Señales tras la catástrofe

Tras los incendios y otras tragedias recientes, los chilenos nos piden que hagamos experiencia e incorporemos aprendizajes.

En enero Chile fue golpeado una vez más por la catástrofe. En Valparaíso volvía a repetirse el incendio de varias viviendas cercanas a una de las quebradas de la ciudad. Era una mala reminiscencia, afortunadamente más reducida, de lo ocurrido en el año 2014 en la misma ciudad. Pero, a la vez, fue un pésimo augurio de lo que serían los incendios forestales que algunos días después afectarían las regiones de O´Higgins, Maule y Biobío.

Este último siniestro entró al ranking de los más grandes de la historia, como si eso fuera una especie de valor agregado a ser chileno: de catástrofes no nos cuentan cuentos; somos los más golpeados y, por tanto, somos un pueblo fuerte, digno, que se levanta una y otra vez. Es como si esta tragedia nos colgara una medalla más en la categoría “Resiliencia”.

Chile se ha puesto exigente respecto de la reacción ante las emergencias. Durante el terremoto de 1985 nuestra institucionalidad era precaria. Las normas constructivas y los sistemas de edificación se mostraron insuficientes y las penurias fueron grandes. Esa década y la siguiente estuvieron marcadas además por inundaciones anuales que paralizaban ciudades y dejaban a los más pobres en la miseria más grande. Sucedieron aluviones y explosiones de volcanes. Y en 2010, junto al terremoto, se sumó un actor casi olvidado: el tsunami. Solo desde 2014 –por destacar algunos hechos–: terremoto en Iquique, incendio en Valparaíso, aluviones en Atacama, terremoto y tsunami en Coquimbo.

Sin lugar a dudas, somos un país que existe en medio de emergencias. Hemos vivido mucho y, por lo mismo, la gente pide que hagamos experiencia de estos episodios e incorporemos los respectivos aprendizajes.

Estos incendios mostraron que hay mucho por mejorar en el modo como se enfrentan estas situaciones. Todavía la ley que regula la actuación en emergencias es antigua y mucho de la desorganización observada en ellas responde a que no existe claridad acerca de quién hace qué, cuándo, cómo y con qué recursos. Para añadir dificultad, no todas las emergencias tienen complejidades similares, por tamaño o duración de la misma: no es lo mismo enfrentar incendios que duran tres semanas que un terremoto que golpea de una vez. Tampoco es igual una emergencia que abarca una localidad, a otra que cubre varias regiones. Cada una requiere una reacción proporcionada y distinta. ¿Quién toma el mando? ¿Debe ser el Intendente, las Fuerzas Armadas, el Director regional de ONEMI? ¿Habrá un delegado presidencial? ¿Con qué facultades? ¿En qué momento asume uno u otro, y cuál es su ámbito de acción? ¿Qué papel juegan los ministros de Estado? ¿Se ponen al servicio de quien coordina o cada uno ve lo que le compete a su cartera? ¿Quién hace el catastro de damnificados? ¿Quién lo procesa? ¿Quién distribuye recursos? ¿Cuándo termina la emergencia y comienza más bien una etapa donde se resuelven las cosas por canales normales? ¿Qué papel juegan los municipios en todo esto? Cada uno podrá tener sus propias respuestas a cada pregunta, pero el punto principal es que no está demasiado claro y durante una emergencia, para que exista liderazgo, tiene que haber claridad. Este paso hay que darlo pronto.

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