Lo más honrado que puede hacer el ser humano es “buscar”. No cerrar ninguna puerta. No desechar ninguna llamada.
Las primeras palabras que Jesús pronuncia en el evangelio de Juan nos dejan desconcertados, porque van al fondo y tocan las raíces mismas de nuestra vida. A dos discípulos del Bautista que comienzan a seguirlo Jesús les dice: “¿Qué buscáis?”.
No es fácil responder a esta pregunta sencilla, directa, fundamental, desde el interior de una cultura “cerrada” como la nuestra, que parece preocuparse solo de los medios, olvidando siempre el fin último de todo. ¿Qué es lo que buscamos exactamente?
Para algunos, la vida es “un gran supermercado” (D. Sölle), y lo único que les interesa es adquirir objetos con los que poder consolar un poco su existencia. Otros, lo que buscan es escapar de la enfermedad, la soledad, la tristeza, los conflictos o el miedo. Pero escapar, ¿hacia dónde?, ¿hacia quién?
Otros ya no pueden más. Lo que quieren es que se les deje solos. Olvidar a los demás y ser olvidados por todos. No preocuparse por nadie y que nadie se preocupe de ellos.
La mayoría buscamos sencillamente cubrir nuestras necesidades diarias y seguir luchando por ver cumplidos nuestros pequeños deseos. Pero, aunque todos ellos se cumplieran, ¿quedaría nuestro corazón satisfecho? ¿Se habría apaciguado nuestra sed de consuelo, liberación y felicidad plena?
En el fondo, ¿no andamos los seres humanos buscando algo más que una simple mejora de nuestra situación? ¿No anhelamos algo que, ciertamente, no podemos esperar de ningún proyecto político o social?
Se dice que los hombres y mujeres de hoy han olvidado a Dios. Pero la verdad es que, cuando un ser humano se interroga con un poco de honradez, no le es fácil borrar de su corazón “la nostalgia de infinito”.
¿Quién soy yo? ¿Un ser minúsculo, surgido por azar en una parcela ínfima de espacio y de tiempo, arrojado a la vida para desaparecer enseguida en la nada, de donde se me ha sacado sin razón alguna y solo para sufrir? ¿Eso es todo? ¿No hay nada más?
Lo más honrado que puede hacer el ser humano es “buscar”. No cerrar ninguna puerta. No desechar ninguna llamada. Buscar a Dios, tal vez con el último resto de sus fuerzas y de su fe. Tal vez desde la mediocridad, la angustia o el desaliento.
Dios no juega al escondite ni se esconde de quien lo busca con sinceridad. Dios está ya en el interior mismo de esa búsqueda. Más aún. Dios se deja encontrar incluso por quienes apenas le buscamos. Así dice el Señor en el libro de Isaías: “Yo me he dejado encontrar por quienes no preguntaban por mí. Me he dejado hallar por quienes no me buscaban. Dije: ‘Aquí estoy, aquí estoy’” (Isaías 65,1-2).
Domingo 2 – B
(Juan 1,35-42)
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