretende sustituir a la política ni zanjar los debates científicos (188), sino que cree que posee un tesoro de sabiduría (200) y una riqueza (216) que pueden ser valiosas y pertinentes para hacer frente a la actual crisis ecológica. El Papa, entonces, pone la tradición cristiana a disposición de toda la humanidad en la necesaria búsqueda colectiva de soluciones.

Francisco afirma que la fe cristiana supone compromisos y deberes ecológicos que le son inherentes (64). No se trata, por lo tanto, de sumarse a una supuesta “moda verde” que sería opcional e ideológica, sino que el compromiso ecológico forma parte del núcleo de la fe cristiana. Podemos preguntarnos, por lo tanto, ¿cómo Laudato Si’ fundamenta esta afirmación? Tal como señalamos, la pregunta central es ¿cuáles son los argumentos teológicos que la Encíclica ofrece para mostrar que la promoción de una ecología integral es un deber de todo cristiano?

TRES LÍNEAS ARGUMENTATIVAS

Tres líneas argumentativas son desplegadas por la Encíclica para fundar este deber: la tradición de la Alianza, una perspectiva sacramental y un enfoque escatológico. Estas estrategias de argumentación son complementarias y se refuerzan mutuamente, pero también tienen sus límites y desafíos de clarificación que les son propios.

Refiriéndose a las convicciones de la fe cristiana que enriquecen el sentido de la conversión ecológica, Francisco enumera: “La conciencia de que cada criatura refleja algo de Dios y tiene un mensaje que enseñarnos, o la seguridad de que Cristo ha asumido en sí este mundo material y ahora, resucitado, habita en lo íntimo de cada ser, rodeándolo con su cariño y penetrándolo con su luz. También el reconocimiento de que Dios ha creado el mundo inscribiendo en él un orden y un dinamismo que el ser humano no tiene derecho a ignorar” (221). En esta cita se encuentran contenidas, de modo sintético, las tres líneas argumentativas que la Encíclica desarrolla y entrelaza para fundar el deber cristiano de promover una ecología integral. Revisemos ahora la lógica propia de cada una de estas argumentaciones.

La primera línea argumentativa se asocia a la tradición de la Alianza y enfatiza que hay en el origen de todo un don originario de las cosas por parte de Dios (5). Los seres humanos no somos Dios; la tierra nos precede y nos ha sido dada (67). Se trata de un don que recibimos y que debemos comunicar (159, 220). Como la tierra es de Dios —su verdadero dueño—, el ser humano debe respetar las leyes de la naturaleza, sus ritmos y los delicados equilibrios entre los seres de este mundo (168). Dios, el Creador, ha establecido una alianza con toda la creación. El poder y autoridad de que gozan los seres humanos son delegados y su ejercicio debe ser fiel a esta alianza. Todo está conectado y quebrar las relaciones correctas y adecuadas con nosotros mismos, con los demás, con la naturaleza o con Dios, que se desprenden de esta alianza, necesariamente afectará al conjunto de la creación. La alianza que Dios ha establecido con toda la creación, así como las directrices que se desprenden de ella, debe orientar y guiar la interacción entre todas las creaturas.

Tal como la Encíclica lo reconoce, en la tradición bíblica las relaciones correctas y adecuadas entre las creaturas encuentran concreción, por ejemplo, en las leyes del Shabbath, el año sabático y el jubileo (71). Estas leyes regulan la relación del ser humano con la tierra y también expresan el reconocimiento de que el regalo de la tierra con sus frutos pertenece a todo el pueblo. En nuestros días, Francisco nos recuerda, por ejemplo, la subordinación de la propiedad privada al destino universal de los bienes (93), el respeto a la persona humana en cuanto tal con sus derechos básicos e inalienables (157) y el valor del descanso semanal como sanación de las relaciones del ser humano con Dios, consigo mismo, con los demás y con el mundo (237). Estos elementos, entre otros, son una concreción actual de las relaciones correctas y adecuadas entre las creaturas, que se desprenden de la Alianza que el Creador ha establecido con toda la creación y que el ser humano debe respetar. ¿Por qué, entonces, promover una ecología integral es un deber de todo cristiano? Porque la tierra es de Dios, su Creador, quien nos llama a respetar el orden que Él ha establecido y a ser fieles a las relaciones correctas y adecuadas entre todas las creaturas. La transgresión de los límites afecta al conjunto de la creación.

La segunda línea argumentativa es un enfoque sacramental. Todas las creaturas son revelación y manifestación de lo divino (85). En todo lo que existe hay un reflejo de Dios (87) y la creación es el lugar de la presencia divina (88). Basándose en Santo Tomás, la Encíclica afirma que la bondad y riqueza de Dios no pueden ser expresadas por una sola criatura, sino que se requiere del conjunto del universo con sus múltiples relaciones (86). De este modo, todas las creaturas poseen un valor intrínseco independiente de su relación con los seres humanos (33, 69, 140), dan gloria y bendicen a Dios por su sola existencia (33, 69), y tienen un mensaje particular que comunicar (33, 85). El mundo no es un problema a resolver, es un misterio gozoso que debemos contemplar con jubilosa alabanza, en cuanto nos refleja la hermosura y bondad de Dios (12). El enfoque sacramental transparenta la conexión íntima entre todas las cosas.

Reconocer el valor intrínseco de todas las creaturas, sin embargo, no significa divinizar la tierra ni negar el valor peculiar del ser humano (90). Este último posee una dignidad especialísima dentro de la creación (43, 65, 81) que le confiere una responsabilidad particular hacia el resto de las creaturas. En este sentido, no hay ecología sin una adecuada antropología (118). Desconocer o desvirtuar el valor propio de los seres humanos —con sus capacidades y recursos— implica fragilizar el compromiso ecológico de los mismos. ¿Por qué, entonces, promover una ecología integral es un deber de todo cristiano? Porque todas las creaturas formamos una gran familia universal bajo un mismo Padre. Todas transparentan algo del Creador y poseen valor en sí mismas. Atentar contra la creación, es finalmente atentar contra la riqueza y bondad de Dios. La dignidad particular de los seres humanos les asigna una responsabilidad ineludible de cuidar al resto de las creaturas, y deben, por lo tanto, aprender a orientar, cultivar y limitar su poder (78).

La tercera línea argumentativa de la encíclica para mostrar por qué el compromiso ecológico es inherente a la fe cristiana es la perspectiva escatológica[4]. El fin de la marcha del universo está en la plenitud de Dios (83), quien asegura amorosamente la permanencia y desarrollo de cada ser respetando su autonomía (80). El Verbo encarnado —Jesucristo— ha introducido un germen de transformación definitiva en el universo material (235) y el Espíritu de Dios está íntimamente presente en el corazón del universo animando y suscitando nuevos caminos (238). En otras palabras, se afirma que Dios está actuando en la creación y la conduce a un destino de plenitud. Los seres humanos estamos invitados a hacernos parte de esta tarea como instrumentos del Padre Dios (14, 53) para que el planeta responda a su proyecto de paz, belleza y plenitud. De ahí que la crisis ecológica sea una ocasión para preguntarnos por el fin y sentido de la acción humana en el mundo (61, 113). Dios quiere actuar con nosotros y cuenta con nuestra cooperación (80). La encíclica llega a decir que los seres humanos estamos llamados a reconducir todas las creaturas a su Creador (83). Así nuestra libertad abre la apasionante y dramática historia humana, que es capaz de convertirse en un despliegue de liberación, crecimiento, salvación y amor, o en un camino de decadencia y de mutua destrucción (79). ¿Por qué, entonces, promover una ecología integral es un deber de todo cristiano? Porque Dios sigue guiando la creación hacia un destino de plenitud y los seres humanos estamos llamados a colaborar con ese ideal de fraternidad, justicia y paz. Atentar contra las demás creaturas es finalmente atentar contra la acción del Espíritu y obstaculizar el proyecto de Dios.

PUNTOS A REFLEXIONAR Y PROFUNDIZAR

Si bien estas tres líneas argumentativas pueden reconocerse con nitidez en el texto, es evidente que la Encíclica no pretende ser exhaustiva en su argumentación. El documento es bueno e inspirador y recoge aspectos que tanto el magisterio como la teología han venido reflexionando desde hace décadas. Su énfasis está en la crítica desde el cristianismo a los hábitos culturales subyacentes a la destrucción ecológica como, por ejemplo, la cultura del descarte. Sin embargo, la Encíclica está menos atenta a la reforma ecológica del cristianismo. Es cierto que nos llama a una conversión ecológica (5, 216-21) y que reconoce que, a veces, siendo infieles al tesoro de sabiduría que debíamos custodiar y entendiendo mal nuestros propios principios, los cristianos hemos justificado el maltrato a la naturaleza y el dominio despótico del ser humano sobre lo creado (200). Sin embargo, está menos atenta a lo que la crisis ecológica implica para el cristianismo en términos de revisar y eventualmente replantear ciertas afirmaciones y enfoques clásicos de su fe. Las tres líneas argumentativas suscitan preguntas y tienen aspectos que deben ser clarificados. Veamos, por ejemplo, dos de ellos.

En primer lugar, la Encíclica enfatiza las bondades de la naturaleza, su capacidad para reflejar lo divino y el mensaje propio que cada criatura contiene. Sin embargo, nada se dice de otros aspectos propios de la vida natural: violencia, predación, muerte y extinción. Hay un riesgo real de transmitir una visión parcial y pacifista de la naturaleza en la que estos elementos parecen no tener cabida, por incómodos. El único momento en que la Encíclica parece hacer referencia a esto es cuando se refiere a que Dios ha creado un mundo necesitado de desarrollo, “donde muchas cosas que nosotros consideramos males, peligros o fuentes de sufrimiento, en realidad son parte de los dolores de parto que nos estimulan a colaborar con el Creador” (80). Este enfoque es claramente insuficiente y requiere precisiones. Lo mismo puede ser dicho del modo en que el proyecto de Dios para la creación es formulado: paz, belleza y plenitud (53). Esta narrativa no da cuenta de elementos que son propios de la vida natural —anteriores incluso a la aparición del ser humano— y que parecen disonantes con la belleza, la paz y la plenitud de las que se habla. Se opta más bien por el silencio ya que no es evidente cómo la violencia, la predación, el sufrimiento y extinción en el mundo natural puedan reflejar algo de lo divino, ni tampoco es evidente cómo puede argumentarse que se trata de procesos guiados por el amor y cuidado de Dios. Un primer punto a profundizar, por lo tanto, es la articulación entre la afirmación creyente de un Dios providente y cuidadoso a quien la creación hace presente, por una parte, y ciertas características propias de la vida natural que causan perplejidad, por otra. El discurso teológico sobre la creación debe necesariamente incorporar aquellos elementos de la vida natural que parecen contradictorios con el proyecto divino formulado en términos de paz, belleza, y plenitud.

En relación con este punto también debe articularse mejor la concepción teológica de la creación con la visión científica de la naturaleza. Las afirmaciones teológicas sobre la naturaleza deben estar informadas y en diálogo con las afirmaciones científicas sobre la misma. Mientras más desconectada se encuentra la caracterización teológica de la creación de la descripción científica de la realidad, mayor será el riesgo de mantener una imagen falsa y romántica de la tierra y los procesos naturales. Varios teólogos han hecho notar que algunas comprensiones teológicas de la naturaleza están inadecuada e insuficientemente nutridas por la ciencia. Algunos todavía asumen, por ejemplo, que la característica principal de la naturaleza es la armonía o equilibrio, siendo que la actual caracterización científica de la naturaleza no respalda esta opinión. Mientras la teología muchas veces ve a la naturaleza como algo estable, la ciencia enfatiza las nociones de cambio y flujo en su descripción de los procesos naturales. Una falsa y romántica caracterización de la naturaleza supone que esta tiene la permanente capacidad de recuperar el balance y la estabilidad luego de un período de perturbación, y que la actividad humana debiera respetar y no alterar de ningún modo este equilibrio natural. La consecuencia más grave es que una comprensión teológica de la creación inadecuada e insuficientemente nutrida por la información científica, a menudo implica imperativos éticos equivocados. La teóloga Lisa Sideris señala, por ejemplo, que la creencia de que los seres humanos tenemos el deber de reducir el sufrimiento y restaurar la paz en la naturaleza es un ejemplo de cómo una caracterización inexacta o incompleta de la naturaleza lleva a acciones y prácticas cuestionables y erradas[5]. Mi intención no es afirmar que la teología debe usar instrumentalmente la ciencia para respaldar sus afirmaciones, ni que la teología esté atada al punto de vista científico de la realidad. Más bien se trata de insistir en que la comprensión teológica de la naturaleza debe tener necesariamente como uno de sus puntos de partida lo que la ciencia afirma como verdadero sobre esta[6]. De lo contrario, la teología puede ser engañosa, no solo para nuestra comprensión de la naturaleza y los desafíos de la crisis ecológica, sino también para nuestra búsqueda y discernimiento de los caminos hacia una vida fructífera y plena.

En segundo lugar, otro aspecto que debe ser profundizado —que surge de las tres líneas argumentativas señaladas— es el lenguaje utilizado para hablar del lugar y el rol del ser humano en relación con el resto de las creaturas. La pregunta central es ¿qué rol tenemos los seres humanos en la creación y cómo puede ser explicitado? La Encíclica, por ejemplo, recurre principalmente a la imagen del cuidado. También habla de protección (13) y preservación (36). El cuidado lo interpreta como proteger, custodiar, preservar, guardar y vigilar (67), y señala que implica una relación de reciprocidad responsable entre el ser humano y la naturaleza. Por otra parte, recurre a la imagen del administrador responsable (116) para caracterizar el rol del ser humano en la creación. Esta última noción es particularmente importante en cuanto se ha transformado en una especie de posición por defecto para varios teólogos y teólogas. Sin embargo, a pesar de que ha sido clave para vincular la sensibilidad ecológica con la reflexión teológica, esta noción posee también sus desventajas no tanto por lo que afirma, sino por lo que no esclarece[7]. Para algunos es una noción que permanece en el registro de un antropocentrismo inadecuado que termina por justificar y respaldar acciones destructoras hacia la naturaleza. Por otra parte, tal como señalamos, la Encíclica llega a afirmar que los seres humanos estamos llamados a reconducir todas las creaturas a su Creador (83). Se trata de una afirmación que suscita varias preguntas: ¿necesita el resto de las creaturas de la libertad humana para su consumación y plenitud? ¿Son los seres humanos determinantes para el futuro y salvación de la creación? La perspectiva de una humanidad llamada a reconducir a todas las creaturas hacia su Creador se encuentra en directa tensión con otra línea argumentativa de la Encíclica: todas las criaturas tienen un valor intrínseco, bendicen y dan gloria a Dios por su existencia, y el Espíritu actúa íntimamente en ellas respetando su autonomía. En esta última línea argumentativa, la relación de Dios con el resto de las creaturas no está mediada ni parece necesitar la acción humana.

Como se verá, Laudato Si’ nos invita a comprometernos decididamente en la promoción de una ecología integral. Justifica este deber fundamentalmente a través de tres líneas argumentativas que suscitan preguntas y abren espacios necesarios de clarificación y profundización. Sin embargo, el Papa nos invita claramente a revisar nuestro estilo de vida y algunos valores que lo han fundado. Ojalá no desoigamos esta invitación. MSJ

[1] Vale la pena recordar especialmente dos de los mensajes papales con ocasión de la Jornada Mundial Anual de la Paz: el que expresó Juan Pablo II en 1990, Paz con Dios creador. Paz con toda la creación, y el de Benedicto XVI en 2010, Si quieres promover la paz, protege la creación.
[2] Los números entre paréntesis refieren a los números de la encíclica en los que se encontrará la idea mencionada.
[3] La noción de ecología integral aparece en los siguientes números: 10, 11, 62, 124, 137, 159, 225 y 230, y es especialmente desarrollada en el Capítulo IV de la Encíclica: 137-162.
[4] En teología la escatología refiere a la reflexión sobre el futuro o fin de los tiempos. Viene del griego esjaton (último) y logos (palabra o razonamiento). Por lo tanto, la escatología se ocupa de lo que la fe cristiana puede decir con respecto al destino último de lo creado: la muerte, la resurrección, el cielo, la vida eterna, etc.
[5] Ver Lisa Sideris, Environmental Ethics, Ecological Theology and Natural Selection (Nueva York: Columbia University Press, 2003), 202. Ver también “Religion, Environmentalism, and the Meaning of Ecology,” en The Oxford Handbook of Religion and Ecology, ed. Roger Gottlieb (Nueva York: Oxford University Press, 2006), 446-64.
[6] Laudato Si’, de hecho, señala la importancia de dejarnos interpelar profundamente por la información científica actual (15).
[7] La noción de administrador responsable viene del inglés steward, y son algunas iglesias protestantes norteamericanas las que primero profundizaron la noción de stewardship (administración) para describir el rol de la humanidad en relación con el resto de la creación. Con respecto a la crítica sobre esta noción, ver, por ejemplo, R. J. Berry (ed.), Environmental Stewardship. Critical Perspectives – Past and Present (Nueva York: T&T Clark, 2006).

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Fuente: Revista Mensaje, 641, agosto 2015, p. 18-23.

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