Los cristianos recibimos en el bautismo un modo de sentir, de gozar, de pensar y de imaginar una fraternidad universal que no depende de los políticos ni de la buena voluntad de nadie. Recibimos una pertenencia que se nos impone, como se nos imponen la madre y el padre que nos tocaron.
¿Por qué, para qué, bautizar a un niño?
Se han levantado estas preguntas.
Esta vez no tienen que ver con que sería mejor que las personas se bauticen adultas. No necesariamente. El cataclismo eclesiástico y la estampida de los católicos laicos hacen dudar de la conveniencia de bautizar a un niño o niña. Hacerlo, ¿no sería a futuro exponerlos a las decisiones de una institución en la que no se puede confiar?
Pienso que sí es bueno bautizarlos y mientras menores mejor.
Me explico, aunque tengo el viento en contra. Iniciar a un pequeño en una tradición que tiene tres mil años de antigüedad equivale a dotarlo de humanidad. Esta puede recibirla de otras tradiciones. El Occidente secular se ha nutrido de la filosofía griega y del cristianismo, pero no parece necesitarlos más. Los occidentales alcanzaron la autonomía, la mayoría de edad, y pueden ahora caminar sin ayudas religiosas. Pero, ¿hay algo que nuestra cultura actual no puede, o todavía no puede, transmitir a las siguientes generaciones? No sé. Tal vez. Quizás haya un aporte al ser humano que solo las religiones pueden hacer.
Los seres humanos no venimos al mundo formateados. Los animales sí. Requerimos ser educados por nuestros progenitores y no pocas veces necesitamos crear algo nuevo, inventar pasos que a futuro den un ejemplo o le abran un camino a las generaciones que vienen detrás. Poco después de nacer, comenzamos a ser formados por la cultura que nos recibe, la que llega a pertenecernos porque, a su vez, le pertenecemos. Somos la cultura que nos reconoce y que nosotros mismos, en cuanto integrantes de ella, también gestamos.
Pues bien, si atendemos a las pertenencias, la mayor o menor riqueza de las vidas se juega en las muchas que tengamos. Ser hincha de un equipo de fútbol es una riqueza. Pertenecer a tal o cual club, vibrar con los goles de la selección, nos hace sentir, sentirnos, como seres que compartimos con otros pasiones y, además, no pocos valores. Formar parte de un coro, intercambiar monedas o estampillas, integrar una cofradía de amantes de los pájaros, nos realiza y hace felices. Debemos algo a los demás, somos sus deudores, nos amarramos a ellos libremente, por la sola satisfacción de compartir un mismo gusto, emociones, ideas, ilusiones y desencantos.
No es poco tener un pasaporte que acredite que somos españoles, argentinos, sudafricanos o vietnamitas. Nada hay más triste que ser apátridas. O que nos exilien. El Estado puede oprimirnos, pero reconozcamos que no podemos prescindir de él, debemos comportarnos según las leyes de la nación y cuidar legal y moralmente de nuestros vecinos. ¿Alguien quisiera, de verdad, prescindir de esta pertenencia?
Un equipo de básquetbol, un grupo de rock, el cuerpo de bomberos o una nacionalidad, empero, no pueden emparentarnos, como un Creador puede hacerlo, con el mar y las estrellas; ni hacernos saber que el prójimo es nuestro hermano, nuestra hermana, porque el Hijo de Dios lo ha querido así. Los cristianos recibimos en el bautismo un modo de sentir, de gozar, de pensar y de imaginar una fraternidad universal que no depende de los políticos ni de la buena voluntad de nadie. Recibimos una pertenencia que se nos impone, como se nos imponen la madre y el padre que nos tocaron, punto, y que con el correr de los años pueden hacernos mejores, porque recibimos esta identidad en el bautismo cuando somos niños para hacernos saber que la vida es un misterio. Nos dirán que esta pertenencia es un mito o una ficción. En parte lo es, pero no para engañarnos. Creer que pertenecemos a un Dios es un relato, increíble por una parte, fidedigno por otra. Solo con un cuento, con parábolas como la del hijo pródigo o el buen samaritano, puede llegar a creerse que somos más de lo que somos. Las verdades más profundas, las más hermosas, solo pueden ser explicadas con la imaginación. Nadie puede decir que las metáforas poéticas son falsas.
Tocar, sentir, oler, oír con los oídos el sermón de la montaña y ver con nuestros ojos las pinturas de Jesús y de la Virgen en el ábside de un templo, dan magia a la vida y nos capacitan para descubrir en los demás una identidad que, como la nuestra, merece admiración y amor. Mientras más temprano un niño entienda que le ha sido dado la vida, que no se la merece, que unos padres lo engendraron sin saber, en definitiva, cómo, mejor preparado estará para gozar, para vivir del perdón y descubrir que la fatiga de la humanidad consigo misma tiene un valor eterno.
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