La política en este país ocupa unas formas que no tienen en consideración ni la sostenibilidad ni el fortalecimiento institucional del Estado. Y su privatización conlleva una cooptación de lo público.
Sábado 14 de noviembre, hacia las 9 de la noche. Los rumores son cada vez más fuertes acerca de la muerte de un joven. La noticia se confirma. Rápidamente, aprendemos por distintos medios que hay un segundo fallecido. Inti Sotelo (24 años) y Bryan Pintado (22 años) habían muerto. El escalonamiento de la violencia alcanzaba su momento más oscuro. El día anterior había ocurrido lo inimaginable: personas allegadas a Manuel Merino, por muchos considerado como presidente de facto tras la destitución de Martín Vizcarra el 10 de noviembre, habrían buscado censurar al canal público para que no transmitiese imágenes de las protestas que estaban ocurriendo desde el lunes. Estas habían logrado movilizar a un significativo número de ciudadanos, directa o indirectamente. Del mismo modo, la policía había intervenido imprentas gráficas para impedir la distribución de afiches en contra del gobierno de Merino. La restricción progresiva de derechos a la protesta, al trabajo o a la libertad de expresión, era la norma en un gobierno no electo por los ciudadanos, que buscaba legitimar su poder mediante la fuerza.
A una vertiginosa velocidad, en una semana el Perú había perdido la democracia como quien pierde la vista de un disparo, en un año de exposición dramática de todas sus precariedades. Sin embargo, el momento autoritario vivido en la semana del 9 al 16 de noviembre no fue un paréntesis fortuito. La precariedad democrática era el resultado de una forma de hacer política que no tiene en consideración ni la sostenibilidad ni el fortalecimiento institucional del Estado. Que no piensa en lo colectivo. Y es que la privatización de la política conlleva una cooptación de lo público, que merma el régimen democrático. Lo corroe.
Las reglas de juego afectan, sin duda, las dinámicas políticas. Así, en el caso peruano, una de las razones más determinantes es que, en un marco de elecciones obligatorias hay un voto preferencial que obliga a los ciudadanos a escoger dos congresistas dentro de una misma lista partidaria. Eso hace que la conformación de las listas electorales no se haga basándose en la propuesta del equipo que mejor represente las propuestas de cada partido, sino que más bien hace competir a un conjunto de individuos por ocupar los lugares más ventajosos en cada lista. Esto ha contribuido a que los partidos —hay veinticuatro oficialmente establecidos, en el país— se hayan convertido en organizaciones no programáticas que ofrecen, al mejor postor económico, espacios para ejercer la representación en detrimento de la oferta programática o doctrinaria.
REGLAS QUE ALTERAN LA DECISIÓN ELECTORAL
En abril de 2021, los peruanos volveremos a las urnas para elegir al Presidente y a los congresistas. Lo haremos un año y medio después de haber electo a los representantes del parlamento tras la disolución del Congreso por parte del entonces presidente Martín Vizcarra. Las reglas mencionadas afectarán la oferta que encontraremos. Para dar un ejemplo: no podremos elegir a ninguno de los 130 parlamentarios en ejercicio (ley de no reelección), lo cual implica que no habrá incentivos reales para la rendición de cuentas ni para el diálogo inmediato con los electores.
Algunas de estas reglas de juego intentaron ser modificadas con la reforma política trabajada durante el gobierno de Vizcarra: paridad y alternancia (condicionada al voto preferencial), financiamiento de partidos y mecanismos de democracia interna, entre otros. No se ha avanzado lo suficiente, de manera que esta agenda debe seguir vigente hasta que se logre mejorar las dinámicas y favorecer una oferta electoral más sólida.
Sin embargo, las reglas de juego no son la única razón para la generación de estas dinámicas que hacen del Perú uno de los países de América Latina que menos confía en el Parlamento (Barómetro de las Américas 2020). Existen prácticas políticas que se han institucionalizado a lo largo del tiempo que corroen la democracia y refuerzan la volatilidad de las instituciones.
Para los partidos políticos, los arreglos conducidos por sus propios intereses son una regla de su funcionamiento. En el Parlamento, los lobbies parecen definir muchas veces las agendas. En el Poder Ejecutivo, beneficios económicos destinados a los líderes son un motor decisivo para las iniciativas que se adoptan. Por ello, los cinco últimos presidentes han sido investigados por haber incurrido en actos de corrupción asociados a obras de infraestructura pública, o bien de otra índole, como lavado de dinero: Alberto Fujimori, Alejandro Toledo, Alain García, Ollanta Humala y Pedro Pablo Kuczynski.
COALICIONES DE INTERESES
En el Perú, los clivajes programáticos que pudieran surgir de los partidos han sido reemplazados por un conjunto de coaliciones generadas a partir de intereses, las cuales ponen por delante sus agendas propias. Postergan, así, lo que podría beneficiar al conjunto de la población.
Una primera coalición es la coalición de la agenda de intereses privados en educación superior, que busca rentabilizar los negocios de sus dueños en esa área, aún a costa del servicio que brinda.
Una segunda coalición es aquella de partidos cuyos representantes tienen interés en incidir en las decisiones de la justicia para liberar, por ejemplo, a personas presas cercanas a ellos. O también porque buscan frenar investigaciones en las que pueden verse involucrados. Por eso no ha sido aprobada la reforma asociada a la eliminación de la inmunidad parlamentaria, prevista en la reforma política.
Una tercera coalición es aquella que se delinea en torno a la defensa de los intereses de las economías ilegales, como son la de cierta minería acuífera o el transporte público no autorizado, entre otros.
EL GOBIERNO DE VIZCARRA
La superposición de estos tres factores —reglas, dinámicas y coaliciones— es una manera de explicar cómo es que el día 9 de noviembre fue apartado de su cargo Martín Vizcarra.
Él había llegado al poder en el año 2018 tras la renuncia de Pedro Pablo Kuczynski (PPK), quien ganara las elecciones en el año 2016 por una diferencia de 40 mil votos. Vizcarra constituyó una agenda mínima, la que necesitaba para sobrevivir en el cargo, que buscaba promover dos reformas consideradas prioritarias para el país: la reforma de justicia y la reforma política. En el resto de los temas, más asociados a la labor ministerial, su gobierno no se caracterizó particularmente por contar con una agenda definida. Con la llegada del COVID al Perú en marzo 2020, se volvieron prioridad la lucha contra la pandemia y las medidas necesarias para hacer frente a los efectos colaterales en la economía.
Sin embargo, a lo largo de sus dos años de gobierno, consolidó una muy mala relación con el Parlamento. Heredero de una relación tensa entre PPK y la mayoría parlamentaria del fujimorismo, la confrontación fue escalando al punto de que, en septiembre de 2019, Vizcarra disolvió el parlamento, utilizando un mecanismo constitucional que lo habilitaba para ello. Luego de las elecciones de enero de 2020, quedó sin bancada en el Parlamento y su capacidad de negociación bajó a un nivel mínimo. Tras un primer semestre en el que se había aprobado la capacidad del gobierno de hacer frente a la crisis (cuarentena temprana, bonos para reducir el impacto de la pandemia, entre otras medidas), a lo largo de la segunda mitad del 2020, la gestión se vio marcada por acusaciones de corrupción.
Hubo un primer intento de declarar la vacancia en septiembre, pero no fue sino hasta noviembre que la mayoría parlamentaria (105 votos) se decidiera por la utilización de la figura de impeachment presidencial. Lo que sigue, es un episodio siniestro de la historia peruana.
GARANTÍAS MÍNIMAS DE LA DEMOCRACIA
Manuel Merino, congresista de Acción Popular y expresidente del Congreso, tras autojuramentarse, y apoyado por diferentes facciones parlamentarias, asumió el poder la tarde del 9 de noviembre. Nombró Primer Ministro a Antero Flores Araoz, un viejo político, rescatado del lugar donde lo había dejado el 0,43% de votos que obtuvo como candidato en la última elección presidencial. Ambos lograron en un par de días constituir un gabinete ministerial.
El rechazo fue evidente desde las primeras horas. Un 90% del país estaba en contra de la vacancia, según un informe del prestigioso Instituto de Estudios Peruanos. En Lima, muchos ciudadanos acudieron casi de inmediato a las cercanías de los edificios de gobierno y esa semana se articuló la movilización ciudadana más grande del siglo XXI.
Los jóvenes han sido los protagonistas de esos días. Por un lado, su presencia rompía con la idea de que se trataba de una generación desinteresada de los asuntos públicos. Un 53% de los jóvenes de 18 a 24 años participó directa o indirectamente en la respuesta ciudadana. También lo hizo el 66% de las generaciones mayores, por lo cual se puede hablar de que hubo una movilización intergeneracional. Pero la “generación del bicentenario” —como se la denomina y se autodenomina— supo innovar en los repertorios de la acción colectiva, aportando manifestaciones creativas para la protesta y transfiriendo saberes internacionales para brindar soluciones prácticas a la emergencia (como, entre otros casos, la desactivación de bombas lacrimógenas por parte de las brigadas feministas). Sobre todo, pusieron en la agenda el tema de la defensa de las garantías mínimas de la democracia. Es una generación que ha nacido y crecido en democracia, defendiendo el equilibrio de poderes, el Estado de derecho, el respeto a las libertades. Son jóvenes que desde el 2014, cuando se buscaba aprobar la «Ley Pulpín» (llamada así por un jugo bebido por los escolares como una manera de infantilizar la acción política), una ley que buscaba precarizar el empleo juvenil, se movilizaron sucesivamente frente a cada iniciativa que consideraron atentaba contra sus derechos (la elección poco clara de los magistrados del Tribunal Constitucional, el indulto a Fujimori, entre otros). Sin embargo, la represión policial nunca había sido tan violenta como en noviembre. El fin del gobierno de Merino llegó casi un día después de la muerte de los dos jóvenes nombrados “mártires de la democracia”. Ese domingo 15 de noviembre, tras su renuncia, el Congreso no logró definir una fórmula para su mesa directiva, de la cual saldría el Presidente. Finalmente, 24 horas después, optarían por la fórmula conformada por Francisco Sagasti (Partido Morado), Mirtha Vásquez (Frente amplio), y Luis Roel (Acción Popular), quienes permitirían encontrar la salida constitucional a la crisis.
En el corto plazo, el gobierno interino de Sagasti deberá investigar los hechos ocurridos en el momento autoritario de las semanas pasadas. Asimismo, tendrá que dar pautas para resolver la crisis multinivel en la que está subsumido uno de los países más afectados por la pandemia en el mundo. Pero, por encima de todo, debe buscar garantizar un proceso electoral limpio, transparente y justo que permita a los peruanos expresar su descontento en las urnas y renovar el mandato ciudadano eligiendo a nuevos representantes.
Sin embargo, el Perú debe enfrentar desafíos de más largo plazo para fortalecer la democracia. Retos que se pueden resumir en tres binomios: traducir la movilización en representación para renovar la confianza, fortalecer la institución (las instituciones) frente a la corrupción para darle sostenibilidad al desarrollo, y reducir la desigualdad en medio de la permanencia de la informalidad de cara a retribuir derechos a los peruanos para así garantizar una democracia real.
Los hechos de este pasado mes nos debieran permitir conservar un nuevo fulgor para reconstruir la política. Aunque el camino parezca siniestro, esperemos que el interés por lo público, cada vez creciente, así sea por el descalabro, nos permita sentar las bases de otra política. Que a la conmoción le suceda la construcción como la mejor manera que podríamos ofrecer de conmemorar 200 años de Independencia. MSJ
_________________________
Fuente: Comentario Internacional publicado en Revista Mensaje N° 695, diciembre de 2020.