El proyecto presentado por el Gobierno propone situar a las universidades bajo una significativa tutela por parte de entidades públicas, lo que es consecuencia de una mirada “autoflagelante” que parece predominar entre muchos sectores.
La Presidenta de la República ha presentado el 4 de julio pasado a la Cámara de Diputados el largamente esperado proyecto de reforma a la educación superior. Entre las novedades más llamativas está, desde luego, la gratuidad, que se inició muy limitadamente en 2016 y que esta iniciativa busca institucionalizar de manera permanente. La gratuidad ha sido suficientemente discutida en estas semanas y lo seguirá siendo, de cara al debate sobre el Presupuesto Fiscal 2017, de modo que no me referiré a ella.
El texto ahora presentado crea una Superintendencia de Educación Superior, cuyo objeto será fiscalizar y supervigilar el cumplimiento de las disposiciones legales y reglamentarias correspondientes. Asimismo, le corresponderá fiscalizar la legalidad del uso de los recursos por parte de las instituciones y supervisar su viabilidad financiera. Una de sus tareas principales será cuidar que las universidades privadas —que no pueden perseguir lucro— no contraten con sus propietarios o controladores, o con otras personas relacionadas, cuando esas operaciones puedan perjudicar a la universidad en beneficio de terceros relacionados.
Las instituciones de educación superior del Estado continuarán siendo fiscalizadas por la Contraloría General de la República, pero el proyecto las libera de algunos controles que hoy existen y que restan dinamismo y eficiencia a su funcionamiento, a la vez que no favorecen su transparencia ni su eficacia. Como contrapartida, se aumenta el número de los miembros de sus juntas directivas que provienen de designación presidencial y, si bien los rectores continuarán siendo elegidos por los profesores, se disminuye de dos tercios a mayoría absoluta el quórum para que la junta directiva destituya al rector.
Bien puede ser este un caso de querer ver el vaso medio lleno o querer verlo medio vacío. El Gobierno ha optado por lo segundo y se entiende por qué.
El proyecto es demasiado extenso para resumirlo en estas páginas. Me interesa aquí, en cambio, subrayar la forma en que redefine el alcance de la autonomía de las instituciones de educación superior, que es, me parece, la mayor novedad. Para ello, abordaré especialmente, como ejemplos, la nueva acreditación y el nuevo Sistema Común de Acceso, concluyendo con una reflexión sobre el diagnóstico que ha conducido a estas propuestas.
NUEVA ACREDITACIÓN Y SISTEMA COMÚN DE ACCESO
La acreditación de carreras, hasta ahora voluntaria, se hace parte integrante de la acreditación institucional y estará a cargo del nuevo Consejo para la Calidad, agencia estatal que reemplazará a la Comisión Nacional de Acreditación (CNA). Se espera que el procedimiento asegure la evaluación de una muestra representativa de las carreras y programas de estudio, la que no podrá ser menor al treinta por ciento del total de estas.
La nueva acreditación evaluaría obligatoriamente, además de la gestión institucional y la docencia de pregrado que se evalúan actualmente, otras tres dimensiones: el aseguramiento interno de la calidad, la generación de conocimiento, creación e innovación, y la vinculación con el medio. La acreditación dura ocho años para todos, pero se otorga en tres niveles: A, B y C, según el grado de cumplimiento de las dimensiones, criterios y estándares de evaluación. La acreditación condicional durará tres años. La institución de educación superior a la que se le otorgare ésta, no podrá impartir nuevas carreras o programas de estudio, abrir nuevas sedes ni aumentar el número de vacantes en cada carrera o programa de estudio que imparta, mientras permanezca con esa acreditación.
La acreditación institucional pasa a ser obligatoria: si no se logra, habrá prohibición de matricular nuevos estudiantes y recibir financiamiento de gratuidad. Además, en el caso de no acreditación, la mencionada nueva Superintendencia procederá a nombrar un administrador provisional que tome el control de la gestión de la institución. Si esta vuelve a fracasar en su intento de acreditarse, deberá cerrar. Sin embargo, las más drásticas consecuencias de la no acreditación, como el administrador provisional, la pérdida de financiamiento de gratuidad y el cierre en caso de no acreditar dos veces consecutivas, no se aplican a las universidades y centros de formación técnica estatales.
Las entidades acreditadas deberán acreditar obligatoriamente las carreras y programas de Medicina, las pedagogías y los programas de doctorado que impartan. En caso de que la carrera o programa no obtuviera o perdiese la acreditación, corresponderá al Consejo Nacional de Educación iniciar un proceso de supervisión de la carrera o programa de que se trate por un periodo equivalente al número de años de duración teórica de la misma. Si la carrera no se acredita nuevamente, procederá su cierre.
Sin embargo, una exitosa acreditación no es salvaguardia de la autonomía. Por el contrario, de aprobarse el proyecto, se obligaría a instituciones acreditadas a solicitar autorización al Consejo para la Calidad para abrir nuevas sedes o impartir nuevas carreras o programas de pregrado. La misma autorización se exigirá a las universidades acreditadas para abrir nuevas carreras de Pedagogía y Medicina, así como programas de doctorado. Esto es novedoso en la historia de la educación superior chilena: nunca ha existido, para instituciones autónomas, requisito de aprobación administrativa de nuevas carreras o sedes.
Adicionalmente, el nuevo Sistema Común de Acceso a las Instituciones de Educación Superior que se propone, cuya administración corresponderá a la nueva Subsecretaría de Educación Superior, establecerá los procesos e instrumentos para la postulación, admisión y selección de estudiantes a los pregrados. A los instrumentos definidos por el Ministerio pueden las instituciones de educación superior incorporar otros desarrollados por ellas, pero estos deberán ser autorizados por la Subsecretaría. Para la selección de postulantes, las instituciones podrán definir las ponderaciones que se aplicarán a los resultados de los estudiantes en los instrumentos de común aplicación, cumpliendo con los correspondientes ponderadores mínimos que establezca el Sistema de Acceso. Este será obligatorio para las universidades, institutos profesionales y centros de formación técnica que reciban recursos públicos a través del Ministerio. El Consejo de Rectores, que en la actualidad administra el sistema de selección a la universidad, pasa a ser colaborador de la Subsecretaría.
PUNTO DE PARTIDA: LA IMPORTANCIA DEL DIAGNÓSTICO
¿Se justifican estas restricciones a la autonomía de las instituciones? La respuesta depende del diagnóstico. El del Gobierno, ligeramente esbozado en el mensaje con que se presenta el proyecto, revela el “estado de ánimo” más bien sombrío desde el cual el actual Poder Ejecutivo propone esta nueva legislación. Si bien el mensaje reconoce los “altos niveles de cobertura” y la “inversión en infraestructura y equipamiento”, la lista de los logros se agota ahí. Los problemas que señala, en cambio, son numerosos y graves: los aranceles que cobran las instituciones ponen barreras financieras al acceso, o bien cargan a los estudiantes y a los graduados con pesadas deudas, los requisitos académicos de admisión “reproducen las desigualdades socioeconómicas, arrastrando las desigualdades de la educación escolar”, la calidad no cumple las expectativas de la sociedad y las familias, las instituciones no son suficientemente diversas, pluralistas e inclusivas, y su autonomía está en conflicto con lo que demandan las necesidades del país. Las reformas de inicios de los años ochenta introdujeron el sistema de mercado, la competencia y el crecimiento desregulado de la oferta privada, minimizando y desdibujando el papel y la influencia de las universidades estatales. En fin, las universidades supuestamente sin lucro violan sistemáticamente el espíritu de la ley sin que ninguna autoridad haga algo para evitarlo.
Esta es la lectura, podríamos decir, “autoflagelante” sobre el estado de la educación superior chilena. Pero, desde luego, hay otra lectura: en una columna reciente en El Líbero, José Joaquín Brunner pasa revista a los logros de la educación superior chilena, que la ubican liderando a América Latina (y a varios países de la OCDE) en tasa bruta de participación, equidad en el acceso, tasas de graduación y productividad científica de sus universidades, entre otros indicadores. Desde estos indicadores, la educación superior chilena aparece como una historia de éxito.
Bien puede ser este un caso de querer ver el vaso medio lleno o querer verlo medio vacío. El Gobierno ha optado por lo segundo y se entiende por qué: desde las movilizaciones estudiantiles de 2011 se ha instalado en alguna parte de la dirigencia política, en toda la dirigencia estudiantil, y en la mayor parte de las autoridades encabezadas por la Presidenta Bachelet, la idea de que la educación superior chilena está fundamentalmente mal y que requiere una profunda restructuración para mejorar, que la aleje del modelo de mercado mediante la gratuidad, que refuerce los controles administrativos para evitar abusos de parte de las instituciones, y fortalezca la educación estatal.
La educación superior chilena aparece, desde esta perspectiva, toda ella, no solo los malhechores, como sospechosa (o directamente culpable) de lucro ilegítimo, mala calidad, abusos contra los estudiantes, discriminar a los pobres o minar las universidades estatales, entre otros males. Está, por lo tanto, según el Gobierno, necesitada de tutela, corrección y vigilancia. Así se entiende que el proyecto de ley busque poner a las instituciones de educación superior en una especie de libertad condicional.
Pero eso no es suficiente para que estas limitaciones a la autonomía tengan sentido: el proyecto debe descansar además, necesariamente, en la fe de que el Estado puede abordar con solvencia todas estas nuevas tareas que se le van a encargar y que, sustituyendo las decisiones de las instituciones de educación superior por las propias, lo hará mejor que ellas.
Los próximos años de discusión de este proyecto nos darán una amplia oportunidad de examinar críticamente cuál es la evidencia con que cuenta el Gobierno para apoyar su diagnóstico y sustentar su confianza en las capacidades del Estado de gobernar la educación superior. MSJ