Las aves siguen siendo un signo de los tiempos, un auspicio que debemos interpretar como los antiguos augures y como el propio Jesús, que nos pidió que las mirásemos atentamente.
Auspiciar, del latín auspiciare, significa adivinar o predecir, literalmente mirar (spicio) las aves (avis). La observación atenta de los pájaros —un auspicio— era una práctica común en el mundo antiguo por medio de la cual los augures adivinaban lo que iba a suceder. Las aves eran mensajeras de los dioses, de ahí que conocerlas e interpretar sus comportamientos fuese una cuestión vital.
Los pájaros forman parte también del imaginario de todas las religiones. En la Biblia encontramos numerosas referencias a las aves e invitaciones constantes a contemplarlas y aprender de ellas. Los evangelios muestran a un Jesús ornitólogo, que nos propone observar el comportamiento de estos sorprendentes animales alados y aprender de ellos: «Mirad las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros, y, sin embargo, vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No sois vosotros de mucho más valor que ellas?» (Mt 6, 26).
En el siglo XX, los psicoanalistas han afirmado que la atracción que ejercen las aves y la visión positiva que de ellas se tiene en la mayoría de las culturas —y la razón, por tanto, que explica la facilidad con la que nuestra psique las acepta y les otorga un valor simbólico profundo— está relacionada con la ascensión y el deseo de elevación, y con la interpretación del vuelo como símbolo de purificación, libertad y protección.
Los griegos empleaban el término averno (áornos) para designar los infiernos. Etimológicamente, averno (de a, sin, y ornis, ave) significa «sin pájaros», el lugar al que no se acercan las aves. El averno es, por tanto, un lugar sin aves, sin augurios, sin sueños, sin futuro.
Las aves, como el resto de las formas de vida, han atravesado épocas de extinción y épocas de radiación evolutiva. En la actualidad, debido a la rápida transformación de los ecosistemas terrestres por la acción humana, se ha acelerado su ritmo de extinción. En sentido biológico no resulta exagerado afirmar que nos encaminamos hacia un averno.
Entre todas las aves, sin embargo, las terrestres o no voladoras son especialmente vulnerables a los cambios. Al perder la capacidad de volar su supervivencia depende de su habilidad para correr o nadar. Los pingüinos son el grupo más conocido de estas aves, aunque hay muchas más —unas 60 especies— como el avestruz, el faisán, el ñandú, el emú o el kiwi.
Las aves terrestres fueron comunes en el pasado, pero los mamíferos ocuparon su nicho ecológico y las acabaron desplazando. Han sobrevivido solo en sitios remotos y extremos o en islas lejanas, donde nadie las desplaza. El mensaje del registro fósil es claro: cada vez que un ave pierde la capacidad de volar, su posibilidad de extinción se dispara.
A la luz de la larga y fascinante historia de estos sorprendentes animales alados, la exhortación del Maestro —«Mirad las aves del cielo»— adquiere una actualidad insospechada. Porque la religión, como las aves, cuando deja de mirar al cielo pierde ‘las alas’, se atrofia y termina por desaparecer.
Las aves siguen siendo un signo de los tiempos, un auspicio que debemos interpretar como los antiguos augures y como el propio Jesús, que nos pidió que las mirásemos atentamente. Alcemos pues la vista al cielo y contemplemos las aves para no perder nunca la capacidad de volar.
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Fuente: https://pastoralsj.org