Ocasión de callar, de silenciar la palabrería, de dejar de abusar de versos gastados… para retomar la palabra sincera.
¿Cuántas palabras has dicho o escrito hoy? Tal vez un correo. O has cambiado tu ‘estado’ en Facebook. O en el ‘muro’ de un amigo has puesto un comentario. Quizás alrededor de un café has hablado de tal o cual persona, has compartido consejos, has intercambiado ideas. O has hablado por teléfono con tu madre, que, más allá de las palabras concretas, en cuanto oye tu tono de voz sabe si estás bien o no… Ahora mismo estás asomándote a este artículo, en el que, por cuestión de espacio, las palabras están contadas (medida idónea: unas cuatrocientas cincuenta).
Vivimos saturados de palabras. Nos asaltan desde las canciones, están en los perfiles virtuales, en libros, en mil y una conversaciones. Hablamos, decimos, escribimos, escuchamos, leemos… Algunos, por las situaciones concretas que nos ha tocado vivir —escribir, leer, predicar—, estamos aún más metidos de lleno en ellas. Y de tanto usarlas, tal vez puedan perder el sentido. Empiezas a darlas tan por sentado que no te das cuenta de lo mucho que significan. Entonces hablas, pero no vives. Y puede que se te llene la boca con palabras como ‘alegría’, ‘amistad’, ‘fe’, ‘hermano’, ‘evangelio’, ‘amor’. Pero, quizás, un día te das cuenta de que la alegría no es tan profunda, que eres un amigo pésimo, que tu fe vive de rentas o que el amor es solo la letra de una canción. No quiero sonar dramático ni tremendo. Es solo que a veces asusta convertir la palabra en cháchara.
Hay circunstancias en la vida que te enfrentan, de golpe, con el verdadero sentido de las palabras. Situaciones en que lo auténtico no se puede camuflar, lo superficial se desmorona y emerge la desnudez de lo real. Y aunque asusta y quizás duele pensar en la vida en serio, también tiene bastante de oportunidad. Es la ocasión de callar, de silenciar la palabrería, de dejar de abusar de versos gastados… para retomar la palabra sincera. Para recordar que la vida no es un juego. Para que cuando vuelvas a pronunciar, con delicadeza, palabras hermosas… como es un «te quiero», lo puedas hacer consciente de la belleza, la hondura, la promesa y el compromiso que hay detrás. Un último apunte, desde la fe. Decimos que Jesús es la Palabra de Dios. Una palabra que prescinde de falsedad o vacío. Una palabra viva y vivida. Pues también desde la fe, y quizás con minúscula, nosotros podemos ser palabra de ese mismo Dios en este mundo. Una palabra de amor.
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Fuente: https://pastoralsj.org