La codicia es mucho más que la necesidad o el deseo.
Hoy en día, cuando hay desigualdades enormes en nuestro mundo, hay que entender bien este mandamiento. Porque, veamos, ¿no es comprensible que si yo no tengo nada y veo que alguien tiene mucho —o de sobra— yo pueda desear algo de lo que esa otra persona tiene? ¿No es normal desear lo que puedo necesitar? ¿No es profundamente humano preguntarse lo que sería la vida si pudiera uno tener las seguridades, el bienestar o las oportunidades de otros? ¿No hay situaciones donde el deseo de estar en el lugar del otro sería, no solo razonable, sino legítimo? Por supuesto que lo es. Imagina, por ejemplo, que padeces una enfermedad que te limita, y que ves con cierta añoranza la salud en otros. Quizás haya una gran libertad en llegar a aceptar aquello que no puedes cambiar, pero ¿no es comprensible el aspirar a lo que ves que otros tienen y tú no? O si pasas hambre o carencias en cuestiones básicas, ¿cómo no desear lo que en otras vidas es abundancia y seguridad? Todo eso es comprensible, y es humano.
Este mandamiento, sin embargo, va más allá. Apunta directamente a la codicia. Hablar de codicia implica un sentido acumulativo, una intención de acaparar. La codicia es mucho más que la necesidad o el deseo. El codicioso es el que quiere almacenar, el que se va dejando apresar por lo que no necesita, el que desea cambiarse por otro, no desde la necesidad real, sino desde la envidia de otras situaciones. Ahí hemos dado con otro concepto clave: la envidia. Ese demonio que cuando muerde es devastador. Esa incapacidad de respetar el bien de otros, o esa búsqueda desesperada de vivir la vida de otros. Y la trampa es que, demasiadas veces, eso se produce a costa de ser ciego a lo que, en la propia vida, es oportunidad, bendición o bien propio.
Por otra parte, este mandamiento habla de «bienes ajenos». Es interesante, porque se ha utilizado mucho para justificar la propiedad privada como algo querido por Dios. Sin embargo, también aquí hay toda una pedagogía. ¿A qué puedo llamar mío? ¿De qué puedo apropiarme? ¿En qué consiste ese derecho a la «propiedad»? No cabe duda de que hay límites (por ejemplo, hoy tenemos muy claro que las personas no son propiedad de nadie). ¿Podría alguien apropiarse del aire? ¿Del oxígeno? ¿De la luz del día? ¿Del agua? (desgraciadamente, esto último hace pensar seriamente en la posibilidad de que en el futuro sí). Hay toda una reflexión muy necesaria sobre cuáles son esos bienes susceptibles de ser poseídos. Y sobre los límites de esa capacidad de enajenarlos (es decir, convertirlos en algo ajeno). También hay una reflexión sobre qué es de verdad necesario para vivir, y si en este mundo no estamos construyendo demasiadas vidas e historias sobre una desigualdad que no está —en ningún caso— en el proyecto de Dios. Quizás la vida debería ser algo más sencillo para todos.
Pero volvamos al mandamiento y su horizonte. En definitiva, la clave para comprender este último mandamiento es verlo como un camino de liberación frente a la codicia. Porque la codicia te hace incapaz de valorar lo que sí tienes, no te permite disfrutarlo y alegrarte con ello. Te encierra en la prisión de los anhelos siempre insatisfechos. Y te lleva a vivirte desde la comparación constante, en la que siempre sales perdiendo.
_________________________
Fuente: https://pastoralsj.org