Cuando eres consciente de tus limitaciones, pero pisas con la confianza del que sabe que la vida está llena de nuevas de posibilidades, de metas que todavía no has superado, de encuentros que todavía no se han producido, de llamadas a las que no has respondido, entonces es posible descubrir el deseo que tira de ti.
La escena no es muy graciosa, pero siempre sale cuando nos reunimos mi familia y unos vecinos del barrio donde vivíamos antes. De pequeño yo solía entrar en casa de estos vecinos y me iba directo a la despensa, lanzado, y allí me encontraban, agarrado al jamón. Era demasiado pequeño para llegar a aquel trofeo, así que me tenía que colgar, literalmente, del jamón. Lo peor no es que pasase, era un crío, sino que me lo recuerdan cada vez que nos encontramos: ¡y estabas colgado del jamón!
Los sueños, los deseos, tienen algo parecido a esta escena. Hay un momento en el que para alcanzarlos tienes que saltar, tienes que separarte del suelo para poder llegar a ellos. Ese instante, o ese tiempo, te produce vértigo, te puede paralizar el miedo o sencillamente el deseo puede que no tenga tanta fuerza como para saltar y correr el riesgo de fracasar, de darte un buen golpe. Pero si no saltas, nunca lo alcanzarás.
El suelo son nuestras seguridades, lo conocido, lo que ya tenemos. El suelo es nuestra realidad. No tiene sentido vivir como si no existiera, esa es la actitud del escéptico. Renegar del suelo que nos sostiene es vivir maldiciendo nuestra realidad no aceptándola. Cuánta amargura, y cuánto cansancio se acumulan por esta incapacidad para conocer el suelo que pisamos, por negarnos a aceptar la realidad, le echamos la culpa al empedrado por no aceptar que somos nosotros (y nuestras limitaciones) los que no conseguimos caminar con entereza en la vida. El que no acepta el suelo por el que pisa no puede saltar, nunca será lo suficientemente plano, nunca será el momento oportuno o nunca estarán las cosas suficientemente claras. El que no acepta su realidad no puede pretender otra distinta, nunca puede llegar a su destino el que no ha empezado el camino. Otros, sin embargo, siguen tan pegados al suelo (realistas, se dicen) que es imposible para ellos saltar, o soñar, que es lo mismo. La realidad para ellos es como el asfalto en los días calurosos de verano: se te pega en los zapatos. Están tan atrapados en el presente, son tan equilibrados y prudentes que no hay nada que les conmueva lo suficiente como para intentar saltar, soñar, quiero decir. Para estos el deseo tiene que ser algo tan estructurado, claro, definido, preciso, que obviamente, ya no es un deseo sino una obligación. Y entonces sí, entonces se asume como otra carga más de la vida. El sobrepeso hace que nuestros pies se peguen un poco más en el asfalto, pero a esto lo llamamos sensatez.
El que no acepta su realidad no puede pretender otra distinta, nunca puede llegar a su destino el que no ha empezado el camino.
Cuando uno no se lamenta del suelo que pisa, al contrario, cuando uno vive agradecido por cada tramo del camino. Cuando eres consciente de tus limitaciones, pero pisas con la confianza del que sabe que la vida está llena de nuevas de posibilidades, de metas que todavía no has superado, de encuentros que todavía no se han producido, de llamadas a las que no has respondido, entonces es posible descubrir el deseo que tira de ti. El deseo que te invita a saltar, perdón a soñar, desde lo conocido a lo nuevo. Un nuevo proyecto, un nuevo compromiso, una nueva amistad; y están, por supuesto, los momentos del riesgo, y del hormigueo en el estómago. Pero también está la serena confianza de que podemos y queremos saltar. No al vacío, sino al encuentro.
Es curioso, han pasado años, pero cada vez que me encuentro en un momento así siento un regusto salado en los labios.
Fuente: https://pastoralsj.org / Imagen: Pexels.