Revista Mensaje N° 699. «Óscar Castro: El eterno vuelo de «el cuervo» Castro (1947-2021)»

La trayectoria de Óscar Castro Ramírez, fundador del Teatro Aleph, es la de un dramaturgo libre, democrático y esencialmente generoso, además de experimentado en resiliencia.

Ha sido un golpe duro para el teatro. El 25 de abril, el actor, director y dramaturgo chileno Óscar Emilio Castro Ramírez falleció en París a los 73 años de edad, producto del coronavirus. En tan solo un par de semanas, su familia y amigos dejaron de escuchar la voz y las interminables anécdotas del “Cuervo”, como llamaban a este personaje único y entrañable, cuya forma de hacer teatro fue un canto a la vida que logró transformar a muchos.

Su eterno espíritu adolescente, su humor astuto y su profundo entusiasmo, le permitieron vivir de ese oficio que para él fue su pasión y su refugio; el mismo que tanto le quitó, pero que también lo ayudó a sobrevivir los peores horrores y despedidas que lo acompañaron.

Hijo ilustre de Colín, su pueblo natal en la Región del Maule, siendo un escolar rebelde y atrevido, Castro formó junto a otros jóvenes el Teatro Aleph, en los agitados años de la Reforma Universitaria y los movimientos estudiantiles: un terreno fértil para que estos aficionados lograran autogestionar e inmortalizar un teatro único, contingente, colectivo, sin academia ni formalidades, que trasladaron hasta las poblaciones y tomas de terreno, y que logró ser aclamado por la crítica de la época y admirado por grandes maestros, como Héctor Noguera y Eugenio Dittborn. Entre los montajes de este período se cuentan ¿Se sirve un cocktail molotov?Viva in-mundo de fanta-cíaCuántas ruedas tiene un trineo y Casimiro peñafleta.

“Una de las premisas del Aleph era que nadie podía ser estudiante de teatro, porque eran ellos quienes lo estaban inventando”, cuenta Gabriela Olguín, actual directora del Aleph Chile y amiga de Castro por más de 37 años. Por eso, no fue extraño que “el Cuervo” siguiera Periodismo en la Universidad Católica y que sus intentos por sumergirse en la academia fracasaran sin que él diera a eso mucha importancia. Quizás fue justamente eso lo que “hizo de Óscar una persona libre y sumamente democrática. Él decía que todos tenían derecho a hacer teatro”, agrega Olguín.

Aunque algunos criticaron esta forma por su amateurismo e imperfección, según el crítico e investigador del Centro UC Teatro y Sociedad Cristián Opazo, lo que buscaba el Aleph era usar el escenario como una excusa para deliberar, pensar y compartir: “Para esto, un buen camino era crear un teatro cercano, democrático, sencillo, para todos, que fuera como una prolongación de tu propia casa”, dice.

SOBREVIVIENDO

Tras el Golpe de Estado en 1973, en el mundo del arte muchos emprenden retirada. Sin embargo, el espíritu rebelde del Aleph le exigía resistir y fue así como en 1974, el grupo estrena —a butaca llena— su obra “Y al principio existía la vida”, escrita por Castro y musicalizada por Ángel Parra. En ella se evidenciaban solapadas criticas al régimen de Pinochet.

En menos de un mes, el grupo fue desmantelado y “el Cuervo” tomado prisionero. Días después, su madre, Julieta Ramírez, tras visitarlo en los campos de concentración, fue detenida y desaparecida.

Pero el dolor y la prisión no pueden detener su vital energía, y tras las rejas continúa su subversión creativa. Allí desplegó con más fuerza que nunca su veta de dramaturgo y, a falta de aplausos, organizó montajes junto a los reclusos que hacían de público y actores. También armó sus revueltas propias con insólitas performances en los centros de Puchuncaví y Ritoque, donde, entre juegos y desvaríos, sus compañeros lo proclamaron alcalde del que bautizaron como el único territorio libre en todo Chile, más libre que la Patria en manos del régimen. Y cuando llegaban los presos novatos apaleados, Castro los recibía vestido con un frac viejo rescatado de la ropa usada y una banda a maltraer, para sacarles una sonrisa e invitarlos al espectáculo: “Bienvenidos a la República Independiente”, decía.

Así, la aterradora experiencia del encierro es superada a través del teatro como arma: “En ese lugar, Óscar cambió la vida de muchos para transformar la muerte; ese es su gran legado”, dice su amiga Gabriela Olguín.

EXILIO EN FRANCIA

Tras dos años en prisión, su teatro nuevamente se pone a prueba en el exilio; pero como Castro ya sabía de resiliencia, no le fue tan difícil partir de cero, volver a echar mano a los recursos disponibles y hacer lo único y mejor que sabía. Así, en un pueblo cercano a París levantó el Aleph junto a otros compañeros exiliados, y llegó a construir su propia sala, que se convirtió una vez más en un refugio para muchos. En este periodo crea su obra más célebre: La triste e increíble historia del general Peñaloza y el exiliado Mateluna.

“Ese fue un tiempo de mucha unión a través del teatro”, recuerda Gabriela Olguín, quien compartió los inicios del Aleph en Francia: “Fue un teatro familiar, muy de tribu, donde entre todos cuidábamos a los niños, reíamos, actuábamos y después del espectáculo vendíamos empanadas. El teatro era una excusa para hacer esta comunión, estos lazos que, en medio de un grito de muerte, nos regalaron tanta vida”, dice.

En este territorio forastero, y con un francés medio inventado, “el Cuervo” comienza a descubrir un nuevo lenguaje en su teatro, con tintes del universo de Fellini, la poesía de Neruda y el realismo mágico de García Márquez, en una versión tan auténtica y autóctona que encantó a los galos y que lo llevó a triunfar en los mejores circuitos de festivales, a trabajar con grandes, como Marcel Marceau y Peter Brook, y a recibir importantes condecoraciones, como la Orden de la Legión de honor Caballero, otorgada en 2019 por el Ministerio de Cultura de Francia.

El investigador Cristián Opazo comenta que, en este periodo, Chile se perdió un gran capítulo del trabajo de Castro: “En el exilio comienza a hacer un teatro estilo café concert, donde lo naif convive con los desgarros más profundos. Era un teatro que lograba capturar la risa amarga del destierro, que escudriñaba en el dolor de los sin tierra, pero que desde esa mueca de risa permitía sobrevivir”. Según Opazo, “en cada uno de los diversos lugares en los que le tocó estar, el teatro de Castro encontró una nueva estrategia de sobrevivencia que supo hacerse de camaradas y cómplices distintos”.

El académico cuenta que, en su última etapa, “el Cuervo” ya dialoga con los códigos culturales franceses, y su teatro de exiliados chilenos evoluciona en un nuevo teatro de migrantes y desplazados: “Un teatro chileno que se liberó de las fronteras, que entendió que ser chileno también es habitar otra tierra, y que la nacionalidad tiene que ver con la memoria”.

SIN FRONTERAS: ENTRE PARÍS Y LA CISTERNA

A pesar de su éxito en Francia, el sueño de Óscar Castro era regresar a Chile. Fue en 2015 que por fin logró refundar con mucho esfuerzo el Teatro Aleph en una antigua casona de La Cisterna, donde gracias a una indemnización entregada por el Estado chileno, construyó, en honor a su madre, la Sala Julieta, un espacio donde la hizo eterna a través del teatro.

Gabriela Olguín recuerda: “Cuando Óscar tuvo por fin esta casa, nos dijo que desde ese momento nunca más se volvería a ir, porque estaría partiendo y llegando siempre”. Y Castro lo confirmaba en uno de sus últimos discursos: “He partido y regresado tantas veces, que ya no sé cuál es el punto de partida y cuál el de regreso. Pero de lo que sí estoy seguro es que de tantas idas y regresos yo pertenezco a ambos lugares y, a la vez, ambos lugares me pertenecen en cuerpo y alma, hasta los huesos”.

Y en ese ir y venir, el investigador Cristián Opazo se detiene: “Me parece muy simbólico lo que hace el teatro Aleph al instalarse en Chile. En el país que lo hizo pedazos, que desmembró a su familia y amigos, Castro abre una sala de teatro y permanece también en Francia, como diciendo ´yo soy esos dos lugares, y soy múltiple’”, así como el mismo cuento Aleph de Borges, donde convergen de un modo asombroso todos los tiempos y todos los espacios.

CONTINUAR EL ENTUSIASMO 

Como todo holocausto, Castro vio en la pandemia del Covid —al que llamaba “el cuco”—, una oportunidad para cambiar el mundo y rehacerlo: “Hace un tiempo venía con la idea de que el sistema ya no podía más y de que era necesario tener la esperanza de resistir y reinventarse”, cuenta Gabriela, con quien dialogamos, mientras asegura que a través de esta esperanza es posible mantenerlo vivo.

¿Cómo podríamos recordarlo y hacer honor a su legado?

Creyendo que podemos cambiar el mundo, teniendo fe en la humanidad. Comprometiéndonos incondicionalmente con lo que creemos, como lo hizo Óscar. El Teatro Aleph es un teatro democrático, solidario, donde el que sabe más le enseña al que sabe menos, y el más joven apadrina al más viejo. Un teatro de pan, de sopa, de lazos y transformación. Mantener este espacio humano es la forma de hacer perdurar el legado.

¿Y cuál es la tarea hoy para el Teatro Aleph?

Hoy son los más jóvenes que están en el teatro los que tienen que tomar esta posta. Quizás la filosofía del Óscar y del Aleph es ser un poco como los gatos porfiados… Nos volvemos a parar siempre. Tenemos que superar esta pérdida, porque ni siquiera la muerte puede acallar su canto. MSJ

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Fuente: Artículo publicado en Revista Mensaje N° 699, junio de 2021.

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