El fundador de la Compañía de Jesús tuvo la maravillosa intuición de sospechar de las manifestaciones espirituales que terminan por reconstruir, una y otra vez, las “vanidades del mundo”, dinamitando la verdadera experiencia de Dios. Artículo publicado originalmente Mensaje de julio de 2012.
“Lo más alto no se sostiene sin lo de abajo”.
–Tomás de Kempis.
No cabe duda de que la personalidad de san Ignacio de Loyola continúa despertando curiosidad, asombro y, en muchos casos, incertidumbre. Nuestro objetivo en estas páginas es invitar a una reflexión sobre aspectos de la primera conversión que él atravesó. Es una transformación que durará toda su vida, pero que en sustancia se cierra con el inicio de su labor en Roma. En ella resulta interesante advertir cómo la vida del santo se gesta sobre el fundamento humano de este “hombre dado a las vanidades del mundo”, que “principalmente se deleitaba en ejercicio de armas con un grande y vano deseo de ganar honra” (Aut. Cap I, 1). Como dice Tomás de Kempis en La imitación de Cristo: “Lo más alto no se sostiene sin lo de abajo”. Esta expresión puede reflejar bien la experiencia de conversión de Ignacio. El soporte antropológico de este caballero hidalgo ha sido la vía por el cual vivenció y experimentó la gracia transformadora de Dios.
Es sabido que muchas personas “convertidas” desprecian su vida pasada por juzgarla demasiado “mundana” al momento de iniciar un camino espiritual. Como contrapartida de su deseo de “ascender” en la vida espiritual, desprestigian notablemente la experiencia humana, al punto de negar la propia historia y fragilidad. Sin embargo, nadie que desprecia su historia puede “crecer”, ya que justamente aquel pasado es la base sobre la que se asienta el presente y el futuro. Sin una verdadera reconciliación consigo mismo, la conversión del ser humano se centra casi exclusivamente en borrar de su vida el historial de pecado y no en acoger la gracia de Dios (Cf. Rom 5, 20).
Podemos cambiar nuestro objeto de deseo y aun transformar las motivaciones de nuestro actuar cotidiano, pero sin una clara conciencia de la estructura interna de nuestra propia persona —es decir, sombras, complejos y limitaciones— corremos el riesgo de construir una vida espiritual sin bases suficientemente sólidas. En muchas personas “espirituales” hay más proyecciones propias de perfección que anhelo sincero de seguir a un Cristo encarnado que “en todo fue semejante a nosotros, menos en el pecado” (Heb 4, 15).
Ignacio tuvo esa maravillosa intuición de sospechar, en muchos casos, de las manifestaciones espirituales y “divinas” que terminaban por reconstruir, una y otra vez, las “vanidades del mundo”, dinamitando la verdadera experiencia de Dios.
Su “modo de proceder” de caballero hidalgo se va transformando paulatinamente en la del peregrino sustentado en las estructuras internas de su personalidad. Su visión será completada en el Cardoner, sus actitudes purificadas en Manresa y su proyecto corregido en Jerusalén. Pero Ignacio seguirá siendo el mismo hombre apasionado y “loco”, tanto al momento de comenzar una empresa en nombre de Nuestro Señor Jesucristo, como en el de enfrentar una batalla espiritual.
A continuación presentamos aspectos de la “conversión” de un hombre que humanizó la vida espiritual sin perder la trascendencia.
EL CAMINO DE CONVERSI ÓN DE IGNACIO
1.- De Amadís a los santos: desplazamiento de los horizontes
El impacto de la bala que recibe Ignacio en Pamplona no solo destrozó su pierna, sino también sus anhelos. En aquel valiente caballero que yacía ahora derrotado fueron derribados los muros de sus propias seguridades y desarmados los mecanismos de defensa con que mantenía acorazada tan diligentemente su vanidad.
Aquella verdadera revolución interior que dejó a Ignacio de Loyola despojado de todo, abierto a la trascendencia y dócil a la acción de Dios, mantenía intacto el sistema interno de su personalidad, que rápidamente encontraría nuevos parámetros de valores para reconstruirse.
No le faltó a Ignacio en qué invertir el tiempo en esas extensas horas de reposo. Durante su convalecencia leyó el Flos Sanctorum y la Vita Christi. Y mientras se aventuraba en esta nueva literatura comenzó a encontrar gusto en las “hazañas” de los santos. La imaginación, tan focalizada en las hazañas de Amadís de Gaula y otros caballeros, de algún modo se traslada ahora a las vidas de santo Domingo, san Onofre, san Francisco y otros. El esquema de lectura de la realidad, propio de la vida del cortesano —caballería, servicio al Rey, el heroísmo, el seguimiento e imitación del Rey supremo— encuentra cabida en la vida de los santos, que ahora son “caballeros de Dios”.
Junto con imaginar cómo reconstruir sus planes y proyectos, estaban esos nuevos pensamientos que también acompañaban la soledad de su cuarto. Estos señalaban un horizonte distinto y encontraron rápidamente acogida en el alma de este caballero que no miró “quán imposible era poderlo alcanzar” (Aut. I, 6).
¿Buscaba Ignacio encaminarse a este nuevo horizonte como un intento solapado de buscar “fama y reconocimiento”? Es bien conocido por todos el “humano y natural” deseo que tenemos de “ganarnos el amor y aprecio” de los demás, sobre todo de quienes juzgamos importantes para nosotros. El sano vínculo relacional que establecemos con los otros en el proceso de solidificación de nuestra personalidad se puede enfermar cuando pretendemos regir la vida sobre la base de las leyes internas de los binomios “atención-amor”, “valor-aprecio”. Pues ello hará depender el amor del otro de las posibilidades o capacidades que tenga yo de conquistarlo. La persona puede establecer una relación desde dos sistemas relacionales distintos: una llamada “amor-retributivo”, en contraposición a la otra de “amor-oblativo”. En pocas palabras, el “amor-retributivo” hace referencia al sujeto que establece su relación a partir de la conquista del amor. Los “actos buenos” están orientados a la obtención de amor y reconocimiento. Es decir, lo que hace, lo hace por (conseguir) amor. Mientras que el sistema relacional “amor-oblativo” hace más bien referencia a lo inverso. A partir de la certeza de amor recibido, los actos son respuestas a ese amor primero. Es decir, ofrece lo que puede y tiene como una manera pobre y sencilla de gratitud al amor primero que ha reconocido.
En el silencio de su recámara los modelos y parámetros de vida de Ignacio comienzan a cambiar, pero esencialmente seguirá latiendo en su corazón el mismo caballero que quiere distinguirse ante el Rey. Le impresionan las penitencias MÁS arduas, las hazañas MÁS admirables. Aquí hay un pequeño e indiscreto indicio de lo que se plasmará posteriormente en el magis ignaciano formulado como la búsqueda de la “mayor gloria de Dios”.
¿Logró Ignacio despojar por completo de su alma la educación caballeresca anclada en los deseos de conquista que recibió?
2.- Del servicio a la dama al servicio a Dios: El amor que se conquista
La figura de la dama que recibe noticia de las hazañas del caballero era un ideal que inicialmente moviliza todas las potencias, destrezas y pasiones de Ignacio. El lenguaje cortés, el ejercicio de las armas y una personalidad dominante y valiente seguramente formaban parte de las ensoñaciones de este hombre.
En la autobiografía de Ignacio podemos advertir con cuánta claridad y vehemencia describe lo “que había de hacer en servicio de una señora” (Aut. I, 6). Ofrendar algo, realizar algo en espera de una respuesta amorosa parece ser el leit motiv de los pensamientos de Ignacio. Aquella misteriosa dama liberaba la imaginación de este caballero herido tanto como las hazañas de Amadís.
En Ignacio se produce un desplazamiento en el objeto del amor. La motivación de sus hazañas, tan claramente fundada en el amor a una dama y en su deseo de “ganar honra”, comienzan a desplazarse paulatinamente hacia el amor y servicio a Dios.
Es interesante advertir cómo “la conquista” subyace como plataforma de la personalidad que sostiene y moviliza sus afectos. ¿Es la conquista del amor lo que moviliza a Ignacio? ¿Hay en su ideal caballeresco un intento por demostrar a los demás que es digno de ser amado por una mujer? ¿Hay reminiscencias del amor materno que perdió?
Pero ahora, habiendo descubierto en sí inicialmente la diversidad de espíritus, es el servicio y amor a Dios aquello que movilizará sus afectos. No diremos que en este momento Ignacio ha convertido su afectividad; sin embargo, podemos afirmar que “comenzó a pensar más de veras en su vida pasada, y en quánta necesidad tenía de hacer penitencia della” (Aut. I, 9).
En su autobiografía leemos que “estando una noche despierto, vio claramente una imagen de nuestra Señora con el santo Niño Jesús, con cuya vista por espacio notable recibió consolación muy excesiva, y quedó con tanto asco de toda la vida pasada, y especialmente de cosas de carne, que le parecía habérsele quitado del ánima todas las especies que antes tenía en ella pintadas” (Aut. I, 10). Este cambio germinalmente amoroso está fundado aún en la culpa.
La oscuridad y tinieblas que envolvieron el alma de Ignacio, después de que la bala de cañón destrozara por completo sus ideales caballerescos, empezaron a retroceder. Aquel hombre de grandes ideales había levantado la mirada aún MÁS alto.
3.- De la vanidad a la penitencia: El orgullo disfrazado
Una vez mejorado de su pierna, y a pesar de la cojera que lo acompañará hasta el final de su vida, en la mente de Ignacio no había otro pensamiento que “ir a Jerusalem descalzo y en no comer sino yerbas, y en hacer todos los demás rigores que veía haber hecho los santos” (Aut. I, 8). Y en esto encontraba tal deleite que no veía dificultad por alcanzarlo.
Este noble caballero comprendió la necesidad de enmendar su vida. Reconoció la necesidad de “purificar” su alma de su vida pasada y una manifestación de esta había sido el cuidado puesto en su persona, sus cabellos y sus uñas. Una de las raíces importantes del proceso que lleva Ignacio en Manresa es el de desterrar su vanidad “y porque había sido muy curioso de curar el cabello, que en aquel tiempo se acostumbraba, y él lo tenía bueno, se determinó dejarlo andar así, según su naturaleza, sin peinarlo ni cortarlo, ni cubrirlo con alguna cosa de noche ni de día. Y por la misma causa dejaba crecer las uñas de los pies y de las manos, porque también en esto había sido curioso” (Aut. II, 19). ¿No era aquel deseo de desterrar su vanidad un orgullo disfrazado de penitencia?
La imagen de caballero que tanto esfuerzo le costó edificar era lo que ahora quería derribar. Sus ideales caballerescos quedaban atrás, pero se erigía ante él el ideal del “hombre penitente”. En el anterior cuidado de sí mismo Ignacio comienza a ver una fuente de pecado, la raíz del extravío de su vida.
La búsqueda de la perfección para destacarse sobre otros parecía no haber terminado. Si en aquel tiempo su noble imagen de caballero le sirvió como medio para “ganar honra” (Aut. I, 1) y aprecio, ahora le servían las nobles penitencias de los santos y su imagen de penitente, con lo cual pretendía alcanzar el amor de Dios.
Como Dios ama a los santos, Ignacio debía quitar de sí el pecado. Busca exculpar ese pecado a partir de la penitencia corporal. Es duro consigo y se castiga sin miramientos para alcanzar el perdón. No advierte que la autorreferencia que vivió en sus años de vida cortesana es la misma que opera ahora en tener sus penitencias como centro de la relación con Dios. Sin embargo, ya en Montserrat hay una pequeña evolución desde la “satisfacción a Dios” hacia “hacer cosas grandes” por Él.
4.- Alejamiento del mundo: Solo y a pie
La vida cortesana introdujo a Ignacio en el mundo de su época. Durante su estadía con Velázquez de Cuéllar, Contador Mayor del reino, hasta 1517, sin duda tuvo oportunidad de conocer la Corte de entonces. Allí aprendió sus costumbres, tuvo contacto con la cultura y las noticias del Imperio.
Todo aquel mundo cortesano alimentó y mantuvo vivo durante varios años sus “más” altos deseos. Sin lugar a dudas, Ignacio encontró y supo hacerse de los medios propicios para conquistar sus ideales. Aquel lugar en el que reinaba la opulencia y el poder forjó a fuego su carácter y personalidad. Convirtió a este joven hombre en un caballero decidido a no retroceder nunca hasta lograr su cometido. “Y así, estando en una fortaleza que los franceses combatían, y siendo todos de parecer que se diesen, salva las vidas, por ver claramente que no se podían defender, él dio tantas razones al alcaide, que todavía lo persuadió a defenderse, aunque contra parecer de todos los caballeros, los cuales se confortaban con su ánimo y esfuerzo” (Aut. I, 1).
Ignacio identifica el alejamiento del mundo con el despojo de su vida pasada y el acercamiento a Dios. Fundado en el ejemplo de los santos, de modo radical se introduce en un camino de pobreza, mendigando para su sustento. Y ahora, más consciente de su mundo interior, todo lo externo le parecía vano. Descubre en su interior un mundo nuevo y un nuevo campo de batalla en el cual tendrá que enfrentarse ahora como un “caballero de Dios”.
Ignacio no estuvo exento de “odiar su vida pasada” como manifestación clara de su opción por Cristo y el evangelio, pero él mismo se dará cuenta de la “sutil” tentación que lo llevaba a seguir encerrado en sí mismo, en una mirada egocéntrica y vanidosa de su propia persona. Aun el lícito deseo de seguir a Jesucristo mediante la práctica de los llamados “consejos evangélicos”: pobreza, castidad y obediencia, puede esconder la búsqueda de realización de proyectos propios, fortaleciendo una autoglorificación velada.
Más adelante el Ignacio maduro hará un retorno al mundo —una revalorización de la creación y sus medios—, habiendo purificado aquello que lo distanciaba de Dios y su Reino. Aquella vuelta al mundo desde una mirada purificada y positiva es la que Ignacio ha volcado a la Compañía de Jesús.
DEL “MÁS” EGOCÉNTRICO AL “MÁS” TEOCÉNTRICO: “TANTO BIEN RECIBIDO” [EE 233]
Como dijimos anteriormente, el proceso de conversión de Ignacio no estuvo exento de exageraciones y extravíos. La búsqueda de la distinción personal que cultivó en la vida cortesana lo transpuso inicialmente al nuevo modelo de vida que había escogido. Su deseo de seguir a Dios no hizo que escapara de ese “amor propio” tan arraigado en la personalidad, que si bien ya no buscaba “vana gloria”, encontraba satisfacción en la conquista de sus propios impulsos y deseos. ¿Qué fue lo que cambió entonces en Ignacio? Su vida va girando hacia otros horizontes, se van transformando también sus motivaciones, mientras permanece intacto el sistema interno de su personalidad. Ignacio, ya General de la nueva orden, no dejará de tener la valentía, entereza y fuerza de aquel joven caballero hidalgo que buscaba “fama y vana gloria”.
Al inicio de su conversión, Ignacio formulaba su deseo de servir a Dios como “hacer cosas grandes por amor de Dios”. Esta expresión, que sin leerla detenidamente puede sonar muy piadosa y mística, en realidad esconde aún “vanidad maquillada de evangelio” porque la mirada está centrada en sí mismo y en las “grandes cosas” que puede llegar a realizar “por amor de Dios”. ¿No es esta la misma formulación, pero con distintas palabras, las que pronunciaba cuando pensaba en las cosas que haría por el amor de aquella señora?
La búsqueda de valoración y cariño está puesta en lo que él pueda lograr, realizar o alcanzar. La dinámica relacional de “amor-retribución” sigue activa en su modo de seguir a Cristo. Cuando las motivaciones por las que hacemos las cosas no están del todo purificadas o transformadas, ocurre lo de siempre en los procesos de falsa conversión: se modifica el horizonte de nuestra percepción, pero las motivaciones siguen siendo tan paganas como siempre. El centro de gravedad gira sobre la propia persona y sus logros. Las penitencias, sacrificios, renuncias, frutos apostólicos, etc., siguen acaparando la atención del sujeto hacia una autocomplacencia infantil.
Podemos percibir en sus escritos cómo, lentamente, el centro de gravedad se va desplazando desde el “hacer grandes cosas por amor a Dios”, pasando por su deseo profundo de “ayudar a las almas” hasta llegar al culmen de su conversión, que es la actitud de gratitud “por tanto bien recibido”.
El amor-oblativo triunfa finalmente en Ignacio. Se sabe amado mucho más allá de lo que es capaz de hacer por Dios. No busca el amor o la atención de Dios: se sabe amado y sostenido por su gracia. Con estos parámetros podríamos examinar nosotros nuestras propias motivaciones. Hay quienes todavía ubican en el centro de sus motivaciones la atención que pueden captar de los demás e incluso de Dios. De esta manera buscan seguridad en el reconocimiento de sus logros, pues ello les garantiza que el amor lo tienen merecido.
CONCLUSIÓN
Una persona no puede iniciar un proceso de conversión desconociendo o negando la vida pasada. Debe asumirla, aceptarla y reconciliarse con ella. Solo aquello que se asume es lo que en definitiva Dios transformará con su gracia. La verdadera conversión implica que ningún rincón de nuestra alma permanezca oculto a la mirada de Dios, y este es un proceso que nos lleva toda la vida.
Una vida espiritual sin la comprensión y análisis de sus motivaciones más humanas, no puede sostenerse. Esto explica muchas veces, sin el menor deseo de absolutizar, por qué hemos visto caer tantas “estrellas del cielo”. La sorpresa y el asombro son inmensos cuando nos enteramos de que personas “espirituales” han sido descubiertas, juzgadas y hasta condenadas por situaciones que se contraponen absolutamente a la opción que han tomado conforme a los principios evangélicos.
Por momentos se tiene la impresión de que en muchos “caminos espirituales” más que desear genuinamente seguir a Cristo, hay deseos ocultos de “bautizar a Narciso”. Tal es el voluntarismo extremo y descarnado que frecuentemente podemos encontrar en propuestas y libros espirituales, pero que difícilmente gestarán en el alma la certeza de un Dios que ama gratuitamente.
Construir una vida espiritual sin una aceptación de lo humano, más que deseo de santidad es “ilusión narcisista”. Es conveniente cambiar la dañina visión “espiritual” de que los santos son perfectos, por aquella en que los “santos son humanos”. La santidad es expresión de la más verdadera humanidad.
La conversión es un proceso lento que requiere de sinceridad y verdad frente a las propias necesidades y carencias. Afortunadamente, el camino del cristiano se fundamenta en la certeza absoluta en Aquel que nos “amó primero” (1Jn 4, 19). Todo es gracia y don de Dios. MSJ
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Fuente: Artículo publicado en Revista Mensaje N° 610, julio de 2012.