Como escritor, este venezolano acaba de ganar una novela en la que explora el mito de los licántropos; como psicólogo clínico comunitario, acompaña a las víctimas de la violencia y persecución política; y desde la academia, investiga sobre el impacto de la crisis de las democracias en la salud mental de las personas.
Frente a Pedro Rodríguez uno se pregunta si se estará haciendo realidad la ficción metafísica del doble de Borges. Porque Pedro Rodríguez, nacido en Venezuela en 1974, psicólogo clínico comunitario, discípulo de Maritza Montero, es la vez Pedro Rodríguez, escritor avecindado en la ciudad de Cali, en Colombia, ganador de la primera edición del Concurso Latinoamericano de Novela Corta Fabla Salvaje (2020) con su obra La última esperanza de los hombres lobo. Pero no se trata de ficción ni coincidencia, sino de la misma persona, del mismo psicólogo que vive junto a su familia en el exilio y que trabaja tanto en la clínica y la investigación como en la escritura.
Como psicólogo, estudia y realiza trabajo psicoterapéutico con población refugiada y desplazada, con víctimas de violaciones a derechos humanos por violencia política, policial y de género. Como escritor, transita por el territorio del “detectivismo literario y las especulaciones narrativas”, frase inspirada en una de sus obras.
—Si usted me pregunta, hubiera preferido dedicarme a asuntos más sublimes, a la literatura en sus sentidos más hermosos, pero no tuve esa oportunidad —explica. Incluso, cuenta que como psicólogo tampoco eligió la especialidad a la que se dedica:
—Yo soy un psicólogo a medio camino entre la psicología clínica y la psicología social. Esos han sido mis dos grandes abrevaderos. Justamente en ese espacio fue donde tuve el inmenso privilegio de conocer a Maritza Montero (una de las primeras psicólogas comunitarias del mundo), quien fue mi profesora en la época del posgrado en la Universidad Católica Andrés Bello y luego mi directora de tesis doctoral en la Universidad Central de Venezuela. Comencé trabajando a través de la intervención psicológica en el mundo de la pobreza, porque vengo de un país donde la inequidad ha sido muy grande y donde los retos de intervención eran muy significativos. Pero luego me ha tocado trabajar en migración. Primero, porque mi país se convirtió, a partir de 2016, en el principal generador de migrantes del continente; en segundo lugar, porque yo mismo soy un migrante y mi familia es una familia migrante y me he sensibilizado, he tenido que vivirlo. Y, tercero, porque mi consulta psicológica está repleta de migrantes. Así que la migración se terminó convirtiendo en un problema y me vi obligado a estudiarla como psicólogo clínico y social.
LA ESCUELA DE LA PSICOLOGÍA POLÍTICA LATINOAMERICANA
—¿Cómo llegó usted a la psicología política?
Como psicólogo, no me quedó más remedio que pensar en los problemas de psicología política, porque la política se metió en el ámbito subjetivo de una manera tan dramática que me fue imposible ignorarlo. Yo era un psicólogo joven el año 2002, cuando comenzaron los problemas más intensos en mi país. Recuerdo que muchos psicólogos nos reunimos en el aula magna de la Universidad Andrés Bello en Caracas. Prominentes figuras decían: “Tenemos que lograr que la psicología esté lo más neutra posible en estos escenarios”. Pero, a poco andar, nos dimos cuenta de que eso era imposible, como es imposible permanecer indiferente ante un tsunami, catástrofe, o terremoto, ante un evento dramático y ominoso, porque se convierte en motivo de sufrimiento. Cuando Hugo Chávez aún gozaba de estima a nivel internacional y popularidad, me tocó trabajar con estudiantes que habían sido víctimas de tortura, así como con población desplazada que venía de Colombia, completamente desatendida por su gobierno: ahí no había manera de no darnos cuenta de que estaban operando muchos otros elementos en la dimensión política. Poco tiempo después, un infausto médico creó el primer concepto o primer diagnóstico político del siglo XXI, algo conceptualmente mediocre y estúpido. Pero este sujeto, Erick Rodríguez Miérez, usó la terminología de “disociación psicótica” para diagnosticar a las personas que no eran proclives al gobierno del teniente coronel Hugo Chávez. Entonces nos fue imposible no responder desde la psicología, porque claramente había una utilización partidista de categorías psicológicas.
—Psicología política: ¿qué significa en concreto ese término?
Tiene variantes, pero responde a la necesidad de considerar las afectaciones que las circunstancias políticas pueden tener sobre los individuos, grupos, sociedades, y cómo estos procesos pueden ser vividos y sufridos. Quizás no es una tradición que goce de la publicidad o posicionamiento que pueden tener otras corrientes de la psicología, pero es una tradición fuertemente arraigada en el pensamiento social de América Latina.
—¿Cuáles son sus autores principales?
Podemos comenzar a ver textos tempranos y dispersos desde la década de los setenta. En los ochenta hay un texto emblemático, una compilación que hizo Maritza Montero, editado por Editorial Panapo, que se llama Psicología política latinoamericana, cuyos autores venían trabajando estos temas en países como Chile, Argentina, Brasil, Puerto Rico, Colombia y Venezuela. Quizá la figura más representativa de esos años es Ignacio Martín-Baró, sacerdote jesuita asesinado en El Salvador en 1989. El fue compilador del libro Psicología Social de la Guerra, donde encontramos uno de los primeros intentos por pensar en los fenómenos de la violencia en América Latina desde una lectura psicológica o psicosocial, como se dice más recientemente.
—Frecuentemente se dice que América es un continente de migrantes, ¿en qué se diferencian los antiguos fenómenos migratorios del actual?
Efectivamente, nuestro continente está marcado por la migración, desde que se inició su inserción en la historia occidental a partir de 1492, y luego en diferentes olas del siglo XIX y XX. Lo que creo que la hace particularmente diferente a la situación actual es que, además de los fenómenos de migración global que típicamente se han mantenido en la región, en el caso concreto de Venezuela la diáspora incluye a todo el tejido social de manera masiva y en un periodo de tiempo breve, y tiene características comparables con la situación de Siria, producto de la guerra. Venezuela objetivamente no está en guerra, aunque subjetivamente es bastante obvio que hay un gobierno que ejerce persecución plena contra un grupo específico de la población y una crisis humanitaria compleja, aunque intente ser explicada por factores políticos. De Chile, lamentablemente hemos conocido terribles posicionamientos por parte de algunos operadores políticos, negando la condición de crisis humanitaria compleja. Me entristece y me defrauda, porque Chile fue un país al que le tocó vivir el sufrimiento en décadas recientes.
Yo diría que ahí está la diferencia. Aunque sabemos que cuando son muy numerosos, los procesos migratorios pueden implicar valoraciones negativas, como la xenofobia. Hay casos como el de Venezuela, en el que las causas de la migración terminan siendo muy distorsionadas por intereses políticos, descontextualizando el sufrimiento humano que se encuentra detrás de ella.
DEMOCRACIA Y SALUD MENTAL
—¿Qué debería preocuparnos del presente?
El primer gran problema de nuestro continente es la inequidad y la injusticia social, y muchos otros problemas se derivan del modo como abordamos precisamente la injustica y la inequidad social. Luego, creo que enfrentamos grandes amenazas a la posibilidad de vivir en sistemas democráticos debido a autoritarismos, personalismos y caudillismos de todos los signos, de izquierda y de derecha, que hemos visto emerger o resurgir en las últimas décadas. La pregunta es cómo ponemos coto a los abusos por parte de quienes logran tener control de decisiones estratégicas que afectan a millones de personas en la región.
En directa relación con ello, es alarmante la desinstitucionalización de nuestros diferentes Estados, que ha dado paso a fenómenos donde son posibles, o factibles, actos de corrupción y de utilización interesada de los recursos públicos, de negación de la justicia, de incumplimiento de parámetros elementales de derechos humanos y del no rendir cuentas ante la sociedad, de manera justa y equitativa.
Nos debe preocupar mucho el medio ambiente. Es un lugar común decir que en nuestras inmensas zonas en la Amazonía está el pulmón del mundo, pero somos testigos de cómo existen amenazas cada vez mayores que no se detienen. Creo que nos tiene que preocupar mucho la forma como resolvemos las oportunidades de educación y la interrupción de la escolaridad y velar por las posibilidades de ascenso social de nuestros grupos más desprotegidos. Sabemos que la probabilidad de vivir un ascenso social significativo se vuelve difícil cuando los procesos de escolarización no se concluyen. Y en nuestros jóvenes se encuentran en forma muy real los recursos básicos sobre lo que significa soñar, proyectar ideales, y ellos son también quienes tarde o temprano terminan asumiendo las responsabilidades de ser figuras clave en gestión de fenómenos de la sociedad.
—Con respecto a las posibilidades de cambio, ¿cree que algo está cambiando, para bien o peor?
En este momento soy pesimista. Nuestra región vivió a finales del siglo XX supuestas oportunidades de cambio; se creyó que ideas progresistas iban a tomar el poder para realizar modificaciones significativas. Es evidente que tal cambio no ocurrió. Y no solamente no ocurrió, sino que en algunos casos dichas “oportunidades” resultaron nefastas para sus poblaciones. Veo con mucha preocupación en el presente cómo los diferentes grupos de intereses se posicionan a través de este fenómeno de la posverdad, que ha generado tantas matrices informativas como narrativas interesadas, enmascarando así la injusticia, el dolor, y el sufrimiento humano. Esos motivos me hacen ser pesimista y anhelar que existan oportunidades reales, ojalá cercanas en el tiempo, de justicia, de equidad, de respeto a los derechos, más allá de la adhesión a diferentes grupos políticos o ideológicos.
—El optimismo y la esperanza son términos similares, pero no son iguales. ¿En qué pondría su esperanza en este minuto?
Efectivamente, son conceptos diferentes. Estamos obligados en tener siempre esperanza en las personas que a diario luchan por condiciones de vida más justas; tenemos que tener esperanzas en ellas, en quienes sufren y en quienes de alguna manera silenciosa resisten situaciones sociales adversas. Es nuestra responsabilidad tener esperanza…
SU CARRERA COMO ESCRITOR
—¿Existe alguna conexión entre su experiencia como psicólogo y los temas que aborda como escritor?
No puedo dar una respuesta completamente segura, porque hago psicología y literatura hace tanto tiempo que no sé qué tienen que ver una con otra, me es difícil establecer alguna fuente de influencia recíproca. Me interesan aspectos de la literatura que son autónomos y ciertos problemas de la psicología que son propios. En mi última novela, efectivamente hay elementos relacionados con la distorsión de la realidad, pero al escribirla no quería explorar la distorsión de la realidad.
—¿Por qué abordó la leyenda de los hombres lobo?
Soy un lector muy agradecido de David Foster Wallace. La historia trata de una persona que cree encontrar en la obra de ese autor claves que le sugieren un complot contra los hombres lobo; esta persona, que está un poco perturbada, cree que escritores como Roberto Bolaños y Cortázar pudieron ser hombres lobo y quizá incluso asesinados por ello. Entonces él visita la historia del hombre lobo en la literatura, desde épocas muy remotas, y explora creyendo encontrar más claves y explicaciones bastantes delirantes. Es el juego en esa historia. MSJ
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Pedro Rodríguez, psicólogo clínico comunitario y escritor venezolano, ganador de la primera edición del Concurso Latinoamericano de Novela Corta Fabla Salvaje (2020), con su obra La última esperanza de los hombres lobo. Pronto también publicará Dimensiones de la exclusión psicosocial: elementos para la teoría, la investigación y la intervención, bajo el sello editorial de la Universidad del Valle.