Dieciséis académicos de la P. Universidad Católica examinaron los abusos cometidos por miembros de la Iglesia y su contexto, abriéndonos a la interrogante acerca de qué debiera ocurrir para que se recupere la confianza en esta.
El documento “Comprendiendo la crisis de la Iglesia en Chile”, elaborado por una comisión ad hoc a petición del Rector de la Pontificia Universidad Católica de Chile, Ignacio Sánchez, es el fruto de un trabajo interdisciplinario de dieciséis académicos UC durante un período de dos años. Si bien responde a la exhortación del papa Francisco a que se realicen contribuciones que permitan comprender y superar la crisis eclesiástica católica, vale la pena destacar que el estudio surgiera desde el interior de una institución de Iglesia, lo cual asigna a la iniciativa un especial valor, en circunstancias de que la misma jerarquía católica ha tendido a callar sobre el tema.
El equipo, liderado por el Decano de la Facultad de Ciencias Sociales, Eduardo Valenzuela, revisó una enorme cantidad de fuentes, que incluyen la documentación disponible respecto de causas terminadas en tribunales civiles y bibliografía especializada. Realizó además gran cantidad de entrevistas a expertos, víctimas y testigos que tenían conocimiento sobre este problema. Pudo también comparar la información obtenida con los documentos evacuados por comisiones internacionales, como las convocadas en Estados Unidos, Australia, Alemania y Holanda, lo cual permitió una primera gran conclusión: el fenómeno del abuso sacerdotal afecta a la Iglesia universal y responde a un patrón de abusos y de respuesta a los mismos de características muy similares en todos los países. En efecto, la literatura ha puesto atención en los aspectos institucionales y situacionales que favorecen el abuso en contexto eclesial. Se habla de una cultura institucional apoyada en una cierta eclesiología, es decir, en enseñanzas sobre la naturaleza de la Iglesia y su misión.
El caso chileno es considerado especialmente grave, no solo por el número de casos y la gravedad de los mismos, sino por su encubrimiento y la ausencia de denuncias formalmente respaldadas por la autoridad eclesiástica. Se concluye que la Iglesia chilena ha actuado muy por debajo de las recomendaciones internacionales en términos de reparación, prevención, claridad y decisión en el apoyo y protección a las víctimas, con la excepción del espacio provisto por la Comisión Scicluna-Bertomeu que, como se sabe, fue una respuesta tardía a demandas y denuncias que no habían sido atendidas por la autoridad eclesiástica ni por los representantes del Vaticano. Entre las conclusiones de la Comisión Scicluna-Bertomeu se confirma la existencia de una “cultura del abuso y del encubrimiento” (p.10), lo que da cuenta de un proceso profundamente arraigado, de larga data. El documento de la Universidad consigna: “Casi en todo ha prevalecido el uso discrecional de la autoridad de obispos y superiores, el espíritu de cuerpo del clero y de las congregaciones religiosas y la pasividad completa de los laicos” (p. 10).
INVESTIGACIÓN DE LOS CASOS ENTRE 1970 Y 2019
La crisis institucional que afecta a la Iglesia es enorme. En Chile, se comprueba con la caída de confianza en sus autoridades y en los sacerdotes; al menos un tercio de los católicos chilenos han dejado de identificarse como tales en los últimos veinte años. “La Iglesia… ha sido herida en el corazón de aquello que profesa” (p.11) se lee en el Resumen Ejecutivo del documento. Aunque esta desafección puede asociarse también con la secularización social que ha afectado al país en forma comparativamente más tardía, se insiste en que la Iglesia ha hecho poco para asumir este impacto, restándose de asumir las responsabilidades que corresponderían.
El Estado chileno tampoco ha estado a la altura. Los tribunales de justicia no cumplieron su labor, en el período estudiado, por la regla de prescripción —recientemente modificada— y por las exigencias de prueba rendida, que rige para estos delitos. Se destaca que la legislación que protege a las víctimas y sanciona estos delitos ha avanzado muy lentamente. Es decir, respecto de las víctimas, han fallado tanto la Iglesia como el Estado, lo cual ha contribuido a la revictimización de las personas abusadas ante la dificultad de encontrar acogida en los espacios de poder que corresponderían.
La investigación, que se circunscribió al abuso sacerdotal a menores de edad, logró identificar 194 casos, para el período 1970-2019. Permitió afirmar que las víctimas de los abusos sexuales son mayoritariamente de sexo masculino, que la agresión es planificada, aprovechando contextos de confianza y de proximidad por razones pastorales o educacionales, y que existe un aprovechamiento de una situación de superioridad o de autoridad. Los ofensores incluyeron hermanos y diáconos, y representan el 3,6% de los presbíteros del país. Se aclara, por cierto, la presencia de la llamada “cifra negra” que permitiría pensar en cifras mayores debido a la existencia de casos no denunciados, especialmente por la dificultad que enfrenan los menores para reconocer o plasmar en un testimonio los abusos de los que han sido víctimas.
CONDICIONES DE VIDA SACERDOTALES
El documento consigna que el abusador comete su primer delito en “edad tardía”, sugiriendo una asociación con determinadas condiciones de vida propiamente sacerdotales, más que con el celibato. No se trata, en consecuencia, de patologías individuales, lo cual desmiente la tesis de la “manzana podrida”, exigiendo, en consecuencia, observar el fenómeno como una crisis sistémica, como ha observado Carlos Schickendantz (1). Esta no sería solo una falla coyuntural del sistema, sino de su estructura misma. Estaría, entonces, enclavada en un proceso histórico que fue consolidando formas de autoridad que han reunido, según la comisión australiana, factores estructurales y teológicos favorables al contexto abusivo.
Entre los factores estructurales, el clericalismo resume y abarca todo el recorrido de la Iglesia católica hacia su crisis. El Papa lo asocia con una visión elitista y exclusiva de la vocación que interpreta el ministerio recibido como un poder para ejercer. Como expone Hervé Legrand, supone que el sacerdote es un elegido de Dios, y además un Dios patriarcal; la vocación consistiría en una llamada directa de Él, y en cumplimiento de Su voluntad, el religioso entrega su voluntad sometiéndose a sus superiores, que hacen las veces de Dios (2). Sería además un alter christus, lo que implica un cambio ontológico o existencial (3) que estaría a la base de su sacralización, de su superioridad y, en consecuencia, de la condición de sujeción del resto de los católicos. Establece el carácter indeleble del sacerdocio, abierto además solo a varones, coincidente con una teología patriarcal respecto de la imagen de Dios. La propiedad del perdón es otro factor que permite una distorsión de la autoridad que tiene el sacerdote para retener o perdonar al pecador. No es menor poder abrir o cerrar las puertas del cielo.
En otras palabras, el clericalismo expresa una cosmovisión jerárquica y “una identificación virtual de la santidad y la gracia de la Iglesia con el estado clerical y, por lo tanto, con el clérigo mismo” (4). Esta organización puede llevar al sacerdote a adoptar, en las interacciones, una actitud de dominio sobre los individuos no ordenados. Como se incluye en el informe alemán, el abuso sexual es una manifestación extrema de tal dominio. Se apoya en una consagración, y se verifica como una relación asimétrica y un ejercicio de poder abusivo sobre los fieles. En el caso chileno, ese laicado sumiso confiaba al sacerdote, especialmente en los sectores de elite, no solo la salud espiritual y contención familiar, sino también la mantención del rigor moral de la sociedad, asignándole un papel público muy relevante que recién comienza a cuestionarse. No sería casual que sacerdotes de reconocido prestigio y vinculados a la clase dirigente, como Fernando Karadima y Renato Poblete, utilizaran los espacios de autoridad que les daba su cercanía al poder para penetrar en círculos empresariales y familiares y abusar por años sin despertar sospechas. En muchos círculos de elite, el prestigio personal recibía credenciales religiosas con amistades, como la del sacerdote John O’Reilly.
EL CLERICALISMO QUE EL PAPA CONDENA
Este clericalismo que hoy el Papa Francisco condena, es fruto de un largo proceso que se entremezcla no solo con consideraciones teológicas sino también propiamente políticas. Desde esa mirada, parece posible distinguir, aunque probablemente no separar, ambas dimensiones. Es evidente que la historicidad de la religión católica encuentra su raíz en el repertorio teológico que comienza a elaborarse desde la misma muerte de Jesús, pero también es igualmente evidente que, en su dimensión temporal, la Iglesia ha construido una estructura política que ha navegado en las aguas del poder y sobrevivido a las tempestades que le ha planteado su convivencia en la historia. Ambas, teología y política, dialogan en el transcurso de la historia; la primera ha discernido una doctrina e intentado adaptarse a los tiempos. La segunda, buscando no apartarse de la primera, ha respondido a los desafíos de la historia y las circunstancias, defendiendo la idea de unidad religiosa y política, tanto en el mundo antiguo como en buena parte del mundo cristiano. La tensión surgió cuando se impuso la dualidad constitutiva del mundo Occidental: mientras las monarquías y sus cortes fortalecían el poder absoluto, la jerarquía eclesiástica adoptó la misma estrategia y construyó, en la curia, su propia nobleza, alejándose completamente de los fieles. Un ejemplo de ello fue la llamada “Querella de las Investiduras”, en la cual se enfrentaron como dos poderes temporales de igual naturaleza, el imperio y el papado. La historia registra el hecho simbólico de la humillación del emperador Enrique IV por Gregorio VII en Canossa en 1077.
Hans Kung escribió que la Iglesia enfrenta una “crisis de liderazgo sin precedentes y …un colapso de la confianza en el liderazgo de la Iglesia” (5). Sería la peor crisis de credibilidad después de la Reforma, la cual también fue un grito contra los abusos. A esta, reproduciendo su tendencia al hermetismo autoritario, la autoridad eclesiástica reaccionó fortalecimiento su poder, imponiendo la unidad a través de prácticas y dinámicas que establecen relaciones jerárquicas que solo fue reforzando a medida que avanzaba la secularización. He enumerado episodios relevantes de la historia eclesiástica para exponer lo que parecen ser reacciones atávicas propias del clericalismo. Otro momento álgido de este mismo clericalismo, con una respuesta similar, fue la imposición de la soberanía pontificia en el pontificado de Pío IX en el siglo XIX. Después de iniciar un pontificado que parecía de conciliación con el liberalismo, ante el temor que le provocó el desafío a su poder territorial, el pontífice desafió la tendencia de los Estados modernos a apoyarse en la soberanía de las naciones o de los pueblos, imponiendo la soberanía pontificia y la infalibilidad papal. Demás está decir que con ello provocó gran confusión entre sus fieles republicanos, que quedaron enfrentados a la disyuntiva entre dos soberanías aparentemente irreconciliables.
Menciono dos instantes del recorrido de la Iglesia frente a sus crisis, porque, mirada desde el poder, se hace verosímil la crisis que enfrentamos. El Concilio Vaticano II habría posibilitado interrumpir su curso, permitiendo, como también sugirió Kung, la colegialidad del Papa y los obispos. Pero eso habría significado, además de modificar la estructura de poder de la curia, considerar realmente a la Iglesia como pueblo de Dios con sus laicos y laicas. Como eso no sucedió, hoy tenemos una jerarquía eclesiástica que no asimiló los valores de la modernidad, en particular aquellos que aconsejan establecer pesos y contrapesos al poder. Se mantuvo como un sistema cerrado, invulnerable a la crítica y necesitado de asegurar incesantemente su perpetuación, lo cual exige evidentemente el secreto y el ocultamiento. Enclaustrada en torno a sí misma, no tomó con la debida urgencia las denuncias de abusos sexuales, que no consideró verosímiles, o, si las acogió, asignó investigadores discrecionalmente, incluso a sacerdotes con vínculos personales con los acusados. Sacerdotes que, además, no habían tenido la necesaria supervisión ni el acompañamiento por parte de sus superiores mientras asumían funciones de tuición, proximidad afectiva y poder sobre jóvenes.
En ese contexto situacional se observa que los obispos fueron los grandes ausentes, que no apoyaron a las víctimas sino a los victimarios; que no les ofrecieron ayuda terapéutica ni consejería jurídica. Tampoco acompañaron a sus comunidades. La verdad no fue su prioridad, prueba de lo cual tuvo que venir una comisión investigadora enviada por el Papa, cuyos diagnósticos fueron tan lapidarios como para justificar que se les pidiera la renuncia a todos ellos, y que aún permanezcan varias sedes vacantes.
La institucionalidad de la iglesia ha favorecido los delitos o errores de la autoridad eclesiástica, incluyendo también a su máxima autoridad. Es cierto que el Papa reaccionó después de los problemas de su visita a Chile y con fuerza. Denunció las presiones sobre aquellos que debían llevar adelante la instrucción de los procesos penales o incluso reconoció la destrucción de documentos comprometedores por parte de encargados de archivos eclesiásticos; llamó la atención acerca de que “en el caso de muchos abusadores se detectaron ya graves problemas en ellos en su etapa de formación en el seminario o noviciado”. Desautorizó a los obispos. Pero también es cierto que hay puntos que dirigen la mirada crítica hacia él y no solo hacia la curia romana.
LA POSIBILIDAD DE UNA IGLESIA NUEVA
La valentía y decisión de la Universidad Católica, paradójicamente, trae una luz de esperanza por un catolicismo que despierta, que no le teme a la verdad, que la enfrenta. Con el soplo del Espíritu, anuncia la posibilidad de una Iglesia nueva que reaccione en un sentido sinodal y no jerárquico, como lo hizo Trento, sin desconocer por cierto todos los otros cambios positivos que este inauguró. El documento se propone abrir una ventana de esperanza y, para ello, permite que surja una pregunta fundamental. ¿Qué podría pasar para que se recuperara la confianza? Un par de ideas me dan vuelta después de leer el documento.
Si el pueblo de Dios es la Iglesia, laicos y laicas —impresentablemente, estas últimas, las grandes ausentes de las estructuras de poder—, si se quiere responder adecuadamente a la crisis de confianza de los fieles, parece urgente que la jerarquía pierda el temor a develar lo que muchos católicos piden. ¿Por qué, por ejemplo, no transparentar las sentencias que, como en el derecho, son públicas? No debiera interesar que permanezca la sensación de que algo se oculta, de nuevo. Y nada debiera ocultarse nunca más.
La prevención debiera ser una prioridad. En los seminarios, en los colegios, en todas las instancias relacionadas con la formación y ejercicio del sacerdocio, debiera existir especial preocupación por evitar que se hagan necesarias las denuncias, y que más niños y jóvenes sean vulnerados. Hay que superar los aspectos situacionales que abren espacio para los abusos. Si se ha detectado una falla tan seria en las autoridades, como la falta de empatía hacia las víctimas y la denegación de justicia, ¿no será el momento de revisar los procesos de su designación, como pide el informe australiano, o de transferir esferas de poder desde el Vaticano hacia las diócesis.? Ello permitiría fortalecer la prevención con mayor y mejor presencia de quienes deben controlar y responder.
La lectura de este notable documento sugiere llegado el momento en que la jerarquía debe rendir cuentas de sus actos, ojalá sin el miedo que estuvo detrás de Trento o del syllabus de Pío IX. Es imperativo, y debe involucrarnos a todos y todas. La iglesia representa nuestra fe; es parte de nuestra cultura y de nuestra historia. Jesús nos enseñó el camino del amor; la Iglesia está obligada a seguirlo por ese camino, con tolerancia, apertura a la diversidad e inclusión. MSJ
(1) Carlos Schinckendantz, “Fracaso institucional de un modelo teológico-cultural de Iglesia: Factores sistémicos en la crisis de los abusos”, en Teología y Vida, 60/1 (2019), pp. 9-40.
(2) Hervé Legrand, “Abusos sexuales y clericalismo”, Mensaje, vol. 11, Nº 681, agosto 2019, p. 28.
(3) Esta digresión no es menor, pues apunta a un debate sobre el cual ha habido disenso dentro del mismo papado. Pío X, en 1912, sostuvo que la vocación es un llamado de la Iglesia. Veinte años después, Pío XI exigió que los ordenantes juraran: “Experimento y siento que Dios realmente me llama”.
(4) Citado del Informe Final Australiano de 2017, en Carlos Schickendantz, op. cit., p. 27.
(5) Hans Kung, “Carta abierta a los obispos católicos de todo el mundo”, en periódico Reforma, 16 de julio de 2010.
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Fuente: Artículo publicado en Revista Mensaje N° 694, noviembre de 2020.