Lo que los Annales nos enseñaron no fue solo a mirar la historia de otra manera, sino a pensar en el presente con ojos distintos.
Con 18 años y una cabeza llena de nombres y fechas, me senté en mi primer curso de “Historia de la Historiografía” en la Universidad Diego Portales. Ahí estaba yo, en plena expectación juvenil, pensando que la historia era una suerte de desfile de grandes héroes y eventos memorables. Pero un nombre, “Escuela de los Annales”, cambió mi perspectiva para siempre. Fue el profesor Aldo Yávar quien me introdujo en esta corriente. Y qué introducción fue. Sus clases me despojaron de la idea simplista de la historia que cargaba conmigo desde el colegio. Ya no había héroes únicos en la línea de tiempo, ni batallas gloriosas adornadas con fechas perfectas. De repente, todo se trataba de estructuras, de economía, de mentalidades, de lo invisible, de lo que mueve a los pueblos sin que nadie lo vea.
¡Los Annales! ¿Quién lo hubiera dicho? Un nombre tan sencillo, pero con tanto peso en la academia. La historia dejó de ser un cuento de hadas con protagonistas incuestionables para volverse una trama mucho más profunda, estructural, en la que lo cotidiano, lo económico y hasta lo mental jugaban roles protagónicos. Ese cambio de enfoque fue como un terremoto en mi cabeza, un auténtico punto de inflexión.
La Escuela de los Annales, aquella revista fundada en 1929 por Marc Bloch y Lucien Febvre, fue una rebelión en su propio sentido. Frente a la historia política tradicional, descriptiva, empirista y obsesionada con hechos únicos y nombres resonantes, los Annales propusieron algo radical: una historia total. Ya no importaba solo el rey, sino su campesino; no solo la guerra, sino el clima en el que se libró. Y, más allá de los eventos, las grandes estructuras económicas y sociales empezaron a contar su historia silenciosa. Este enfoque interdisciplinario, apoyado en teorías y métodos de las ciencias sociales, rompió con los moldes rígidos y abrió un campo fértil donde florecería una nueva forma de entender el pasado.
La Escuela de los Annales, aquella revista fundada en 1929 por Marc Bloch y Lucien Febvre, fue una rebelión en su propio sentido.
Mi primera aproximación teórica fue leyendo a Marc Bloch. Recuerdo cómo me impactó su libro Introducción a la Historia. La historia ya no era un museo de fechas y proezas, sino un laboratorio lleno de variables complejas, dinámicas y en constante movimiento. Leer a Bloch fue como adentrarme en un bosque espeso de ideas, en donde la luz se filtraba entre las ramas, revelando pequeños fragmentos de verdad aquí y allá. Pero no fue solo un libro; fue un viaje. Mi viaje personal hacia una nueva comprensión de la historia, mucho más rica y compleja.
La historia que los Annales proponían no era lineal ni determinista. Era fluida y, en muchos casos, caótica. Pero esa misma caoticidad escondía patrones, ciclos y estructuras que un historiador atento podía desentrañar. Fue en los 50 y 60 cuando la escuela, bajo la influencia de Fernand Braudel, alcanzó su mayor esplendor. Braudel, ese titán de la historiografía, amplió los horizontes de la historia hasta donde nadie había llegado. El tiempo ya no era homogéneo. Había tiempos cortos, medianos y largos. Y no se trataba solo de cambios rápidos o revoluciones repentinas; Braudel nos enseñó a mirar los lentos movimientos tectónicos de la sociedad: las economías, las estructuras de poder y las mentalidades colectivas. Estos eran los auténticos motores de la historia.
Recuerdo como si fuera ayer cuando el profesor Yávar mencionó a Braudel en clase. Nos hablaba de su monumental obra El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II, un texto que analizaba el mar no solo como escenario de eventos históricos, sino como un protagonista en sí mismo. ¿El mar como protagonista? ¡Qué concepto tan radical! Aquello fue un shock para mi mente juvenil. La geografía, las rutas comerciales, el clima; todo eso moldeaba la historia de formas que los viejos historiadores, centrados en reyes y batallas, jamás habrían podido imaginar.
Sin embargo, el auge de los Annales también trajo sus detractores. En los años 80, cuando parecía que todo lo que podía decirse sobre estructuras y mentalidades ya se había dicho, empezaron a surgir voces que clamaban por el retorno de la narrativa, del acontecimiento singular, del protagonismo de los individuos. Era una reacción casi natural. Las ciencias sociales, que tanto habían influido en los Annales, atravesaban su propia crisis. El estructuralismo se tambaleaba, el marxismo perdía fuerza, y las certezas de décadas anteriores se disolvían en la incertidumbre posmoderna. Incluso la propia revista Annales se hizo eco de esta crisis en 1988, reconociendo la necesidad de una reflexión profunda sobre su propia razón de ser.
Pero, a pesar de todo, la Escuela de los Annales dejó una huella imborrable en la historiografía mundial, y por supuesto, en la chilena. Fue en la década de los 80 cuando los Annales llegaron a Chile con fuerza, influenciando a toda una generación de historiadores que buscaban alejarse del modelo positivista y nacionalista imperante. En un contexto marcado por la dictadura militar, esta corriente brindó una nueva manera de entender la historia chilena, enfocándose en las estructuras profundas de poder, las clases sociales y las mentalidades colectivas. La historia económica y social adquirió un protagonismo inusitado, y la mirada de largo plazo, tan propia de Braudel, encontró terreno fértil en el análisis de la historia chilena.
Lo que fue revolucionario en Francia, lo fue también para nosotros. Y no solo en lo académico. Para mí, personalmente, conocer esta corriente fue como encontrar una llave que abría puertas a nuevas formas de pensar, no solo sobre la historia, sino sobre la sociedad en general. La idea de que detrás de los grandes nombres y las grandes fechas había fuerzas silenciosas trabajando, moldeando y transformando la realidad, me cambió para siempre. Porque, al final, lo que los Annales nos enseñaron no fue solo a mirar la historia de otra manera, sino a pensar en el presente con ojos distintos. Nos enseñaron a buscar lo que está oculto bajo la superficie, a comprender que detrás de cada acontecimiento visible hay un mundo entero de fuerzas invisibles trabajando.
Quizás sea por eso que, a pesar de las críticas, los Annales siguen siendo una referencia ineludible. Porque nos invitan a cuestionar, a profundizar, a ir más allá de lo evidente. Nos recuerdan que la historia no es solo una sucesión de eventos, sino un campo vasto y complejo donde cada pequeño detalle cuenta. Y esa, al menos para mí, es la verdadera magia de la historia. La magia que descubrí a los 18 años en la Universidad Diego Portales, gracias a los Annales y, claro, al gran profesor Aldo Yávar.
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