No vivimos aislados, de que nuestro amor a uno mismo no puede descuidar el de los demás. No es tarea fácil, no se consigue en un día, pero tampoco la abordaremos si vivimos en el autoengaño de considerar que no somos egoístas.
El egoísmo se define como «inmoderado y excesivo amor a sí mismo, que hace atender desmedidamente al propio interés, sin cuidarse del de los demás». El propio término latino, con el sufijo ismo, lo manifiesta como «la teoría del yo».
Internet está lleno de gurús del «culto al yo», en muchos casos tergiversando el texto de que todos somos templo de Dios. Si cada uno de nosotros es un dios en su interior, la teoría del yo, el egoísmo, es la mejor manera de adorar a ese dios. Y el culto pasaría por escucharse a uno mismo sin cuidarse de lo que digan los demás. Si cada uno es el único consciente de lo que dice su yo, no necesitamos de una comunidad en la que vivir nuestra espiritualidad, ni de un acompañamiento que haga de espejo de lo que pensamos que nuestro yo nos dice.
Baumann, en su Vida líquida, nos advierte de ese culto al yo: el triunfador es quien consigue para sí mismo fama, poder, dinero, amor… por encima de todo, sin importarle a quién se lleva por delante. El hedonismo, la permisividad (todo vale) y el relativismo (nada es bueno ni malo, todo depende del pensamiento de cada uno) son valores necesarios para mantener viva esa teoría del yo. No es extraño que nuestra sociedad del siglo XXI sea la más desigual, donde lo individual prime sobre lo social, donde la solidez de determinadas propuestas y valores queden como islas abandonadas en una sociedad cada vez más líquida.
Frente a esta sociedad debe resurgir con más fuerza el modelo de vida de Jesús, no hay Amor más grande que el que da la vida por los demás. Altruismo es el antónimo de la teoría del yo, es la teoría de los otros, el prójimo por el que pregunta el doctor de la ley y que Jesús responde con la parábola del Buen Samaritano. Pareciera que la lengua castellana toma esa parábola para definir el significado de altruismo: diligencia en procurar el bien ajeno aun a costa del propio.
Nadie reconoce ser egoísta, es difícil medir un amor a sí mismo para catalogarlo como inmoderado o excesivo. Desde nuestra óptica, sin un espejo en el que mirarnos, nadie considera que el amor a sí mismo sea desmedido. Solemos justificarnos en que es el mínimo para vivir, que satisface unas necesidades básicas, que no hace mal a nadie, que si no, sería hacer el tonto, pues todos lo hacen… Por eso no nos consideramos egoístas, supuestamente todos moderamos y medimos nuestro interés, incluso algunos se cuidan del de los demás. Mientras no haya una tabla objetiva de medir intereses, y la valoración la haga nuestro propio yo subjetivo, nunca nos creeremos que somos egoístas.
Pero la parábola del Buen Samaritano es una metáfora que sí puede servirnos de tabla objetiva. Pues no mide cuánto de egoístas somos, sino cuánto de altruistas podemos ser. Siendo altruistas es seguro que no damos culto al yo, de hecho, lo limitamos y amoldamos a un prójimo que me libera de la dictadura del ego. No es una fórmula sencilla, el propio Jesús en su metáfora puso tres ejemplos, de los cuales solo uno practicó el altruismo. Seguramente hubo muchos más que, camino de Jericó, pasaron (pasaríamos) dando un rodeo para no enfrentarse(nos) a la disyuntiva del yo o el prójimo.
Creo que, para un ser humano sólido, consciente de su lugar en el mundo, no debería tener tal disyuntiva, pues no cabe la teoría del yo sin la consciencia de que no hay yo sin nosotros. De que no vivimos aislados, de que nuestro amor a uno mismo no puede descuidar el de los demás. No es tarea fácil, no se consigue en un día, pero tampoco la abordaremos si vivimos en el autoengaño de considerar que no somos egoístas; el diccionario nos lo desmiente.
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Fuente: https://pastoralsj.org