Es cierto que nadie puede sostener que domina toda la verdad. Pero eso no significa que no existan y que no podamos identificar las verdades de hecho y las de la razón, cuyas existencias son vitales para la calidad de la política.
Tras los triunfos del Brexit y de Donald Trump se hizo general el afirmar que nos gobierna un régimen posverdadero. En este, la verdad está fuera de juego. Lo central es lo que se aparenta ser, no lo que realmente se es. Lo que importa no es lo que la evidencia científica afirma, sino la opinión esgrimida hasta el hartazgo. Más que las razones, pasiones fuertes, como son el odio y el miedo. Este contexto nos invita a pensar y deliberar acerca del estatuto de la verdad en la política. La filósofa Hannah Arendt lo hizo largamente. En sus escritos observamos valiosas afirmaciones, pero también contradicciones y vacíos. Sin embargo, reclamaremos la existencia de verdades de hecho y de la razón, por humildes que ellas sean; verdades que son identificables y que pueden y deben orientar el debate democrático… para desgracia de la posverdad.
NO HAY VERDAD EN POLÍTICA
Arendt cree que la política es el imperio de la opinión y no de la verdad. No lo lamenta, lo aplaude. Somos seres finitos y limitados, completamente ineptos para conocer lo universal y absoluto. Quien afirma en la esfera pública valores filosóficos o teológicos invoca “un elemento de coacción” (Arendt, 1996, p. 252). El creer que se es dueño de una verdad “objetiva”, obligatoria para todos, más allá del acuerdo, atentaría contra la diversidad de la humanidad e incluso contra la amistad que pone el amor por sobre la verdad. Desconfiemos, por ende, de quienes dicen conocer la verdad en un mundo global que nos invita a valorar la diversidad de las religiones y culturas, superando así las guerras religiosas e ideológicas de los siglos pasados. Jamás deberíamos volver a decir: “Que se salve la verdad, y que perezca el mundo” (Arendt, 1996, p. 240). En conclusión, ¡qué alegría que no exista “la” verdad política!
Arendt también destacó que lo mismo ocurre con las afirmaciones empíricas. Un hecho solo puede ser establecido mediante testigos, que pueden mentir o estar equivocados, o por medio de registros que pueden ser falsificados (Arendt, 1996, pp. 254-255). Se podrá reclamar que las verdades científicas son a prueba de balas. Sabemos que eso no es así. Por lo pronto, es la misma ciencia la que afirma que todo saber es provisorio y que lo que hoy se da por cierto, mañana será refutado (Boghossian, pp. 163-172).
Además, todos somos amargamente testigos de cómo la ciencia sucumbe ante las presiones de los poderes políticos, económicos o ideológicos. En suma, no hay verdades de hecho y bienvenido sea.
EL HORROR Y LA ESTUPIDEZ DE LA MENTIRA EN LA POLÍTICA
Hannah Arendt se comprometió en la lucha en contra de los totalitarismos y la corrupción de las democracias modernas. En sus escritos y acciones partisanos, surge una intelectual que invoca la evidencia empírica y los valores republicanos para demoler las mentiras y horrores de sus adversarios. Es decir, aquí hay una pensadora que pareciera ir en contra de sus propios postulados y ataca el desprecio, por parte de las autocracias, de las verdades de hecho y de la razón. Veamos dos casos.
Su libro seminal, Los orígenes del totalitarismo, tiene por objetivo hacerse cargo de la dignidad humana y levantar una nueva salvaguardia que solo puede ser hallada en un nuevo principio político, en una nueva ley en la Tierra (Arendt, 1987, pp. 13 y 20). A ella la guía un objetivo ético en el que cree. Lucha en contra del mal radical: hacer de la humanidad algo superfluo. Fábricas de cadáveres y pozos del olvido hacen polvo a personas a las que se considera prescindibles, sin valor. Por otro lado, Arendt critica a Hitler y Stalin por su completo desprecio por los hechos. La ideología totalitaria no es otra cosa que la lógica de una idea llevada al extremo, usando el poder científico para acabar con todo hecho incómodo. Lo rige un principio: “Todo es posible”. Hitler se jactaba de su supremo don del “frío razonamiento” y Stalin de su “implacable dialéctica” (Arendt, 1987 b, p. 697). El totalitarismo, en suma, desprecia los hechos y atenta contra la diversidad humana, valor supremo para Arendt.
El año 1971 el New York Times publicó los papeles del Pentágono que develaron la torcida política gubernamental en contra de Vietnam. Las administraciones de Lyndon Johnson y Richard Nixon mintieron sistemáticamente al pueblo estadounidense. Esto provocó nuevamente las iras de Hannah Arendt. La filósofa de la opinión se rebeló en contra de los publicistas que enseñaban que la mitad de la mentira es “fabricación de imágenes” y la otra mitad “el arte de hacer creer a la gente en las apariencias” (Arendt, 1998, p. 17). Lo importante para ellos no era si la guerra en Vietnam era justa o injusta. Ni siquiera si se estaba ganando o perdiendo. Lo central era crear la imagen de que el Presidente era poderoso y victorioso. De este modo, se le negó a la opinión pública la verdad de los inmorales bombardeos a poblaciones indefensas y el atentado a valores centrales, que supuestamente inspiraban la Constitución de 1787.
LA IMPORTANCIA DE LA VERDAD EN LA POLÍTICA
¿Qué conclusión podemos extraer de las acciones y visiones contrapuestas de Hannah Arendt? Que es cierto que toda afirmación pública se transforma en una opinión más y que nadie puede sostener que domina toda la verdad. Pero eso no significa que no existan y que no podamos identificar verdades de hecho y de la razón, cuyas existencias son vitales para la calidad de la política.
Es cierto que no poseeremos nunca “la” verdad. La verdad que se opone a la libertad del otro y al pluralismo de las culturas se llama dogmatismo, sobre todo si queremos usar la fuerza para imponerla. Por cierto, esto se aplica a quienes sostienen que no hay verdad. Parte mal una conversación, cayendo en abierta contradicción en los términos, quien sostiene que todo es relativo y que la moral es cosa subjetiva, pues está reclamando que aceptemos su dogma: que toda verdad y moral son relativas (Boghossian, pp. 117-134).
Hay verdades de hecho. Podemos discutir eternamente cuáles son las causas del golpe de Estado de 1973; pero es un hecho que ese día con aviones se bombardeó La Moneda. Podemos decir que Hitler fue cruel, haciendo una afirmación de hecho, pero también emitiendo un juicio de valor. Sin verdades de hecho, ¿cómo distinguir lo verdadero de lo falso? ¿Cómo evitar vivir en una sociedad de mentirosos profesionales, la que estaría destinada al fracaso? (Lynch, p.182). En suma, como dijo Adorno, “no cabe la vida justa en una vida falsa” (citado en Said, p. 77). En una casa así simplemente no se puede morar.
Hay verdades de la razón que son imprescindibles para el progreso moral. Si el saber está determinado y coercitivamente impuesto por disciplinas intelectuales y políticas dominantes, no hay lugar a la crítica social ni al avance civilizatorio. Pues si la verdad no es otra cosa que lo que pasa por verdad y lo que pasa por tal es lo que afirma el poder, los fuertes siempre tendrá la razón. Martin Luther King, en su carta desde la cárcel de Birmingham, no habría podido recurrir a la concepción de justicia de san Agustín al reclamar que una ley injusta no era ley. Peor aún, debería haber acatado las afirmaciones del racismo sureño, por morales y verdaderas.
Las verdades de la razón son alcanzables. La Declaración Universal de los Derechos Humanos demuestra que es posible un masivo acuerdo en torno a lo valioso. Si esto se logró en el mundo judeo-cristiano, no hay motivo para no intentar que esto también ocurra en otras culturas. Nunca lograremos definir lo que es la verdad o la justicia, pero sí podemos identificarlas. Michael Walzer, en noviembre de 1989, supo cómo muchedumbres de checoslovacos portaban pancartas que pedían “Verdad” o “Justicia”. Él no sabía si la verdad invocada era la de Platón o la de Foucault, pero sí que se exigía que el Gobierno no mintiera más (Walzer, 1996, p. 34). No sabría jamás si la justicia reclamada era la de Aristóteles o Rawls, pero sí que se reclamaba que la ley fuera igual para todos, incluida la elite del partido único gobernante. ¿No es eso más que suficiente para afirmar verdades que guíen nuestro andar? Millones de personas que contribuyeron a la caída del Muro de Berlín dijeron que sí.
REFLEXIÓN FINAL
Causa sorpresa que muchos analistas abran sus ojos de total horror ante el régimen posverdadero. En efecto, ¿por qué se escandalizan, si muchos de ellos no creen en la verdad? Es moneda dura en muchos círculos intelectuales el sostener que la verdad no existe y que el recurso a la objetividad es potencialmente tiránico; que no existen los hechos, sino que la interpretación de los mismos; que lo normal y lo moral no son más que convenciones sociales, etc., etc., etc. En definitiva, en esta cultura no hay otra posibilidad que vivir en un mundo posverdadero. ¿Quiénes poseen la verdad? ¿Quiénes promueven el ultra nacionalismo y la intolerancia étnica o el cosmopolitismo y el pluralismo liberales? Pues nadie. Me temo que, desde la perspectiva radicalmente posilustrada, no podemos concluir otra cosa. Pues no: las verdades de hecho y de la razón existen y son posibles de identificar. Por eso tenemos el derecho a denunciar política y éticamente la posverdad, que no es sino una espantosa suma de fraudes, mentiras y engaños. MSJ
BIBLIOGRAFÍA
— Arendt, H. (1987a). “Antisemitismo”, en Los orígenes del totalitarismo. Madrid, Alianza.
— Arendt, H. (1987b). “Totalitarismo”, en Los orígenes del totalitarismo. Madrid, Alianza.
— Arendt, H. (1996). Entre el pasado y el futuro. Barcelona, Península.
— Arendt, H. (1998). Crisis de la república. España, Taurus.
— Boghossian, P. (2009). El miedo al conocimiento. Contra el relativismo y el constructivismo. Madrid, Alianza Editorial.
— Lynch, M. (2005). La importancia de la verdad para una cultura pública decente. Barcelona, Paidós.
— Said, E. (2007). Representaciones de un intelectual. Barcelona, Random House Mondadori.
— Walzer, M. (1996). Moralidad en el ámbito local e internacional. Madrid, Alianza Editorial.
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Fuente: Revista Mensaje