Hacer ascesis con nuestras palabras es ser lo suficientemente valientes —y fuertes, si se quiere— como para dejar que mueran dentro algunas quejas.
Se nos invita a expresar todo lo que llevamos dentro, a no guardarnos nada. Es bueno dejar claro lo que nos molesta de los demás. Porque si no, aquello que nos callemos se irá haciendo bola y acabaremos explotando. Porque merecemos que se sepa lo que pensamos. O porque ser sinceros parece convertirnos automáticamente en coherentes.
Es verdad, hay silencios que nos encierran y nos bloquean. Son los silencios que nacen del dolor o de la vergüenza. Y del temor a lo que puedan hacernos (o a lo que ya nos han hecho). Estos silencios han dañado a demasiada gente.
Sin embargo, ¿no sería también bueno callarnos de vez en cuando? Me refiero a acallar ciertas críticas que llevamos dentro: críticas a rivales, instituciones, compañeros, formas de entender la realidad, proyectos… Nuestro repertorio de críticas, aireadas cansinamente en la conversación y las redes sociales, que tan bien nos dejan porque lo equivocado —claro— suele estar fuera.
¿No sería también bueno callarnos de vez en cuando? Me refiero a acallar ciertas críticas que llevamos dentro: críticas a rivales, instituciones, compañeros, formas de entender la realidad, proyectos…
¿No son a menudo nuestras quejas tristes destilados de soberbia, por mucho que las maquillemos de análisis clarividentes, de lúcidos discursos o de palabras proféticas? ¿No terminan por esclavizarnos con redes y cadenas? ¿No se habrán apoderado ya de nuestra memoria, nuestro modo de pensar, sentir, desear, determinarnos, amar?
Frente a la queja crónica —convertida en hábito— necesitamos recuperar una sana ascesis de nuestras palabras. Nos tocará ser asertivos, sin duda; pero también con nosotros mismos y nuestras derivas. Vencerse a uno mismo exige aún el esfuerzo de callarse por momentos las críticas y las quejas. Esto no implica resignarse a ser espectadores ciegos, ni fingir que todo vale, que no hay verdad, ni bien, ni bondad. Tampoco es convencernos de que calladitos no molestamos y estamos más guapos. Ni renunciar a hablar las cosas con quien las pueda solucionar.
Hacer ascesis con nuestras palabras es ser lo suficientemente valientes —y fuertes, si se quiere— como para dejar que mueran dentro algunas quejas. Para renunciar a esparcir todo eso que nos enfría y nos apaga. Es callar por amor. Porque tal vez no hace falta decirlo todo.
Fuente: https://pastoralsj.org / Imagen: Pexels.