Nos hemos adentrado en el Año Ignaciano. Nos hemos acercado a sus heridas y a sus procesos internos.
Loyola fue el primer peldaño de la experiencia de conversión de Ignacio. En este lugar descubrió un nuevo rey: Cristo Nuestro Señor, al que decidió seguir y servir. Quiso recorrer los lugares por los que Él pasó.
Desde Loyola se fue a Manresa para embarcarse rumbo a Jerusalén. Lo que iba a ser solo un paso se transformó en una permanencia de casi un año.
En Manresa vivió momentos de gran crecimiento espiritual, pero también pasó la noche negra de sus escrúpulos, que casi lo llevaron al suicidio. Después siguió una etapa de grandes experiencias místicas.
Esa crisis de escrúpulos lo hizo caminar sobre su propia fragilidad, pero lo llevó hacia el amor incondicional de Dios. Este lo liberó de sus escrúpulos. Sus experiencias místicas culminaron con la Ilustración a orillas del Cardoner, donde “Dios lo trataba como un maestro de escuela trata a un niño”. Se sintió un hombre nuevo, se le abrieron los ojos del entendimiento… Todo lo vio de una manera nueva.
DIOS LO HIZO ABRIRSE A AYUDAR A LAS ALMAS
Partió a Jerusalén con el sueño de quedarse allí para siempre, lo que nunca se cumpliría. Permaneció solo veintidós días y tuvo que regresar. Había ido a Jerusalén buscando a Jesús en lugares físicos y lo encontró en la obediencia y humildad.
Jerusalén fue uno de sus grandes dolores. No pudo volver ni siquiera a celebrar su primera misa, como ardientemente lo deseó.
Hoy nosotros estamos viviendo una inesperada y desconocida realidad debido a la pandemia, que se ha transformado en nuestra bala de cañón. Nos ha descolocado, sacándonos abruptamente de todo lo conocido. Ha irrumpido inesperadamente en nuestras vidas, sacudiendo nuestras seguridades, nos ha vuelto vulnerables, frágiles, hemos sentido el miedo, las incertezas, que fácilmente nos pueden llevar a una desesperanza.
¿Qué nos está pasando interiormente y cómo estamos viviendo nuestra propia bala de cañón?
¿CÓMO VIVIÓ IGNACIO SUS HERIDAS?
Pareciera que a Ignacio Dios le entró por su herida, sus dolores y fragilidades. Ellas lo fueron llevando lentamente a ir venciendo su orgullo y vanagloria. Empezó a salir de sí mismo, de su YO a las demás personas, al mundo, a la creación.
Su experiencia de Dios lo llevó a situarse ante sus fragilidades desde la fe. Era una fe vivida en diálogo con la realidad, sin evadirla, una fe que tomaba su vida entera. Sus heridas le fueron mostrando su fragilidad humana y lo abrieron a la misericordia de Dios.
La fe no le evitaba el dolor y el sufrimiento, pero le daba fuerza para atravesarlas, lo llenaba de esperanza y lo conducían a la paz. Era el fruto de la gracia, que le hacía sentir profundamente el amor de Dios. Esta paz le hacía superar las tribulaciones, esa esperanza transformaba su presente.
Ignacio vivió sus dolores desde la paciencia, pero una paciencia muy diferente a aquella con la que había soportado los dolores en Loyola. Su único fin entonces había sido recuperar su físico por orgullo; era una paciencia sostenida por las vanidades del mundo. Ahora, en cambio, tenía una paciencia que lo movía a la obediencia, a la humildad, a la Mayor Gloria de Dios.
Al transitar por sus heridas, empezó a darse cuenta de que Dios también estaba en su dolor y en sus fragilidades, porque su amor lo trasciende todo. Solo su amor puede transformar nuestras debilidades en fortaleza.
Al tomar conciencia, Dios también está presente en las fragilidades y los dolores. Ignacio cayó en la cuenta de este Todo, que unifica e integra. Ese fue un fruto de su experiencia en el Cardoner. Desde entonces usó todas sus energías para buscar y hallar a Dios en todas las cosas, integrando en este todo también sus sufrimientos y fragilidades. MSJ
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Fuente: Artículo publicado en Revista Mensaje N° 701, agosto de 2021.