Aun cuando el planeta se nos escape de las manos, siempre será posible sanarlo y mejorarlo en el propio “metro cuadrado”, es decir, en ese reducido lugar del que nos ocupamos, el jardín, la distinción entre basuras o el tipo de envases que usamos.
A estas alturas la comunidad científica internacional está de acuerdo con que la catástrofe medioambiental inminente es el gran tema. Pregúntesele también a los brasileros anegados de Rio Grande do Sul o a los habitantes de Nueva Delhi que han debido soportar más de cincuenta grados de calor.
¿Qué hacer? ¿A quién corresponde hacerlo? Ayudará combinar ciencia + sabiduría; y, en lo inmediato: técnica + conversión. La ciencia y la técnica son instrumentos indispensables para revertir el curso a la catástrofe. La sabiduría, por su parte, exige una conversión del corazón, un giro en la mirada o un nuevo modo de experimentarse en el mundo indispensable para modificar el rumbo, una transformación subjetiva que integre el sentir de la Madre Tierra.
Son dos saberes diferentes que debe conjugárselos para forjar otra civilización o, al menos, en el campo doméstico, estilos de vida más humanos. Es inimaginable pretender salir de la debacle en marcha sin la ciencia y la técnica. Pero, aun en el caso que a la larga el planeta se nos escape de las manos, siempre será posible sanarlo y mejorarlo en el propio “metro cuadrado”, es decir, en ese reducido lugar del que nos ocupamos, el jardín, la distinción entre basuras o el tipo de envases que usamos.
Hemos llegado a esta situación —opinión no solo mía— por haber confiado ciegamente en que la mera ciencia/técnica podían, por sí solas, ofrecer a la humanidad el sentido de la vida. La articulación entre este tipo de conocimiento y las sabidurías humanistas, filosóficas y teológicas que no se ha dado hasta ahora, debiera intentarse en adelante para frenar urgentemente el calentamiento global.
Si queremos gestar otra humanidad, es preciso avanzar en los dos frentes, comenzando por desarrollar una mística del “metro cuadrado”. Por pequeña que sea nuestra conversión —no dejar correr el agua de la llave, no comprar plásticos, acabar con el consumo superfluo, evitar los viajes en avión, ahorrar luz, aprovechar la energía solar en lo que se pueda, restaurar la vegetación y usar los medios públicos de locomoción—, esta será la más importante, ya que, sin ella, los cambios “macro” no se darán. Sin lo “micro”, lo “macro” no se conseguirá.
Si queremos gestar otra humanidad, es preciso avanzar en los dos frentes, comenzando por desarrollar una mística del “metro cuadrado”.
La integración de los saberes es la clave. Pues tampoco puede bastar una mística de lo pequeño que se desentienda de la suerte del resto de los seres del planeta. La falsa mística es siempre individualista. El egoísmo aliena de los demás y, como sin estos no hay futuro, la falsa mística también conducirá al desastre.
En estas circunstancias, es menester observar la experiencia espiritual de los medioambientalistas. No hablo de activistas que son cristianos o pertenecientes a otros credos. Me refiero a esos hombres y mujeres que, como los profetas de Israel, han sido ignorados, ridiculizados por décadas, e incluso martirizados por las empresas mineras y madereras extractivistas, como consecuencia de su compromiso medioambiental. Es cierto que hay varias formas de ecologismo. La mejor de ellas ha sabido conjugar aquellos dos órdenes de conocimientos. Algunos de ellos, como intelectuales orgánicos, nos llevan la delantera en los estudios y la generación de nuevos conocimientos, a la vez que en tomarse la calle para protestar y denunciar.
Unos últimos ejemplos: quizás alguien no pueda dejar de comer carne, pero puede pasar de la bencina a la electricidad y colaborar con las acciones mencionadas anteriormente; por lo menos grite al Estado para que no siga entregándole los humedales a la empresa privada.
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