Ingeniero dedicado a investigar la historia de apellidos, familias, pueblos, tradiciones y productos chilenos. También colabora con organizaciones que impulsan, a través del ADN, el reencuentro entre hijos adoptados irregularmente y sus padres biológicos.
En la presentación que hace de sí mismo en su sitio web (*), el ingeniero Cristián Cofré confiesa que no hay aficiones que lo hayan apasionado tanto en la vida como la historia y la genealogía. También cuenta que fue a los 10 años cuando sintió curiosidad por conocer la identidad y procedencia de sus ancestros y que los libros, fotos y documentos que han acumulado polvo por siglos son sus predilectos. Cofré los ha explorado para indagar tanto en sus orígenes como en los de otros habitantes de nuestro territorio.
“Somos el resultado de lo que hicieron y no hicieron nuestros antepasados. Si uno comprende quiénes fueron, las decisiones que tomaron, lo que les tocó vivir, puede entender su propio comportamiento y vislumbrar hacia dónde ir”, dice el genealogista, que se ha dedicado a seguir las huellas de apellidos, familias, pueblos, acontecimientos cruciales, tradiciones y productos como el pisco. El año pasado, Cofré publicó un estudio que realizó en conjunto con el historiador Daniel Stewart y que condujo a un revelador hallazgo: ese destilado se conocía como pisco en la zona central de Chile ya en 1717. Antes de esa investigación, la fecha establecida como primer hito era 1733, en el valle del Elqui.
“El descubrimiento consistió en encontrar registros que dan cuenta de 25 botijas de pisco en la bodega de la viña de la hacienda Alhué”, explica. “En Chile se recibió muy bien el estudio. Aún queda por hacer el vínculo más claro entre Alhué y la zona norte, donde la producción se desarrolló cabalmente. En Perú hubo malas reacciones, al principio. Para ellos, el tema es más importante que para los chilenos, que muchas veces creen que el pisco es peruano. Los peruanos no tienen mucha base documental, no la han encontrado (el primer registro en ese país data de 1825). Por ahora, 1717 sigue siendo el momento más antiguo de la presencia de pisco en el mundo”, agrega.
Autor también de La odisea de los salvadores —libro reciente que aborda la expedición española que en 1573 llegó a Chile para poner fin a la resistencia mapuche y entre cuyos integrantes se encuentran los antepasados de buena parte de los chilenos—, Cofré es panelista del programa de radio “Ciudadano ADN”, donde cada miércoles encabeza el segmento “Gen ciudadano”. Últimamente, el espacio se ha concentrado en historias de viajes, en las rutas que seguían los antiguos migrantes, quienes, como ahora, se valían de las caminatas para alcanzar su destino.
“Un caballo era caro. Usaban mucho las mulas, pero en la mayoría de los casos se trasladaban a pie. Lo único que tenían que considerar eran los tiempos: en invierno era imposible, en primavera era complicado por los deshielos y el verano era el mejor momento. Pero era muy duro. Cuando venían desde Argentina, habían llegado a un puerto, probablemente Buenos Aires, y de ahí cruzaban toda Argentina, a caballo, a pie, en carreta, mula, y luego la cordillera. Era una travesía muy compleja. Otra forma de llegar era a través de Valparaíso”, relata.
—Su libro “La odisea de los salvadores” habla también de un viaje, en nombre de la corona española, claro.
La historia familiar es más profunda que los nombres. Si mi antepasado vivió en el siglo XVI, tengo que preguntarme cómo era esa época, cómo era viajar entonces desde España. Era un viaje largo, muy difícil. Se hacía en condiciones extremas, en barcos chiquititos, donde no había literas para dormir. En el libro he buscado que la gente palpe las realidades que vivieron sus antepasados. Era rudo, para valientes, y eso es poco conocido.
—¿Se concentra el grueso de nuestros ancestros en esa expedición?
No, pero diría que en ella vinieron los antepasados de un tercio de los chilenos actuales; es decir, de unos seis millones de personas. La mayoría de los presidentes de la República desciende de estos expedicionarios y también gente común y corriente, como nosotros. En la calle vemos a sus descendientes: los Herrera, Pizarro, Poblete, Aránguiz, Zúñiga. De alguna manera, eso va uniéndonos. Es muy alta la probabilidad de que tu adversario político o tu contrincante termine siendo tu pariente.
—En “Gen Ciudadano”, a propósito de adversarios, dedicó un ciclo a doce presidenciables. ¿Qué destaca de sus orígenes?
Hay dos grupos que uno identifica claramente: uno es el de las familias tradicionales chilenas y no me refiero a la aristocracia, sino a la gente que vivía en los pueblos y que fue migrando hacia la capital. Ahí están Lavín, Briones, Marco Enríquez, Jiles. Ellos pertenecen a esta familia profunda chilena. Pero hay otro grupo que desciende de migrantes llegados a comienzos del siglo XX: palestinos, alemanes, italianos, franceses, croatas y españoles (Jadue, Matthei, Sichel, Desbordes, Boric y Rincón). Ninguno llegó rico y, sin embargo, tres o cuatro generaciones después, sus descendientes pueden aspirar a la presidencia de la República.
—¿Eso es prueba del temple de los inmigrantes?
La historia nos habla de la mentalidad del inmigrante, de la forma en que aborda su nuevo espacio, cómo surge su tesón y la fuerza que tiene para salir adelante. De otro modo no subsiste; es lo único que puede hacer. También habla de que los chilenos son receptivos a estos inmigrantes, porque les dan oportunidades, hacen que sus negocios florezcan y puedan insertarse. Hay una aceptación de los extranjeros, aunque no de todos: al chileno medio le encanta el perfil europeo.
CONOCER NUESTRO ORIGEN: UN DERECHO HUMANO
—Es inevitable la conexión con el patrimonio entre los temas que ha investigado, como el pisco, la sal de Cáhuil o la iglesia de Vichuquén.
Lo maravilloso es que las personas fueron construyendo lo que somos hoy desde que vivían en un pueblo que ni siquiera se llamaba pueblo y tenían que resolver sus problemas. Me encanta darme cuenta de que hay rastros hoy de esa historia. En Cáhuil, por ejemplo, descubrí el momento en que se comenzó a producir la sal. En 1751 hubo un gran terremoto, que vino con un tsunami que entró por la laguna de Cáhuil e inundó una de las lagunetas. Fue decantando y secándose con el sol. Un par de primos que vivía al lado empezó a extraer la sal y otros los imitaron. En 1780 había ya varias salinas explotándose. Todo, gracias a ellos, que hicieron canales y formaron algo que 270 años después aún está presente. Los apellidos más comunes en Pichilemu, que es la comuna que abarca Cáhuil, son Pavez, González, Lizana o Lizama, Rojas, Pino. Todos existían en Cáhuil en el siglo XVIII. Pavez fue uno de los emprendedores, de hecho. Hay pertenencia, hay apego, hay un arraigo que nos identifica. La historia de los pueblos es la historia de las familias.
—Otra de las aristas de su trabajo es colaborar con el reencuentro, a través del ADN, entre hijos adoptados irregularmente y sus padres biológicos.
No es algo que se cumpla siempre, pero es posible. Hemos encontrado personas en todo el mundo: en Suecia, Italia, Holanda y Estados Unidos. La adopción irregular se dio en dos formas: en familias católicas muy conservadoras, cuyas hijas quedaban embarazadas jóvenes y cuyas guaguas eran entregadas, por un sacerdote o un médico, a familias de Chile o Perú. Por otro lado —y aquí hay una tragedia mayor, una brutalidad—, ocurrió que en hospitales a los que iban mujeres más bien pobres, sin esposo o pareja, cierta gente que trabajaba como asistente social, médico o enfermera les decía a las madres que sus hijos no habían sobrevivido. Tomaban a las guaguas y se las daban en adopción a una pareja a cambio de diez mil o 20 mil dólares. Estamos hablando de un tráfico infantil que en Chile abarca unos 40 mil casos. ¿Cómo es posible que haya pasado algo así? Muchos de estos niños no sabían que habían sido adoptados y lo descubrieron alrededor de los 40 años, la edad en la que todos nos cuestionamos sobre nuestros orígenes. Y conocer nuestro origen de sangre es un derecho humano. MSJ
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Fuente: Entrevista publicada en Revista Mensaje N° 697, marzo-abril de 2021.