La teología de los primeros siglos tuvo que preguntarse no solo por la relación entre el Hijo y el Padre, sino del Hijo con el tiempo y la eternidad.
De las pocas cosas en que podemos estar de acuerdo últimamente es que todo parece estar en constante cambio. Cambian las tecnologías, las mentalidades, las sociedades. Si todo estuviese sometido a los cambios en el tiempo, no tendríamos garantía de poder dar sentido a nuestra vida. No podríamos hacer ni construir nada duradero, valioso, confiando que mañana siguiera siéndolo.
Podemos construir nuestra vida en Dios, porque Dios no está sometido a los cambios del tiempo. Dios trasciende el tiempo: en otras palabras, Dios es eterno. El tiempo forma parte de la creación de Dios. Por eso la teología de los primeros siglos tuvo que preguntarse no solo por la relación entre el Hijo y el Padre, sino del Hijo con el tiempo y la eternidad.
Por una parte, las personas nos recibimos de nuestro padre y nuestra madre. Al engendrarnos, nos comunican algo de su ser, que pasa a formar parte de nosotros, y nos vincula con ellos. Cuando nos referimos al Padre y el Hijo, afirmamos por analogía esa vinculación profunda entre ambos.
Por otra parte, en el caso de las personas, nuestra vida tiene un origen en el tiempo. Primero no existimos, y en cierto momento empezamos a existir. Sin embargo, esto no ocurre con el Hijo. Esto es lo que expresa «nacido antes de todos los siglos». El Padre da su ser al Hijo, se da todo por entero, pero no en un momento puntual, sino más allá del tiempo: por toda la eternidad. El Hijo, por tanto, es también eterno.
El Padre da su ser al Hijo, se da todo por entero, pero no en un momento puntual, sino más allá del tiempo…
Porque el Hijo es eterno, puede mediar nuestra relación con el Padre, y por su encarnación, nos da acceso a Él. Gracias a ello podemos construir una vida con sentido basada en la donación, y creer que hay un amor para siempre.
Fuente: https://pastoralsj.org / Imagen: Pexels.