Somos testigos de una Iglesia en transición. De hecho, quienes participaron en el encuentro de octubre reconocieron que el diseño del proceso sinodal en curso expresa “un verdadero acto de una ulterior recepción del Concilio, que prolonga su inspiración y vuelve a lanzar en el mundo de hoy su fuerza profética”.
El proceso emprendido por el Sínodo sobre la Sinodalidad ha sido un acontecimiento único en la recepción del Concilio Vaticano II para profundizar y madurar la catolicidad del Pueblo de Dios. El punto de partida y de llegada de todo el proceso han sido iglesias locales o “porciones del Pueblo de Dios” (EC 7) “en las cuales, y a partir de las cuales, se constituye la Iglesia católica, una y única” (LG 23). Esto ha permitido que hayamos vivido un ensanchamiento de la experiencia que teníamos de la Iglesia, tomando conciencia de las muchas particularidades teológicas, litúrgicas, espirituales, pastorales y canónicas que existen en cada lugar sociocultural donde la Iglesia está presente.
El Instrumentum Laboris —documento sobre el cual se trabajó en las sesiones— había descrito esto del siguiente modo: “Hemos podido tocar con nuestras propias manos la catolicidad de la Iglesia, que, en las diferencias de edad, sexo y condición social, manifiesta una extraordinaria riqueza de carismas y vocaciones eclesiales, y guarda un tesoro de diversidad de lenguas, culturas, expresiones litúrgicas y tradiciones teológicas (…). Del mismo modo, hemos descubierto que, incluso en la variedad de formas en que se experimenta y se entiende la sinodalidad en las distintas partes del mundo” (IL 6).
A la luz de esta catolicidad, ha madurado la conciencia de ser una Iglesia de Iglesias, exponiendo la complejidad del poliedro eclesial existente y evitando caer en falsos universalismos. Esto ha hecho tomar conciencia de por qué hay temas que son más difíciles de recepcionar en algunos lugares que en otros, no solo por razones eclesiales, sino también históricas y socioculturales.
En este contexto, el Informe de Síntesis de la primera sesión de la XVI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos de octubre del 2023, reconoce que “en la multiplicidad de intervenciones y en la pluralidad de posiciones ha resonado la experiencia de una Iglesia que está aprendiendo el estilo de la sinodalidad buscando las formas más apropiadas para hacerla realidad” (Informe de Síntesis, Introducción) en las Iglesias locales, entre ellas y con la Iglesia toda. A la luz de la experiencia vivida de la catolicidad, la Asamblea reconoció que “la sinodalidad se presenta principalmente como camino conjunto del Pueblo de Dios” (Informe de Síntesis, Introducción) en el que vamos aprendiendo a vivir la unidad en la diversidad. Es un camino que ha comenzado a recepcionar —aún en estado ambiental, no tematizado ni asimilado— el principio que reza: “Lo que afecta a todos debe ser tratado y aprobado por todos (Quod omnes tangit ab omnibus tractari et approbari debet)”.
Al concebir el Sínodo como un proceso mediante el cual se involucra a todo el Pueblo de Dios y no solo a obispos, se aprecia la emergencia de un modelo institucional que inserta el ejercicio de la autoridad episcopal al interior de la autoridad de todo el pueblo de Dios. De este modo, cada sujeto eclesial es considerado, primariamente, como un bautizado que debe situarse en actitud de “escucha recíproca en la cual cada uno tiene algo que aprender. Pueblo fiel, Colegio episcopal, Obispo de Roma: uno en escucha de los otros; y todos en escucha del Espíritu Santo, el Espíritu de verdad (Jn 14,17), para conocer lo que él dice a las Iglesias (Ap 2,7)” (Francisco, Conmemoración del 50 aniversario de la institución del Sínodo de los Obispos). No se trata de un mero cambio procedimental. La constitución apostólica Episcopalis Communio expone que, “aunque en su composición se configure como un organismo esencialmente episcopal, el Sínodo no vive separado del resto de los fieles. Al contrario, es un instrumento apto para dar voz a todo el Pueblo de Dios precisamente por medio de los obispos” (EC 6), teniendo en cuenta que “los obispos reunidos en el Sínodo representan, ante todo, a sus propias Iglesias” (Pastores Gregis 58), y no a sus opiniones individuales aisladas del resto de la porción del Pueblo de Dios que presiden. Esto fue expresado por los asambleístas al precisar que solo “se puede comprender adecuadamente la figura del Obispo en el tejido de las relaciones con la porción del pueblo de Dios a él confiada” (Informe de Síntesis, 12.a).
Al concebir el Sínodo como un proceso mediante el cual se involucra a todo el Pueblo de Dios y no solo a obispos, se aprecia la emergencia de un modelo institucional que inserta el ejercicio de la autoridad episcopal al interior de la autoridad de todo el pueblo de Dios.
Esta conciencia se fue perdiendo a lo largo del postconcilio con el creciente nombramiento de obispos sin diócesis que no habían vivido lo que confiere identidad propia al ministerio episcopal. El Sínodo rescata esta vinculación a través de la celebración de diversas fases —como son “la preparatoria, la celebrativa y la de implementación” (EC 4)— interconectadas entre sí y en las que todos los sujetos eclesiales están invitados a participar. En este marco, las primeras fases del proceso sinodal han propiciado la experiencia práctica de la primera parte del axioma “lo que afecta a todos debe ser tratado por todos”, y esto se hizo a la luz del sensus fidei de la Ecclesia tota. Específicamente se apreció en las etapas consultativas diocesanas y continentales, así como en la celebración de la primera asamblea de la fase celebrativa.
Para que los temas que emergieron de las consultas fueran tratados por todos y no solo por algunos, la primera sesión del Sínodo implementó la normativa introducida por la Constitución apostólica Episcopalis Communio según la cual, el Papa puede convocar a “otros que no estén investidos del munus episcopal” (EC 2.2). Es lo que sucedió al incorporar a un 25% de miembros que, sin ser obispos, tienen derecho a voz y a voto. Aunque el sentido del voto es distinto, porque no es representativo sino testimonial y verificador del proceso, su valor es igual al episcopal en cuanto tiene capacidad de decidir sobre todos los asuntos tratados manifestando, así, la autoridad real del pueblo de Dios —presbíteros, diáconos, religiosos y religiosas, laicas y laicos— como sujeto que engloba a la totalidad de los fieles que conforman la Ecclesia tota.
No es un cambio que pueda ser desestimado. Por el contrario, afecta el modo de ser y proceder del Sínodo, ya que, en la interacción de todos los bautizados a lo largo de las muchas fases y etapas del Sínodo, el Pueblo de Dios ejerce su infalibilidad in credendo (LG 12: Infabilitas in credendo; o LG 9: in credendo falli nequit). Lo que ha venido aconteciendo es una redefinición práctica —aunque no plenamente consciente ni tematizada, e incluso con notable resistencia— del ejercicio de la potestas del munus episcopal, provocando su descentramiento de toda posible auto-referencialidad ministerial y resituándola al interior de la infalibilidad de todo el pueblo de Dios. De este modo, el Obispo, “sabiendo que el Espíritu ha sido dado a todo bautizado, se pone en escucha de la voz de Cristo que habla a través de todo el Pueblo de Dios, haciéndolo infalible in credendo [porque es] la totalidad de los fieles, que tienen la unción del Santo” (EC 5).
Esto ha afianzado la conciencia compartida de que ningún fiel —incluyendo a la jerarquía— es dueño del Espíritu, pues “el Espíritu Santo no solo santifica y guía al pueblo de Dios a través de los sacramentos y ministerios, sino que también distribuye sus dones a cada uno como él quiere, lo hace apto y prepara para emprender diversas obras o servicios, en beneficio de la renovación y la ulterior edificación de la Iglesia” (LG 12). Esto fue vivido por los asambleístas manifestando que “laicos y laicas, consagradas y consagrados y ministros ordenados tienen igual dignidad. Han recibido carismas y vocaciones diversas y ejercen roles y funciones diferentes, todos llamados y nutridos por el Espíritu Santo para formar un solo cuerpo de Cristo” (Informe de Síntesis 8.b).
Haber incorporado a miembros que no sean obispos comporta otra novedad de la primera sesión del Sínodo, ya que comprende la dinámica institucional de los procesos decisionales a partir de las interacciones comunicacionales —como la escucha y el discernimiento— que se dan durante la Asamblea entre sujetos eclesiales distintos con voz y voto, sean o no obispos. Esto ha permitido experimentar modos y procedimientos que puedan accionar la segunda parte del axioma que reza: “…debe ser aprobado por todos” (…et approbari debet), pues todos están llamados a construir en conjunto el consensus omnium fidelium, es decir, “cuando, desde los obispos hasta los últimos fieles laicos, presta su consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres” (LG 12; EC 5).
Obispos y no-obispos, miembros por igual, están llamados a construir y verificar el consensus ecclesiae en igualdad de condiciones por el bautismo, superando así el vínculo que existía entre voto y munus episcopal. No es un problema de minorías o mayorías de obispos o no-obispos. Este nuevo modelo institucional pone en práctica un reconocimiento tácito de la dignidad bautismal de todos los fieles y esto queda sellado por medio del derecho al voto que tienen todos los miembros, lo que les permite que puedan tratar y decidir los asuntos que se presenten, y ofrecer luego sus consejos al Papa. Como señala Episcopalis Communio: “atentos al sensus fidei de todo el Pueblo de Dios (…), los miembros de la Asamblea ofrecen su parecer al Romano Pontífice, para que le ayude en su ministerio de Pastor universal de la Iglesia” (EC 7).
La presencia de no-obispos refuerza el hecho de que las decisiones no se construyen sobre los votos en sí mismos, sino como expresión y fruto de un trabajo de elaboración conjunta de las decisiones. Esta práctica inicial de la segunda parte del axioma (…et approbari debet) revela la complejidad de los procesos decisionales sinodales porque supone crear una cultura del consenso eclesial de todo el Pueblo de Dios a través de procesos orgánicos de interacción y comunicación entre todos los sujetos eclesiales —laicos/as, religiosos/as, presbíteros, obispos, Papa— y a todos los niveles —diocesano, continental y universal.
El aprendizaje logrado en esta primera sesión del Sínodo lleva a pensar que, en la última etapa de la fase celebrativa, será necesario un método más adecuado para la construcción de consensos, que no solo ayude a escuchar y constatar realidades, sino también a deliberarlas. Esto supondrá, articular más orgánicamente lo que se había señalado en el Instrumentum Laboris: “La contribución de todos, cada uno con sus dones y tareas, valorando la diversidad de los carismas e integrando la relación entre dones jerárquicos y carismáticos” (IL 54); pero a esto se ha de sumar lo que pidieron los sinodales en la Asamblea: “Para evitar refugiarse en la comodidad de fórmulas convencionales, hay que realizar una confrontación con el punto de vista de las ciencias humanas y sociales, de la reflexión filosófica y de la elaboración teológica. Información más amplia y un componente reflexivo más articulado” (Informe de Síntesis 15.c).
El aprendizaje logrado en esta primera sesión del Sínodo lleva a pensar que, en la última etapa de la fase celebrativa, será necesario un método más adecuado para la construcción de consensos, que no solo ayude a escuchar y constatar realidades, sino también a deliberarlas.
De este proceso seguimos aprendiendo que los consensos eclesiales en una Iglesia sinodal no pueden ser elaborados solo por algunos o por uno, sino por todos, cada uno según suo modo et pro sua parte (LG 31) y según el principio de recíproca necesidad (LG 32). Además, los consensos no son lineales ni unidireccionales, sino espirales y procesuales, de modo que, a las Iglesias locales, debe ser restituido, tanto lo dicho por todo el pueblo de Dios en la consultación, como lo que ha sido discernido en la Asamblea por sus miembros. Esto permite que se ejerza un acto de reconocimiento y testimonio público de las voces de los fieles que tienen derecho a verificar (accountability) lo recogido para discernirlo hasta alcanzar el consensus omnium populo dei. No es solo una cuestión de método. De aquí emerge una forma de Iglesia porque “la sinodalidad articula de modo sinfónico las dimensiones comunitarias (todos), colegial (algunos) y personal (uno), de la Iglesia a nivel local, regional y universal” (Informe de Síntesis 13.a).
Durante los próximos meses se nos pide realizar un trabajo de “profundización teológica y pastoral e indicando las implicaciones canónicas”. Se propone “promover iniciativas que permitan un discernimiento compartido sobre cuestiones doctrinales, pastorales y éticas controvertidas, a la luz de la Palabra de Dios, del magisterio de la Iglesia, de la reflexión teológica y valorando la experiencia sinodal” (Informe de Síntesis 15.k). Si la intención es que el proceso permita dar forma a una Iglesia constitutivamente sinodal, habrá que reconocer que “una Iglesia sinodal no puede renunciar a ser una Iglesia que escucha, pero este compromiso debe traducirse en acciones concretas” (Informe de Síntesis, 16.n) y, especialmente, en procesos decisionales mediante los cuales lo que afecta a todos pueda ser tratado y aprobado por todos. Canobbio explica el alcance de esta visión: “Corresponderá entonces a los juristas regular los procesos mediante los cuales se pueda llegar a decisiones compartidas, qué órganos representativos imaginar, qué procedimientos poner en marcha para escuchar a todos. Pero esto solo podrá lograrse una vez que se acepte que todos tienen derecho a hablar en la Iglesia, porque en todos —hasta que se demuestre lo contrario— habita el Espíritu. El antiguo axioma Quod omnes tangit ab omnibus tractari et approbari debet, en su integridad, consagra no solo una necesidad de carácter jurídico, sino también una figura de Iglesia. En este sentido, la sinodalidad no es simplemente el redescubrimiento de prácticas; más bien, es el redescubrimiento de una figura de Iglesia que reconoce y confiesa la acción del Espíritu que crea la concordia” (Giacomo Canobbio, Un nuovo volto della Chiesa? Teologia del Sinodo, Morcelliana, Brescia 2023, 172).
Somos testigos de una Iglesia en transición. De hecho, los asambleístas reconocieron que el diseño del proceso sinodal en curso expresa “un verdadero acto de una ulterior recepción del Concilio, que prolonga su inspiración y vuelve a lanzar en el mundo de hoy su fuerza profética” (Informe de Síntesis, Introducción). En situaciones análogas, “la vida consagrada, más de una vez, ha sido la primera en intuir los cambios de la historia y de acoger las llamadas del Espíritu: también hoy la Iglesia necesita su profecía” (Informe de Síntesis, 10.b). Quizás estemos entrando en una nueva época carismática llamada a generar un nuevo modelo institucional que responda a lo que el Espíritu pide a una Iglesia de Iglesias para el tercer milenio.
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