Hace dos años, el 25 de agosto de 2017, 745 mil rohingya entraron en Bangladesh para escapar de la violenta operación de desalojo en el estado de Rakhine a manos del ejército de Myanmar. Desde entonces, se ha avanzado poco en el reconocimiento de su estatus legal en la zona y en el tratamiento de las causas de su exclusión en Myanmar, advierte Médicos Sin Fronteras.
Hasta la fecha, no se ha ofrecido ninguna solución significativa a los rohingya, que se ven obligados a vivir al margen de la sociedad en todos los países en los que se han refugiado.
En Bangladesh, más de 912 mil rohingya siguen viviendo en los mismos pequeños refugios temporales de plástico y bambú que establecieron a su llegada, y debido a las restricciones de viajes y oportunidades de trabajo siguen dependiendo completamente de la ayuda humanitaria. Muchas de las enfermedades que Médicos Sin Fronteras (MSF) trata en sus clínicas de Cox’s Bazar son el resultado de las malas condiciones de vida a las que se enfrentan los rohingya en los campos, empezando por el escaso acceso al agua potable y la insuficiencia de letrinas.
Los médicos, enfermeros y psicólogos de MSF siguen tratando a decenas de miles de pacientes cada mes y han realizado más de 1,3 millones de reconocimientos médicos entre agosto de 2017 y junio de 2019. Dado que los niños y niñas no pueden asistir a la escuela, las generaciones futuras tienen pocas posibilidades de mejorar su situación.
“En los últimos dos años se han realizado muy pocos esfuerzos concretos para abordar las causas de la discriminación de los rohingya y permitir que regresen a sus hogares en condiciones de seguridad”, dijo Benoit de Gryse, jefe de operaciones de MSF en Myanmar y Malasia. “Los rohingya solo pueden tener una oportunidad de un futuro mejor si la comunidad internacional refuerza sus empeños diplomáticos con Myanmar y apoya un mayor reconocimiento jurídico de este grupo, que en la actualidad prácticamente no tiene poder.
Un estudio retrospectivo de mortalidad realizado por MSF en diciembre de 2017 reveló que al menos 6.700 rohingya fueron asesinados en Myanmar en el primer mes después del estallido de la violencia, incluidos 730 niños menores de 5 años.
Bibi Jan perdió a dos hermanos durante la violencia, fue apuñalada, como lo demuestran las cicatrices en su brazo. Después de que su aldea fuera arrasada hasta los cimientos, huyó a Bangladesh, donde ahora vive con sus hijos en el campamento de Kutupalong. “Me gustaría enviar a mis hijos a la escuela pero no tengo suficiente dinero y no podemos salir del campamento, es difícil pensar en el futuro de mis hijos. Con un trabajo no necesitaríamos distribución de alimentos, pero podríamos vivir de nuestras propias fuerzas”, dice a los operadores de MSF.
Anwar, un refugiado rohingya de 24 años que vive en el campo de Kutupalong, era profesor en Myanmar. “Estamos sufriendo aquí. Estamos deprimidos, la situación en nuestro país es muy deprimente. ¿Dónde vamos a vivir? Estamos molestos por las condiciones de vida en el campamento. No tenemos suficiente comida. Solo queremos irnos a casa, no quiero quedarme ni un segundo más. Nuestra esperanza es pasar nuestras vidas en Myanmar”.
EN MYANMAR: “MANTENGAMOS NUESTRA FRUSTRACIÓN DENTRO”
La situación de los rohingya que permanecieron en el limbo en Myanmar, donde en 1982 una ley de ciudadanía los convirtió en apátridas, sigue siendo desoladora. En los últimos años han sido privados de aún más derechos: de la inclusión cívica al derecho a la educación, del matrimonio a la planificación familiar, de la libertad de movimiento al acceso a la atención médica. En 2012, la violencia entre los rohingya y las comunidades del estado de Rakhine provocó la destrucción de muchas aldeas.
Desde entonces, unos 128 mil musulmanes rohingya y kaman del centro de Rakhine han estado viviendo en campamentos de desplazados con muchas precariedades y hacinamiento. Se les niega la libertad de circulación, la libertad de trabajo y el acceso a los servicios básicos y, por lo tanto, dependen exclusivamente de la ayuda humanitaria.
“No hay verdaderas oportunidades de trabajo aquí, casi no hay peces que pescar. Ni siquiera podemos comprar las cosas que queremos porque aquí no hay comercio”, señala Suleiman, un rohingya de Nget Chaung, una zona donde viven unas 9 mil personas. “La gente aquí está triste, frustrada por no poder ir a ningún lado o hacer nada. Mantenemos la frustración dentro de nosotros porque no podemos hablar de nuestra situación, no hay espacio para hacerlo. Ni siquiera podemos mudarnos a la ciudad más cercana, estamos en una jaula”.
Entre 550 mil y 600 mil rohingya han permanecido viviendo en el estado de Rakhine. Sus ya difíciles condiciones de vida empeoraron aún más con la escalada del conflicto entre el ejército de Myanmar y el de Arakan, un grupo étnico armado de los Rakhine.
MALASIA: LOS AÑOS PASAN, LA MARGINALIDAD AUMENTA
Incluso en Malasia, donde han estado huyendo durante más de treinta años, los rohingya están en el limbo. La falta de estatus legal les lleva, junto con otros refugiados y solicitantes de asilo, a vivir en una precariedad cada vez mayor. Al no poder trabajar legalmente, terminan en el mercado negro, explotados, a veces forzados a la esclavitud por haber contraído deudas y quedar expuestos a accidentes de trabajo. Incluso cuando caminan por las calles o buscan atención médica, pueden ser llevados a centros de detención o acabar siendo extorsionados.
Iman Hussein, de 22 años, huyó del estado de Rakhine en 2015, y después de un periodo en Tailandia llegó a Penang, Malasia. Como muchos refugiados, se ganaba la vida trabajando en el sector de la construcción en rápido desarrollo de Penang. No ha recibido su salario desde hace diez semanas, pero no tiene más remedio que seguir trabajando, porque si decide dejar de trabajar se vería en una situación aún más difícil.
_________________________
Fuente: www.vaticannews.va