Maestra de la síntesis y la forma, esta artista, catalana de nacimiento y chilena de corazón, plasmó a fuego en su obra esa profunda dualidad existencial entre dos tierras, pasado y presente, vida y muerte, crudeza e inocencia.
“La memoria es pasado persistente”, decía Roser Bru, figura fundamental del arte nacional y una de las artistas plásticas más destacadas de nuestro continente, que tras su muerte, el pasado 26 de mayo, a sus 98 años de edad, deja en su obra una profunda huella de compromiso social y defensa categórica de los derechos humanos.
Y es que su herencia en el arte está intensamente marcada por su biografía y el contexto que le tocó vivir. Por eso, su nieta, la actriz Amalá Saint Pierre, dijo en una emotiva carta de despedida a la artista que con ella “muere la última maestra del siglo XX”, un testimonio vivo de los espantos de la guerra, las dictaduras y el desarraigo del exilio.
Según el crítico de arte, investigador y curador Diego Parra, “en la obra de Roser Bru se encarna la crisis de lo humano, que acontece en el siglo XX a la luz del horror de los autoritarismos y totalitarismos. Su impulso humanista se percibe en la insistencia por el retrato y los cuerpos, en épocas donde la desaparición y la deshumanización fueron algo usual”.
Son tantas sus facetas, etapas, aportes y voces, que pareciera que no alcanza el espacio para hablar de todo lo que es Bru, ganadora en Chile del Premio Nacional de Artes Plásticas en 2015, y en España, de la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes 2018. Su abundante trabajo —pintó hasta sus últimos días— transita entre la pintura, el dibujo y el grabado, todos medios de expresión que le sirvieron para rescatar temas como la muerte, la pérdida y la memoria, bajo una mirada única, femenina, honesta y sencilla. Como dijo Enrique Lihn: “Roser Bru (…) ha pintado tan abundante e insistentemente que lo hace con una mano de ángel (pegada al ojo de la cerradura del infierno), con una especie de rara felicidad”.
Un modelo de libertad y sutileza, detalla Paz López, doctora en Estética y Teoría del arte, y docente de la Escuela de Arte de la Universidad Diego Portales y del Instituto de Estética de la PUC: “La obra de la recién fallecida artista estaba hecha de fantasmas, de cuerpos a punto de desaparecer, y que, sin embargo, seguirán mirándonos con la dulzura del que sabe que morir es cierto”.
VIAJE A LA LIBERTAD
Roser Bru nació en Barcelona el 15 de febrero de 1923 y debió enfrentar al año siguiente su primer exilio a Francia. De regreso a su país natal, años más tarde, debe escapar nuevamente de la dictadura franquista y de los horrores de la guerra. Llegó en septiembre de 1939 a Chile junto a su familia y a más de dos mil exiliados españoles a bordo del Winnipeg, el mismo día en que se declaraba la Segunda Guerra Mundial. Traídos por Neruda en el gobierno de Aguirre Cerda, los miles de inmigrantes, hombre, mujeres y niños vieron amanecer su esperanza sobre al puerto de Valparaíso. Bru, con apenas 16 años y sin nada más que su talento y un libro de impresionistas bajo el brazo, comenzó su carrera pintando botones y vajillas para ganar algo de dinero: “Cada uno se las arregló con estas dos tierras de las que estamos hechos. Pero aprendimos a pertenecer. Fue un ´descubrimiento` de América al revés y sin vencedores. Pura generosidad”, dijo Bru en una entrevista. Pero para algunos fue más difícil la distancia. Su padre, Luis Bru, diputado al parlamento catalán por el partido de Izquierda Republicana, “Ezquerra”, murió seis años después de tuberculosis: “Él fue el gran trasplantado, el más refugiado, el más exiliado. Perdió las razones de vida que le motivaron siempre”, relató Bru sobre una muerte que la marcó aún más que la guerra.
La joven Roser tenía una inquietud enorme por la cultura, pese a que no terminó el colegio, así es que por las mañanas trabajaba, y durante las tardes iba a la Escuela de Bellas Artes a estudiar como alumna libre de acuarela y croquis, donde conoció a sus grandes maestros Pablo Burchard e Israel Roa. En 1947 formó parte del Grupo de Estudiantes Plásticos (GEP), que reunió artistas de la Generación del 50, y en 1957 ingresó al Taller 99, creado por Nemesio Antúnez, donde estudió grabado, una de sus técnicas más fértiles y destacadas.
SUS REFERENTES
Bru, que se reconocía como una pintora figurativa, transitó entre varias etapas que van desde exploraciones formales, hasta “el uso de distintos materiales ajenos al mundo del arte, pero inmersos en la realidad. Incorpora también iconografía nueva, como la sandía, que se vuelve un objeto de presencia constante, tanto en su pintura como en sus grabados”, explica el crítico Diego Parra.
Fue tan productivo su trabajo, que resulta difícil hablar de referentes. Sin embargo, ella mencionaba a Tàpies, Velázquez y Bacon como sus pintores predilectos: “De Tàpies le interesaba la libertad de su gesto; de Velázquez, su capacidad de pintar la decadencia y el infortunio; de Bacon, la elongación y distorsión de los cuerpos en la tela. De todo eso estaba hecho para Bru el realismo, de una lucha con la superficie material y de cuerpos que tienden a la fuga”, comenta la académica Paz López.
Diego Parra agrega que, si bien la propia Bru ve en ella una amplitud de referentes, “que van desde las pinturas románicas catalanas, Giotto y los principales artistas italianos del Quattrocento, Goya, Van Gogh, Cézanne, Matisse o Frida Kahlo, habría que decir que su trabajo recibió como referencia principal la propia realidad sociopolítica, la historia que siempre la interpeló de manera radical”.
OBRAS DE FANTASMAS
La experiencia del exilio no fue el único desgarro para Bru. La dictadura militar chilena rememoró en ella lo pavores de la muerte injusta y la represión que experimentó tan temprano. De este período destaca una de sus obras más reproducidas: Cal Cal Viva (1978), que muestra el descubrimiento de la fosa común en Lonquén con los restos de campesinos asesinados. Un testimonio radical y valiente de la época.
En esta etapa, Bru moviliza su obra hacia un lenguaje que echa mano a materialidades y símbolos cotidianos, donde incluye nombres, números e, incluso, fotografías: “todas estas cuestiones vinculadas a la idea de la desaparición”, indica Parra.
Para Paz López, es justamente este el legado de la artista: “De su ininterrumpida y sobria atención al dolor surge toda su inteligencia vidente. Sus pinturas son una manera de hacerle lugar a lo desaparecido, una pregunta insistente por el modo en que el arte puede denunciar pacíficamente la violencia del mundo”. Bru pintaba aquello que seguía sobreviviendo después de la muerte: “Por eso me gusta pensar su obra como una pintura de fantasmas. Ella vivió de cerca el exterminio judío, la guerra civil española, la dictadura militar chilena. Más que representar esos acontecimientos, me parece que intentaba detener los cuerpos, los rostros, la mirada en el instante de su plena y extrema fragilidad. Sus pinturas son una cuerda lanzada a lo malogrado y destruido por la historia”, detalla la académica.
CREAR PARA TRANSFORMAR
Esa dualidad existencial que mantenía a Bru entre dos patrias, vida y muerte, pasado y presente, pareciera ser una permanente búsqueda por reconstruir la memoria, pero integrando las voces de los excluidos; y lo hace a través de fragmentos, retazos, imágenes incompletas. Según Diego Parra, para Bru, esta fue una urgencia expresada en su constante referencia a lo chileno, catalán y español, pero también a sus citas a otros artistas como Kafka, García Lorca, Vallejo o Mistral, quienes, como ella, vivieron las roturas del siglo XX: “Sus retratos nos hablan de una identificación histórica, de una cierta empatía trágica con todos los que sobreviven a pesar de su tiempo”, comenta el crítico.
Y si para Bru, sus obras parecieran ser un refugio que sostiene como un latido lo más esencial de la vida, para nosotros se convierten en un invaluable documento que re-humaniza la historia. Parra dice que ahí podría estar la vigencia de la artista: “Ella hace obra con un mundo en guerra y la idea de dar forma sensible a la crisis sigue tan vigente como hace treinta o cuarenta años, sobre todo hoy que vivimos otras crisis y nuevas redefiniciones sobre lo que entendemos como humanidad”.
Bru trae de regreso el pasado, para revisarlo, completarlo y pintar una nueva mirada. Porque, como dice Amalá Saint Pierre en su carta de despedida a su abuela, “recordar permite encontrarnos como individuos y como sociedad; permite denunciar, pero también perdonar. Y en ese sentido, la pintura de Roser fue profundamente política (…) Ella supo hacer comunidad desde su rol de artista, de mujer y de inmigrante. (…) Hoy, ella estaría haciendo un llamado a preservar y construir nuestra memoria colectiva, y a incluir a las mujeres, a los migrantes y a la cultura como pilares fundamentales de la sociedad. Roser estaría pintando una sociedad más generosa, tal como fue este país que la acogió”. MSJ
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Fuente: Artículo publicado en Revista Mensaje N° 700, julio de 2021.