VI Domingo de Pascua. La paz que Jesús propone es uno de los más grandes signos de la presencia de Dios y de la llegada del Reino.
Hechos de los Apóstoles 15, 1-2. 22-29: “El Espíritu Santo y nosotros hemos decidido no imponerles más cargas que las necesarias”.
Salmo 66: “Que te alaben, Señor, todos los pueblos. Aleluya”.
Apocalipsis 21, 10-14. 22-23: “Un ángel me mostró la ciudad santa, que descendía del cielo”.
San Juan 14, 23-29: “El Espíritu Santo les recordará todo cuanto yo les he dicho”.
Sebastián, encargado de su rancho, siente que ha llegado al límite. Los constantes conflictos y la violencia que surgen por todas partes han debilitado a su comunidad. “Cuando no son problemas familiares, se suscitan dificultades con un vecino; cuando parece que vamos saliendo de los desacuerdos, aparecen divisiones políticas, nuevos atentados. En estos días se agravan las relaciones por la pobreza, la migración, la violencia y hasta la droga. Parece que todo fuera cuestión de pleitos y agresiones. Me siento como vacío, como una cubeta que se le escapa el agua por todas partes y ya no sé cómo animar a la comunidad. ¿Nunca vamos a poder estar en paz?”. Y su rostro transmite esa sensación de impotencia y angustia que en nuestro mundo agobia a muchas familias. ¿Podemos estar en paz?
Tierno y confidente se nos presenta el ambiente de despedida en el pasaje de este domingo. Jesús está por ser entregado, sus discípulos se dispersarán, unos lo negarán, otro lo traicionará, todos estarán desconcertados y, sin embargo, Jesús en su despedida les trasmite un mensaje de paz, de armonía y de mucha seguridad. En primer lugar, les manifiesta una experiencia de Dios muy distinta de la que normalmente aparece en el Antiguo Testamento, ahora Jesús anuncia y revela una nueva presencia de Dios muy cercana. El Padre no es un dios lejano, sino que se acerca al hombre y vive con él, formando comunidad con el ser humano, objeto de su amor. “Haremos en él nuestra morada”, promete Jesús. No se tendrá que ir a buscar a la montaña, ni a través de intérpretes y mediadores, sino que hay que dejarse encontrar por Él, descubrir y aceptar su presencia en una relación no de siervo ni de esclavo frente al Señor, sino que en una relación de Padre-hijo. Nunca estaremos perdidos en nuestra soledad; en el santuario más inviolable de nuestra intimidad tenemos la compañía del Dios uno y trino. Así que frente a todos los males y negros presagios que se avecinan, Jesús ofrece una nueva experiencia de Dios que animará, fortalecerá y mantendrá en fidelidad a los discípulos.
Cuando nosotros vivimos con miedo y desesperación, podemos incurrir en muchos errores. La violencia y la injusticia no se aplacan con más violencia, pero tampoco se terminan con las indiferencias o las apatías. La paz que Jesús propone es uno de los más grandes signos de la presencia de Dios y de la llegada del Reino. No consiste en la ausencia de problemas ni tampoco en el aguantarse a más no poder para no afrontar consecuencias mayores. No se trata de la paz impuesta por las armas o por los poderes, basada en la esclavitud, la guerra o la mentira. No es un equilibrio de fuerzas políticas o sociales que prefieren no enfrentarse para no hacerse daño y permiten seguir viviendo a cada cual con sus injusticias. Ni siquiera se trata solo de una serenidad interior capaz de afrontar los desequilibrios y dificultades. La paz que Jesús nos ofrece es el don de Dios que garantiza la dignidad y seguridad de todo hombre, su bendición creadora de justicia y de un estado de bienestar material y espiritual. Es lograr un crecimiento integral, un suficiente abasto de alimentos y salud para todos, las relaciones amistosas con Dios y con los hermanos. Es lograr para hombres y mujeres todo aquello de lo que el hombre tiene necesidad tanto en el plano horizontal como el plano vertical. Si nosotros buscamos esa paz que Jesús nos desea, viviremos sin agitación y sin miedo, y construiremos esa nueva humanidad que Dios desea.
En este nuestro mundo donde la violencia se ha adueñado de todos los ámbitos, donde se justifican las guerras más crueles y pasan desapercibidas las muertes de tantos hermanos nuestros; donde corremos el riesgo de perder la paz, de acobardarnos, Cristo nos invita a que fortalezcamos nuestro corazón. ¿Cómo no tener miedo a los horrores del narcotráfico cuando se ha metido a todos nuestros pueblos y a todas las comunidades? ¿Nos quedaremos cruzados de brazos viendo cómo nuestros jóvenes y hasta los niños se corrompen y se contagian de la ambición del poder, del dinero y del vicio? Escuchemos la palabra de Jesús, descubramos las verdaderas causas y ataquemos, no con las armas que no sirven prácticamente de nada, sino yendo al fondo de los problemas. Si logramos dar valores y fortaleza de corazón a los niños y a los jóvenes, no caerán en las garras del vicio. Pero si descuidamos su educación y nosotros mismos no somos ejemplo de coherencia y de perseverancia, ¡qué fácil caerán los ingenuos jóvenes! Es doloroso escuchar que algunos jóvenes ya no tienen más aspiraciones que entrar a pandillas y cárteles de droga. Tenemos que ofrecer con mayor entusiasmo y coherencia la propuesta de Jesús. La paz nos debe entusiasmar. No tengamos miedo.
No estamos solos en esta tarea de construir la paz. El gran regalo que nos ofrece Jesús en su despedida es el Espíritu Santo. Si pensamos tan solo en lo que significa la palabra “Paráclito”, descubriremos la gran misión que él tiene en nuestro corazón: defensor, intercesor, abogado, iluminador, consolador, maestro, protector, constructor y cuidador de la comunidad y de cada uno de sus miembros. Él nos enseña y recuerda lo que ha dicho Jesús, pero también infunde en cada uno de nosotros un dinamismo interior para acogerlo y ponerlo en práctica en nuestra vida diaria. No podemos estar huecos ni vacíos por dentro cuando tenemos el Espíritu Santo. No podemos ser un cubo seco que derrama y desperdicia toda el agua, cuando el Espíritu Santo hace brotar una fuente en nuestro interior. Cuando no se cree en el Espíritu se vive con miedo a la libertad y cerramos las puertas a Dios y a nuestra propia realización. El Espíritu nos da esa energía para vivir de una manera más humana y liberadora que nos anima y dinamiza nuestras comunidades. Hoy debemos llenarnos de esperanza, abrirnos a Él y dejarnos conducir por su fuerza. El cristiano es un constructor de la paz bajo el impulso creador y gozoso del Espíritu. ¿Vivimos angustiados y temerosos o nos dejamos guiar por el Espíritu? ¿Buscamos dinámicamente nuevos caminos para educar, alentar y construir? ¿Somos sembradores de esperanza? ¡Dejemos actuar al Espíritu en nuestras vidas!
Concédenos, Padre de bondad, continuar celebrando con amor y alegría la victoria de Cristo resucitado, y, superando nuestras angustias y nuestros miedos, dejarnos conducir por tu Santo Espíritu. Amén.
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Fuente: https://es.zenit.org