Cada vez más las emociones se han convertido en un dogma en nuestra sociedad —con todo lo que ello significa—, al tiempo que se desecha y menosprecia la sabiduría que nos ha permitido llegar hasta aquí.
En 1637, el filósofo francés René Descartes publicaba un libro llamado Discurso del método, una obra que se fundamentaba en la célebre frase “pienso, luego existo” (Cogito ergo sum), y abría de esta forma una puerta al racionalismo y al pensamiento moderno —donde todo lo que no pasara por la razón quedaba bajo sospecha—. Ya en el siglo XX, el también filósofo francés, Jean-Paul Sartre, reformulaba la frase con un “existo, luego pienso”, y ponía el acento en el existencialismo y concebía así una particular forma de entender la libertad y, por supuesto, la existencia humana. Y ahora, casi un siglo después, no sería exagerado afirmar que para muchos la frase se ha convertido en un “siento, luego existo”, jaleados muchas veces por una cultura barata y por una fuerte crisis del pensamiento occidental.
Las emociones forman parte de nuestra vida y son imprescindibles, pues no podemos aspirar a convertirnos en estatuas que no sienten ni padecen. Pero debemos reconocer que cada vez más las emociones se han convertido en un dogma en nuestra sociedad —con todo lo que ello significa—, al tiempo que se desecha y menosprecia la sabiduría que nos ha permitido llegar hasta aquí. El bien y el mal, lo correcto o incorrecto, han quedado subordinados a los sentimientos y a las emociones, sencillamente porque lo sientes y te sale del corazón. No se necesitan más argumentos. Puede que muchos de nuestros gestos cotidianos, del arte o del deporte, por poner algunos ejemplos, se valoran sobre la capacidad de hacernos reír o de hacernos llorar. Y no pasaría aparentemente nada, el problema es que si esto lo llevamos a aspectos más serios como las decisiones importantes, al sentido de la vida o a las relaciones entre personas —sean del tipo que sea—, la cosa se complica. Y está claro que las emociones nos hacen más humanos y nos ayudan a comprender y valorar al otro —algo siempre deseable— y a uno mismo, no obstante si nos dejamos llevar solo por ellas tenemos bastantes más posibilidades de acabar en la comisaría, en el hospital o en el juzgado, o al menos de generar bastante dolor a propios y extraños.
El bien y el mal, lo correcto o incorrecto, han quedado subordinados a los sentimientos y a las emociones, sencillamente porque lo sientes y te sale del corazón. No se necesitan más argumentos.
No se trata de convertirnos en Clint Eastwood —al menos en su versión antigua—, en el personaje de Javert en la novela de Los Miserables, o en el propio Gladiator de Ridley Scott. Más bien es saber tomar distancia de ellas, canalizarlas sanamente y poderlas leer a luz de la razón, de la realidad y de nuestra propia historia, porque las emociones son totalmente volátiles y nos pueden engañar. Vivir solo desde nuestra dimensión emocional —que no es lo mismo que un equilibrio saludable—, puede hacer que cuando creemos que estamos haciendo lo correcto al dejarnos llevar por ellas, quizás lo que estamos haciendo es jugar a la ruleta rusa con nuestra vida, ansiar cada día nuevas experiencias como un niño la víspera de Reyes y convertirnos en las personas más egoístas del mundo. Y es que Hacer lo que te salga del corazón puede ser una frase maravillosa si estás en ligando en Tinder, si eres guionista de La casa de papel o bien si un amigo te pide consejo y no sabes qué narices decir, sin embargo se puede convertir en una auténtica bomba de relojería si no está confrontada por una conciencia madura, una moral contrastada y buenas dosis de sentido común.
Fuente: https://pastoralsj.org / Imagen: Pexels.