Solemnidad de la Asunción, 15 de agosto.
Comentario a la Liturgia dominical
15 de agosto, Solemnidad de la Asunción de la Virgen al Cielo [1].
Ciclo C
Textos: Ap 11, 19ª; 12, 1.3-6a. 10ab; 1 Co 15, 20-27; Lc 1, 39-57.
Idea principal: El misterio glorioso de la Asunción de María al Cielo es como la contrapartida del misterio gozoso de la Anunciación.
Síntesis del mensaje: Si María se encuentra en el Cielo con cuerpo y alma no cabe el pesimismo absoluto: la humanidad no está condenada a la corrupción. Si María ha sido asunta al Cielo, no cabe el orgullo prometeico: el hombre no es un ser autosuficiente, sino que para alcanzar su realización final depende de las manos de Dios.
Puntos de la idea principal:
En primer lugar, resumamos un poco la historia y el contenido del dogma de la Asunción de María al Cielo. Desde el siglo VI, a este día, 15 de agosto, se le llamaba la Dormición de la Virgen, título con que hoy se la sigue designando en Oriente junto con el de Tránsito de María. En el siglo VII fue adoptada por la Liturgia romana, por cuyo influjo se difundió posteriormente en Occidente, donde se la designó Asunción de María. La liturgia romana actual la considera como la “fiesta de su destino de plenitud y bienaventuranza, de la glorificación de su alma inmaculada y de su cuerpo virginal, de su perfecta glorificación con Cristo resucitado; una fiesta que propone a la Iglesia y a la humanidad entera la imagen y la consoladora prenda del cumplimiento de la esperanza final; pues dicha glorificación plena es el destino de aquellos que Cristo ha hecho hermanos teniendo en común con ellos la carne y la sangre” (Pablo VI, Marialis Cultus, 6). La asunción de María es un dogma definido solemnemente por Pío XII el 1 de noviembre de 1950 con la constitución apostólica Munificentissimus Deus. Ella participa de la resurrección de Cristo en cuanto que estuvo perfectamente unida con él, escuchando su palabra y poniéndola en práctica. La asunción es la epifanía de la transformación tan profunda que la semilla de la palabra divina produjo en María, en la integridad de su persona.
En segundo lugar, este misterio glorioso es la contrapartida del misterio gozoso de la Anunciación. En el misterio de la Anunciación, el abismo de humildad de María provocó el vértigo de Dios que descendió a su seno. En el misterio de la Asunción, Nuestra Señora se rinde a la nostalgia vertical del Dios que enamoró su juventud y que ahora la atrae a las alturas. Y así como por la Anunciación, María franqueó a Dios la entrada a este mundo, haciéndose en cierto modo puerta de la tierra, así por la Asunción es llevada a la gloria como Madre nuestra, convirtiéndose de esta manera en la puerta del cielo, “ianua coeli”, según se las letanías lauretanas del santo rosario. Ella es, así, la nueva escala de Jacob por la que Dios desciende a los hombres (Anunciación), y por la que los hombres ascendemos hasta Dios (Asunción).
Finalmente, la glorificación de María asume un valor de signo escatológico para todo el pueblo de Dios que camina todavía hacia el día del Señor; signo adaptado para sostener en la seguridad la esperanza de la propia realización escatológica, como la de María, y para dar aliento a cuantos se encuentran aún en medio de peligros y de afanes luchando contra el pecado y la muerte. Por tanto, la asunción de María no es una realidad alienante para el pueblo de Dios en camino, sino un estímulo y un punto de referencia que lo compromete en la realización de su propio camino histórico hacia la perfección escatológica final.
Celebrar la asunción de María, la petición tiene que dirigirse a suplicar que cuanto se realizó —después de Cristo— en la Virgen Madre se realice también para nosotros, sus hijos. Ni pesimismo: todo acaba con nuestra muerte. Ni orgullo prometeico: yo alcanzaré mi plenitud y realización aquí en la tierra, robando a escondidas el fuego a nuestro Dios, sin necesidad de Él ni de su cielo. Así como María fue llevada en cuerpo y alma al Cielo inmediatamente después de terminar el curso de su vida aquí en la tierra, así también nosotros resucitaremos en nuestros cuerpos al final de los tiempos, cuando venga Jesucristo por última vez.
Para reflexionar: San Juan Damasceno, el más ilustre transmisor de esta tradición, comparando la asunción de la santa Madre de Dios con sus demás dotes y privilegios, afirma, con elocuencia vehemente: “Convenía que aquella que en el parto había conservado intacta su virginidad, conservara su cuerpo también después de la muerte libre de la corruptibilidad. Convenía que aquella que había llevado al Creador como un niño en su seno, tuviera después su mansión en el Cielo. Convenía que la esposa que el Padre había desposado habitara en el tálamo celestial. Convenía que aquella que había visto a su hijo en la cruz y cuya alma había sido atravesada por la espada del dolor, del que se había visto libre en el momento del parto, lo contemplara sentado a la derecha del Padre. Convenía que la Madre de Dios poseyera lo mismo que su Hijo y que fuera venerada por toda criatura como Madre y esclava de Dios”.
Para rezar: Hoy, tu Hijo, te viene a buscar, Virgen y Madre: “Ven, amada mía”, te pondré sobre mi trono, prendado está el Rey de tu belleza. Te quiero junto a mí para consumar mi obra salvadora, ya tienes preparada tu “casa” donde voy a celebrar las Bodas del Cordero”. Dichosa tú que has creído, porque lo que se te ha dicho de parte del Señor, en ti ya se ha cumplido. Madre, prepárame un lugar en el Cielo, junto a Ti.
[1] Para este comentario, me serví de algunas ideas del padre Alfredo Sáenz en su libro Palabra y Vida, ciclo B, Gladius 1993.
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Fuente: https://es.zenit.org